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Estaba demasiado cansada para sentir algún tipo de miedo. Nada iba bien y, por lo tanto, todo iba bien. No muy lejos, un perro aullaba tristemente. De la carretera comarcal llegaba el ruido de los coches que volvían a casa.

«Mamá…», dije antes de dormirme y, en el breve sueño, soñé que me abrazaba. Me apretaba fuerte, sonriendo, sin decir nada. Entonces, de pronto, tenía encima a mi tía, que gritaba con las tenazas de la chimenea en la mano. Cuando las tenazas me caían encima, comprendí que ya no soñaba. Ya no quería morirme, así que intenté escapar de la butaca.

«¡Que no se escape, cógela!», gritaba a mi tío. Mi tío me cayó encima como un jugador de rugby. Resbalamos y rodamos por el pasillo.

«¡Te mato! ¡Te mato, hija de puta y de Satanás!», seguía gritando mi tía. Y golpeaba. Golpeaba como cuando sacudía los edredones, golpeaba a ciegas. Yo intentaba cubrirme la cabeza con los brazos. Cuando vi la sangre, también yo empecé a gritar.

«¡Mátame! ¡Mátame si quieres! ¡Así te llevo conmigo al infierno!»

Asestó otro par de golpes, cada vez más débiles, y lanzó las tenazas al suelo. Se cubrió la cara con las manos y estalló en sollozos.

El perro de los vecinos seguía ladrando.

Me quedé en la cama dos días. No tenía ganas de comer, no tenía ganas de nada. El simple hecho de mover una pierna me parecía imposible. De vez en cuando dormía, de vez en cuando miraba el moho del techo.

El segundo día, por la tarde, oí la voz del sargento, abajo, en la cocina. No había venido para llevarme, como esperaba, sino sólo para decir que don Firmato, por respeto a la devoción y a la fe de mi tía, había retirado la denuncia. «Además», añadió, «en el pueblo todos les tienen aprecio».

Mi tía le dio las gracias con un hilo de voz. «Y pensar que la recogí en casa sólo por hacer una buena obra. Sin padre, ¡y huérfana de semejante madre! Y nosotros somos viejos. Esperábamos salvarla, sargento. Usted me entiende. Y ahora tenemos que soportar esta cruz.»

Antes de irse, el sargento dijo: «¡Coraje!»

Al tercer día, cuando mis tíos salieron para ir al centro comercial, bajé a la cocina, cogí la botella de Alkermes para los dulces y me escondí en la leñera.

IV

¿Cuántos estratos de piel existen en nuestro cuerpo? Hay quemaduras de primer, segundo y tercer grado. Existe la abrasión leve, cuando se roza algo, y aquella en la que la piel resulta literalmente desollada. Entre una y otra existe la misma diferencia que entre un ligero malestar y la supervivencia. La piel nos sirve para respirar, para proteger los estratos de tejido más frágiles.

¿Cuántos estratos me quedaban a mí?

Bebía Alkermes sentada sobre el caballete para cortar la leña y me miraba el brazo. En un punto había piel, en otro no. El dolor tendría que haber sido limitado, pero, con sus tentáculos, se extendía por todas partes. Quizá incluso la cara estaba desnuda. Ya no era rosa, sino rojo escarlata. Debía de parecer la de un mono de Borneo. O la del demonio.

¿El infierno existía o no? Si la nada estaba sobre nuestras cabezas, ¿también estaba bajo nuestros pies? ¿O existía un gran equilibrio entre los dos polos? ¿Arriba, un cielo crepitante y ligero como un velo de tul y, abajo, todos los desechos, todas las limaduras de hierro del mundo? Quizá por eso la tierra tenía consistencia, porque el centro era de una pesadez extraordinaria.

Allí, abajo, había fuego y plomo y estaño y carbón. Y también las almas más sucias. Se revolcaban entre las llamas como los cerdos se revuelcan en el fango. Sin el centro pesado, nuestro planeta sería como un merengue. Voluminoso pero ligerísimo. No podría mantener su rumbo ni una fracción de segundo. Saliéndose de su camino, estallaría como una bola de nieve contra el cristal de un coche. Así que si seguíamos aquí, el centro debía ser forzosamente pesado. Pesado y habitado, como la manzana está habitada por el gusano.

Cada casa tiene su propietario. ¿Qué rostro tenía el dueño del infierno? ¿Era el mismo que dominaba nuestros días?

Cuando arranqué el cartel donde habían escrito: «El amor es…» y lo acerqué a las llamas, se encendió inmediatamente. Podría, por lo menos, haber opuesto algo de resistencia, antes de dejarse consumir, podría haber luchado unos minutos. Así la gente podría haber dicho: «¿Ves? El amor resiste al fuego. O al menos lo intenta…»

El amor vence todo, había oído repetir muchas veces. El amor es más fuerte que la muerte. Pero no era verdad, porque el amor, incluso si existe, es frágil. Es tan frágil que es casi invisible. Y ser invisible y no existir es casi lo mismo. El humo de un incendio se puede ver a kilómetros de distancia, y durante años perdura en el entorno el signo de las llamas. El amor no llega a verse ni siquiera cuando se mete en él la nariz.

También yo ardía. Me ardía el cuerpo y ardía por dentro. Por eso bebía, para sentir algo de alivio. Pero era un alivio que duraba poco. Tendría que haberme revolcado en la nieve helada o tendría que haber gritado con una voz tremenda todo lo que me salía del corazón.

«Odio» era mi palabra preferida. Me puse a repetirla despacio, a flor de labios. Te odio. Os odio. Me odio. Te odio. Os odio. Me odio. Luego eliminé el pronombre y sólo dejé «odio». Lo dije al revés y se convirtió en «oido».

Separando las letras, lo transformé en «Oh dios»… [1]

¿Por qué todos tenían miedo de terminar en el infierno? Me daría mucho más miedo terminar en el paraíso. Podría sostener la mirada de Satanás, ¡pero la de Dios! Absolutamente imposible. Dios vería mi pequeñez. Me despreciaría, como me despreciaban el párroco y mi tía. Y, además, yo había roto la estatua de Jesús. La había roto en la noche más sagrada, en la de su nacimiento. ¿Adónde podía ir, aunque existiera otro mundo?

De noche, en la cama, pensé: igual que existen oraciones al ángel, deben existir también dedicadas al diablo. Quise repetir el Ángel de la Guarda, sustituyendo la invocación. Pero luego no podía dormirme. Tenía la sensación de que la mancha del techo tenía mil ojos. Ojos fluorescentes y lenguas que brillaban asaetando la oscuridad del cuarto. Me desperté en el corazón de la noche al sonido de mi voz. Gritaba. Durante un momento me pareció que la mancha del techo era un mono enorme con la boca sucia de sangre y ascuas en los ojos que se avalanzaba sobre mí.

Lo que me quedaba de vacaciones lo pasé como un polizón en un barco. Siempre encerrada en mi dormitorio. En cuanto salían, bajaba a la cocina.

El cuatro de enero decidí volver al colegio. Se lo dije a mi tía en el gallinero. No dijo ni sí ni no ni «buen viaje». Ni siquiera levantó la vista del cubo de alpiste.

Metí mis cosas en la bolsa. El autobús salía a mediodía. Mi tío estaba cazando. Cuando mi tía se fue al mercado, mezclé la comida de los conejos y las gallinas con veneno para los ratones.

«¿Ya estás aquí?», observó la superiora al verme llegar.

Entramos en su despacho. En un rincón humeaba un hervidor eléctrico. La monja lo apagó, echó el agua en la tetera y se sentó frente a mí.

«¿Ha pasado algo?», me preguntó.

Me encogí de hombros. «Absolutamente nada. Me aburría.»

Empecé a sentirme incómoda por la insistencia de su mirada.

«¿Qué te has hecho en la cabeza?»

«Me he caído de la bicicleta.»

El reloj, detrás del escritorio, dio las cuatro y media. Fuera casi estaba oscuro. La mano de la superiora acarició la mía. Su voz era baja, tranquila.

«Rosa, ¿por qué no dices la verdad? De mí no tienes nada que temer.»

«No existe la verdad.»

«¿Estás segura?»

Respondí lo primero que me vino a la cabeza.

«A mí nadie me quiere. Da lo mismo que viva o que me muera.»