A medida que se aproximaba al centro, el colectivo iba llenándose de pasajeros. Los asientos vacíos fueron ocupados y el pasillo se llenó de gente. Pero Barrios ni siquiera lo advirtió; estaba demasiado ocupado en planear su acción para los próximos días, iba a escribir una carta a La Nación para ofrecer esas notas sobre la agricultura; estaba seguro de que iban a aceptárselas. Pensó que estaba mal transar así ante esa gente, oligarcas todos, pero suspiró diciéndose que, al fin de cuentas, ellos tenían el dinero, y no quedaba más remedio. Del diario local, ni pensar; lo conocían demasiado bien como para querer tratar con él, más de un problema les había dado cuando estaba en el sindicato; y ellos tenían la memoria fuerte y obstinada, como corresponde a hombres bien alimentados. ("Bueno", pensó sonriendo, "el que me vea la facha no puede pensar que yo estoy muy mal alimentado que digamos".) Pero su obligación era ceder; esa era su responsabilidad; por otra parte, ya no estaba más en el partido, ya no le interesaba la política. Recordó al abogado que había ido a consultar cuando había querido entablarles juicio a los del sindicato, ese abogado Rivoire que le había dicho que era necesario tener paciencia y esperar la vuelta del general, y que lo había llamado "compañero". Últimamente se había hecho demócrata cristiano; lo había visto figurar como candidato en las últimas elecciones. Se había enterado leyendo un trozo de diario que había llevado al excusado para limpiarse. Si conseguía introducir esas notas agrícolas en La Nación , la cosa iba a marchar mejor en muchos sentidos; primero, económicamente, porque hacía dos años que vivía a los saltos, de lo que ganaba jugando, y de lo que pedía prestado. Rara vez llegaba a fin de mes sin tener que tirar la manga para pagar la pensión. Pero sobre todo podría volver junto a Concepción, vivir con ella otra vez hasta que fuesen separados por la muerte, como el cura había dicho. ¡Era tan breve la vida de cada hombre! Y esa perspectiva de felicidad la volvía mucho más breve todavía. "No sé bien", pensó. "Esta vez no sé bien qué es lo bueno y qué es lo malo. Pero hay algo dentro de mí que me hace desear con todas mis fuerzas una cosa y no la otra". Estaba exaltado, en éxtasis, en la plenitud de su emoción; y la espléndida imagen de paz que había forjado se quebró de golpe cuando el conductor gritó con voz tranquila: "¡Terminal de ómnibus!". Entonces se levantó alzando la máquina de escribir, y jadeando, comenzó a abrirse paso entre la multitud apretujada en el pasillo; cuando sus sucios zapatos negros pisaron el duro empedrado, el murmullo de protestas no se había acallado todavía en el interior del colectivo. Pero Barrios no oyó nada. Eran las ocho y media.
HERMOSURA
En la estación terminal de ómnibus la gente se apretujaba en los andenes charlando agrupada junto a los largos coches interurbanos que esperaban la hora de salida con el motor en marcha, mientras los gritos de los vendedores ambulantes, los canillitas y los heladeros y la música turbia y alegre de los altoparlantes, se elevaba por sobre el tumulto de las voces.
Barrios pasó de largo junto a los andenes y se dirigió al bar en busca de su amigo Hermosura. Una interminable fila de taxis se extendía junto al cordón de la vereda. Barrios buscó a Hermosura en el bar, y como no lo encontró se dirigió a la fila de taxis. El coche de Hermosura era uno de los últimos, y su dueño se hallaba sentado junto al volante, con el codo apoyado en el marco de la ventanilla, sosteniéndose la cabeza con la palma de la mano.
– Hola, Hermo -dijo Barrios, dándole unas palmaditas en el brazo.
Hermosura se tocó el sombrero gris de fieltro con los dedos y respondió al saludo de Barrios con aire aburrido.
– Hola -dijo.
Tenía una cara ovalada, una cabeza como un huevo asentado de punta sobre el grueso cuello; su nariz era grande y deforme, llena de poros negruzcos, como un pedazo de masilla mal trabajada. Sus ojos eran oscuros, pequeños y marrones Nunca sonreían.
– Vengo de visitar a mi mujer -dijo Barrios.
– Bueno -dijo Hermosura, con voz neutra. Pareció meditar un momento y en seguida agregó-: Entra por el otro lado. Si hago un viaje me acompañas.
Barrios dio unos saltitos alegres, pasando entre el coche de Hermosura y otro estacionado delante, y se metió en el automóvil, que parecía no haberse movido durante mucho tiempo, porque el Ford 37 de Hermosura se recalentaba fácilmente apenas se ponía en marcha y en ese momento no despedía ningún calor. Barrios depositó la máquina de escribir en el asiento, entre él y Hermosura. Éste la miró.
– ¿Y eso? -dijo.
– Una máquina de escribir -dijo Barrios-. Es mía; yo se la había dejado a mi mujer porque no la necesitaba, pero ahora me ha salido un trabajo y se la pedí de vuelta.