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Durante años había sido una olla tapada. Hervía, hervía y el líquido de condensación se quedaba dentro. Lentamente iba desapareciendo. Oía nuevas palabras a mi alrededor, descubría una manera distinta de afrontar la vida. Escuchaba y sabía que aquélla era la manera justa de vivir, la manera que debería haber sido la mía desde el principio.

En los primeros días la señora Giulia me siguió paso a paso. Quería ver cómo me las arreglaba en la cocina. Me enseñó los tres o cuatro platos preferidos de su hija. Comprobó si yo era capaz de secundarla en las tareas. Como todo iba bien, una semana después me dejó libre y volvió a sus clases.

Entre nosotras había nacido una simpatía inmediata. Era muy cariñosa y yo respondía a su cariño procurando hacer mis tareas de la mejor forma posible. No sé cuántos años podría tener, seguro que más de cuarenta porque ya tenía algunas canas. Una vez, mientras preparaba un arroz, dijo: «En los hijos sólo he pensado a última hora.» El marido debía de tener más o menos la misma edad. Quizá un par de años más. Se habían conocido en la universidad, me contó la señora Giulia. Ahora él era un arquitecto famoso y tenía un gran estudio donde, a menudo, se quedaba a trabajar hasta tarde. Era alto, con una barba bien cuidada, elegante, y, además de la arquitectura, le gustaba mucho la música. Cuando estaba en la casa, las notas de su potente estéreo invadían todas las habitaciones.

De noche, antes de dormirme, por el tragaluz miraba las estrellas, los aviones y los satélites. Mirándolos, imaginaba que la señora Giulia y el arquitecto eran mis verdaderos padres, los que tendrían que haberme adoptado en vez de mis tíos. Y pensaba que ahora, aunque con diez años de retraso, había llegado por fin a mi verdadera casa.

Comía y cenaba con ellos y, por la noche, veíamos la televisión sentados en el mismo diván. Y, unas semanas más tarde, incluso empecé a intervenir en sus conversaciones. Me preguntaban: «¿Tú qué opinas, Rosa?», y yo respondía con libertad. Nadie se reía cuando yo hablaba, sino que parecían escucharme con cierto interés. Por primera vez sentía que mis ideas eran dignas de respeto y no desentonaban al lado de las de las personas normales.

Mi dormitorio estaba en la mansarda, junto al de Annalisa, la niña. El tragaluz estaba exactamente encima de la cama y así, de noche, cuando no conseguía dormirme, podía mirar el cielo.

El colegio, la granja, existían ahora en una nebulosa diferente, los veía pequeños, lejanos, inofensivos. Habían desaparecido de mi vida y estaban a punto de desaparecer de mi memoria. Ahora estaba en la familia adecuada, en la que debería haber nacido.

Observaba el cielo y luego, bajo las mantas, repetía las palabras prohibidas de siempre. Papá. Mamá. Papá.

¿Dónde había ido a parar la chica que todas las noches se emborrachaba en el salón? ¿Aquella chica que, durante más de diez años, había vivido prisionera entre la sordidez de la granja y la tristeza del colegio? Del odio que durante tanto tiempo había dominado mi corazón, apenas si conseguía vislumbrar alguna huella. Era como una tormenta que, después de desahogarse imitando el fin del mundo, termina de repente y corre veloz hacia otra región. La hierba todavía está húmeda en la tierra, algún árbol se ha incendiado, pero la tormenta ya está lejos. Esa sutil línea violeta en fuga hacia el horizonte ya no da miedo.

Lo único que me molestaba un poco en aquella casa era la niña. La habían malcriado de un modo terrible. Le bastaba mover un dedo para señalar cualquier cosa y ya la tenía. La madre la abrazaba continuamente, parecía querer triturarla. «Sé que me equivoco», decía, «pero no puedo evitarlo. Cuando se llega a padres tan tarde, se es también un poco abuelos».

Annalisa era arrogante y nerviosa. Cuando estábamos solas, me trataba como a una zapatilla vieja. Naturalmente, yo no se lo permitía, y, si nadie me veía, le apretaba fuerte las muñecas. No para hacerle daño, sólo para que entendiera quién mandaba en aquel juego.

Una mañana, fuimos a unos grandes almacenes del centro para renovar su guardarropa. Al pasar ante el espejo, me avergoncé un poco. Ella parecía una princesa y yo Cenicienta. Mis vestidos todavía eran los de la granja, los del colegio. Bajo las luces despiadadas de la tienda, mostraban su verdadera naturaleza de harapos.

La dependienta tuvo que enseñar montones de vestidos. La madre se los probaba y la niña se ponía caprichosa porque estaba harta.

«¿Qué te parece, Rosa?», me preguntaba, de vez en cuando, la señora Giulia y yo daba mi opinión. Demasiado ancho. Demasiado llamativo. No le pega.

Cuando en el mostrador se acumularon una docena de prendas, la dependienta preguntó: «¿Es suficiente?»

«Sí, sí», respondió la señora.

«¿Pasamos a la chica?»

De repente sentí que me ardían las mejillas como después de una larga carrera. Me había confundido con le hermana de Annalisa. ¿Qué respondería la señora? ¿Ah, no, ella no, es del servicio? O…

Yo había bajado la vista cuando la oí decir: «Sí. Pasemos a la chica.»

Tuvimos que cambiar de sección. Cruzando la tienda, me sentía como ebria, insegura, en evidencia.

La dependienta abrió un gran armario. Mientras elegía los vestidos, charlaba con la señora.

«Hoy día los chicos son todos así. Sólo les gustan las cosas viejas. Cuanto más son de buena familia, más les gusta parecer mendigos. Usted no me creerá, señora, pero he visto a madres que imploraban a sus hijas que aceptaran un vestido. Es que somos así, copiamos todo de los americanos. Todo lo peor, claro.»

Luego cogió un vestido de algodón azul lirio, y me lo puso encima: «¿Qué me dice de éste? ¿O quiere algo mas llamativo?»

«Sí, más color», asintió la señora, «algo en tonos verdes. Un verde que le resalte los ojos».

Me probé cuatro o cinco. Cada vez que salía del probador, me sentía una persona distinta. Y entonces la señora Giulia se me acercó y me tiró del pelo, mirándome al espejo.

«¿Ves lo bonita que eres cuando te haces valer?»

Salimos de la tienda con dos bolsas en la mano, una para mí, otra para Annalisa.

Por primera vez en mi vida le prestaba atención a mi aspecto físico. Hasta entonces, sólo me había fijado en lo que llevaba dentro. Nunca había pensado que pudiera ser importante la manera en que los otros me veían. Empezaba a darme cuenta de que no era ni demasiado delgada, ni demasiado gorda. No era altísima, pero tampoco baja. Si me dejaba suelto el pelo y me miraba al espejo, veía frente a mí a una chica guapa.

Poco tiempo después de la visita a la tienda, la señora empezó a insistir en que reemprendiera los estudios interrumpidos. No dejaba de repetir: «Te falta sólo un año, es una lástima que mandes todo a paseo. Y además, con lo inteligente que eres, ¿quieres ser niñera toda la vida?»

Reflexioné un poco, y le di la razón. ¿Qué sentido tenía dejar que se cerraran las vías que se abrían? Ya no había muros a mi alrededor. Podía estudiar letras, filosofía o medicina. Todos esperaban que tuviera un mal final, como mi madre, para entendernos, pero iba a convertirme en alguien importante. Un gran médico. Un filósofo entrevistado por todos los periódicos.

A la semana siguiente empecé a asistir a un instituto nocturno. En la clase todos eran adultos y yo me encontraba a mis anchas. Iba en autobús y, al terminar las clases, muchas veces me recogía el arquitecto. Su estudio estaba en la misma zona de la ciudad y no era raro que se quedara trabajando hasta tarde.

Las primeras veces me intimidaba mucho. Subía al coche en silencio y en silencio permanecía todo el camino. Con él, no tenía la misma confianza que con su mujer. Nunca había habido hombres en mi vida, aparte de mi tío, que más que un hombre era una larva. Pero sentía que junto a él sucedía algo extraño. Si me preguntaba alguna cosa, la voz me salía demasiado aguda o demasiado baja. Si me miraba, sudaba como una fuente.