Asombro y alivio. Asombro porque los vio juntos, abrazados, porque su propia mujer le gritó en la cara que venían haciéndolo desde tres o cuatro años atrás dos o tres veces por semana, antes de que Hermosura hubiese tenido tiempo de abrir siquiera la boca. Y alivio porque si bien pensó que a él debía darle una paliza y a la mujer echarla de la casa, aunque no sentía ni la necesidad ni la convicción suficientes para hacerlo, al mismo tiempo sintió que también esa mujer era un ser humano, que había algo sobre la tierra capaz de arrojarla fuera de su furor y su desprecio y convertirla en alguien como todos los demás. Eso pensaba mientras echaba a golpes al Lucho de su casa, y esa era la razón por la que lo golpeaba con tranquilidad, casi con buen humor. El Lucho ni siquiera se defendió; se dejó golpear calladamente, y cuando estuvo en la calle se acomodó la onda rubia endurecida por la brillantina, y se fue a dormir. Hermosura se enteró después de que la mujer lo buscó al día siguiente, cuando hizo su valija y se fue de la casa. Se lo llevó con ella y se puso a ejercer la prostitución para mantenerlo. Al tiempo se mudaron de la ciudad, y Hermosura los perdió de vista.
La nena quedó con él, porque su madre la amenazaba cada vez que el Lucho iba a visitarla, diciéndole que si llegaba a decirle alguna vez una sola palabra a su padre adoptivo la mataría. La nena le contó muchos detalles a Hermosura después que su madre se fue de la casa, como por ejemplo que la mujer le hacía regalos al Lucho, y que a veces el Lucho entraba por la ventana en vez de hacerlo por la puerta. A veces comían en la cocina, y ella los oía hablar desde la cama. Hermosura sentía cariño por la criatura, que se comportaba de un modo silencioso y tranquilo. Sin embargo, a medida que crecía comenzó a cambiar; se volvió más charlatana, y el pelo rubio, que antes había sido suave y sedoso, se le volvió grasiento y pajizo; uno de los ojos azules se le desvió ligeramente y hablaba y gritaba cada vez más con una voz desagradable y chillona. A los doce o trece años se convirtió en una de esas chicas que andan por la calle saludando con la cabeza a los hombres que pasan en coche, y que las barras de muchachos se llevan a un departamento, o a un baldío, o a una casa en construcción, se divierten con ella después de haberla usado cada uno a su turno, y finalmente le sacan fotografías o la emborrachan largándola desnuda a la calle. Una mañana en que Hermosura volvió a su casa del trabajo, no la encontró: había levantado vuelo. Sólo supo de ella dos años más tarde: la habían sorprendido trabajando en un prostíbulo, y no sólo era menor de edad y padecía una enfermedad venérea, sino que también estaba un poco loca. Los ojos se le habían desviado todavía más, y cuando la llevaron a presencia del juez de menores, trató de seducirlo en el interior del despacho, así que el juez la mandó derecho a lo del psiquiatra. Éste ordenó su internación en el pabellón de mujeres perteneciente al manicomio de la ciudad. La única vez que Hermosura fue a visitarla la nena trató de desnudarse y se abalanzó sobre sus órganos genitales.
EN VIAJE HACIA UNA CASA DE CAMPO
La blanca fachada de la casa de Concepción relumbraba como un fragmento más de claridad lunar, toda circundada por la fronda oscura de los árboles. El rectángulo de la ventana, una zona de luz cálida, contrastaba con su atmósfera amarillenta, plena y plácida, como un escenario vivo que el medio cuerpo borroso de Concepción, oscurecido por el contraste, atravesaba una y otra vez con sus movimientos distraídos y lentos. Desde el automóvil detenido en la calle de tierra bajo la fronda oscura, Barrios y Hermosura la contemplaban desde hacía por lo menos diez minutos. El cuadro que la ventana abierta exponía ante sus ojos poseía una carga de magia tan intensa que la atracción que ejercía sobre Barrios era casi dolorosa. No había hecho más que suspirar y emitir exclamaciones sin significado desde que llegaron. Hermosura aguardaba mansamente, la mano sobre el volante, que Barrios saliera del éxtasis de su contemplación; a cáela silencio de Barrios le echaba una rápida mirada de reojo, para saber si ese silencio era el definitivo, pero por la expresión condolida de Barrios comprendía que faltaba todavía un poco más, y entonces volvía otra vez la cabeza curiosamente hacia la ventana. Si en ese momento la figura borrosa de Concepción atravesaba el marco rectangular, Hermosura se mostraba ligeramente interesado. Barrios jadeaba y suspiraba. Ni una sola brisa soplaba en esa clara noche de diciembre. "Ahí está, ahí está", decía Barrios cabeceando con vehemencia hacia la casa cada vez que su mujer hacía su aparición en la ventana, dándole suaves golpes en el brazo a su compañero. "Fíjate como se apoya en la ventana. ¿Nos habrá visto? No; seguro que no nos vio. Nos llamaría si nos viera. ¡No sabes las ganas que tengo de estar ahí adentro en este momento! ¡Y pensar que yo la abandoné! ¡Me rogaba que no la dejara! Al fondo hay un jardín, lleno de rosales, vos vieras. Ahí mira para este lado. Uy, que no nos vea. No. No quiero que nos vea. Capaz que nos llama si nos ve. ¿Cuántos años le das? Parece una piba, ¿no es cierto? El que no la conoce le da veinticinco años. Tiene un libro, fijáte. Le gusta mucho la lectura; siempre me leía en la cama, ¿vos sabes? Tiene una biblioteca grandísima, un capital en libros. ¿Qué te parece si me mudo a esta casa? ¿Qué te parece? ¿Eh, Hermo? ¿Qué me decís?". Hermosura emitió un corto y casi inaudible gruñido de aprobación. Después dijo:
– Son las diez y veinte. Quedé en pasar a buscar al hombre a las diez.
Barrios le echó una mirada resignada, resoplando. Con las primeras vibraciones del arranque un calor maloliente comenzó a ascender al interior del coche, desde el motor. Apenas el coche comenzó a marchar pesadamente en primera, Barrios asomó la cabeza por la ventanilla y siguió contemplando la casa de su mujer, la ventana iluminada por una luz cálida emergiendo tranquilizadora entre los paraísos negros de la vereda, la fachada blanca, hecha como de materia lunar, y la figura de Concepción desplazándose imprecisa, con un libro en la mano, frente al marco oblongo de la ventana. Al desplazarse el vehículo un aire fresco y agradable envolvía la cabeza de Barrios, produciéndole una sensación de leve felicidad; y cuando el coche dobló, dando bandazos de borracho sobre la callecita de tierra arenosa, levantando una nube de polvo blanco que envolvía la luz eléctrica de la esquina, Barrios dejó de mirar por la ventanilla hacia atrás y se recostó contra el asiento delantero del coche, sin poder apartar de su corazón aquella limpia imagen que acababa de contemplar, loco de entusiasmo, durante más de un cuarto de hora. Junto al volante, a su lado, Hermosura vigilaba atentamente el camino. Las siluetas de los dos hombres inmóviles se destacaban en la oscuridad tenue del coche, más intensa que la del exterior, a pesar de que la luz del tablero tocaba sus rostros llenándolos de reflejos y sombras. Hermosura alzó la mano para tocarse distraídamente el sombrero de fieltro gris y Barrios lo miró con cierta conmiseración, pensando que la vida de su compañero carecía de posibilidades, de futuro, como la de un muerto. En cambio la suya, ahora que había vuelto a encontrarse con Concepción, que la había reencontrado en esa isla de paz que era la casita que acababan de contemplar, había sufrido un cambio, aunque no hubiese sido más que un cambio de posibilidades. El tiempo no estaba constituido por esos días monótonos e iguales que lo llevaban a uno insensiblemente a la tumba, que corroían de un modo secreto la materia de nuestra vida, sino por esos cambios profundos, esos momentos de plenitud en los que todo el pasado indistinto y gris y el incierto futuro, parecían cambiar de sentido. Hasta ese día la vida le había parecido larga y penosa, una cadena que se arrastra, cuyo peso nos debilita hasta consumirnos; pero a la luz de esa posibilidad de reencuentro, el futuro, el tiempo, se convertían en un aire fugaz, liviano y vivo, imposible de aprehender y de retener. (En seguida podía comprobarse que era la esperanza de felicidad la que hacía que la vida se volviera trágica, no la experiencia del sufrimiento, porque el sufrimiento nos induce a pensar que ninguna de las cosas que constituyen la vida merece nuestra adhesión y nuestro afecto.) Todo eso constituía vagamente, el pensamiento de Barrios. Había vidas en las que no existía ni la esperanza de felicidad ni la experiencia del sufrimiento. No eran vidas, suspiró Barrios, mirando a Hermosura de reojo. Su propia vida había sido así durante mucho tiempo. Necesitó estar solo, separarse de Concepción, como es necesaria la muerte previamente para gozar después la apoteosis de la resurrección, para comprender que había tenido algún valor positivo su relación con ella. Y ahora que existía la posibilidad de reencuentro, su miseria y su soledad se le presentaban de un modo nítido e intolerable. Pensó con desaliento que no podría vivir más de esa manera, que debía hacer un esfuerzo para cambiar, para hacer de su vida algo digno y verdadero. Pero, ¿qué era lo digno, y qué lo verdadero? No sabía., Diez años atrás hubiera podido responder rápida y claramente a esa pregunta: ahora no sabía. Lo digno le sonaba como algo vacío, absurdo y temible que otros esgrimían equívocamente contra él, y lo verdadero, lo real, como una cosa turbia e incierta. Diez años atrás, al pan podía llamárselo pan, y al vino vino. Pero ahora todo aparecía confuso y mezclado, y él en el medio, vencido y solitario, sintiendo en su interior cómo la marea de la perplejidad y del miedo subía más y más hasta anegarlo todo. Hermosura frenó frente a una casa oscura, sacándolo de sus vagos pensamientos.