– Ya vengo -dijo Hermosura, bajando y dejando el motor en marcha y la puerta abierta.
Barrios contempló la casa, en la que no parecía haber una sola luz encendida; era un edificio grande de dos plantas, de tipo europeo, con un jardín arbolado al frente. El efecto que producía la luz lunar sobre sus paredes grises era turbio y desalentador. Barrios oyó desde el coche los golpes que daba Hermosura con el llamador, tres golpes rápidos que retumbaron en la noche silenciosa. Por un momento no se oyó ningún otro sonido. Barrios percibió, intermitentemente, un olor agudo, insoportable, a aguas servidas. Hermosura volvió a golpear, cuatro veces seguidas esta vez, y casi de inmediato se encendió una luz en la casa, cuya claridad se hizo visible a través del rectángulo de la banderola en la cima de la alta puerta de calle. Hermosura retrocedió dos pasos respetuosamente al advertirlo.
Al fin la alta puerta de calle se abrió, arrojando sobre el patio arbolado un chorro de luz recta, y en seguida la larga sombra de un hombre pequeño y delgado, con una cabeza arratonada. Después de apagar la luz de la casa el hombre cerró la puerta y vino hacia el coche en compañía de Hermosura. Desde el interior del automóvil, al que ascendía desde el motor un relente cálido, Barrios alcanzaba a percibir las voces confusas de su amigo y el pasajero. Reconocía perfectamente la voz de Hermosura, y por lo tanto la del pasajero, que era aguda y agria, y un poco sarcástica. Cuando estaban aproximándose al coche Hermosura se adelantó e inclinándose sobre el tablero encendió la luz interior. Se volvió al hombre flaco.
– Acomódese, doctor. Póngase cómodo -dijo.
El doctor se inclinó para entrar en el asiento trasero, y mientras lo hacía murmuró "Buenas noches" con un tono desconfiado. Tenía la cara muy chiquita, como la de un adolescente, pero arrugada y rojiza. El pelo, peinado a la cachetada, era totalmente gris; y al responderle, mirándolo al rostro, Barrios observó que tenía una boca de labios delgados y pálidos, lisos, sin una estría, y que sus ojitos oscuros resbalaban sobre los objetos con una mirada inquieta y cretina. Vestía un saco sport color azul y una remera liviana de color blanco debajo.
– Buenas noches -dijo Barrios.
Hermosura apagó la luz interior, así que Barrios se volvió y dejó de mirar al hombre sentado en el asiento trasero. Este suspiró, acomodándose al parecer con cansancio sobre el asiento. Hermosura hizo jugar el cambio de marcha, encendió los faros y avanzó en primera por la callecita de tierra, mientras las sombras de los árboles, agigantadas por la luz de los faros, se desplazaban lentamente a los costados de la calle. En seguida tomaron una calle asfaltada y doblaron por la ancha costanera, percibiendo el olor del río. La costanera aparecía iluminada por unos altos arcos de luz de mercurio, que producían una intensa claridad verdosa. Frente a ellos, veinte cuadras más adelante, los semáforos del puente colgante, unas luces rojas, se encendían y se apagaban en la oscuridad difusa. Por un momento nadie habló en el interior del coche hasta que por fin, proveniente del asiento trasero, la voz del hombre resonó, chillona y pueril, interrumpida por un constante carraspeo, de la misma manera que la oscuridad en que lo sumía el rincón del asiento en el que se había ubicado, era interrumpida por el reflejo de la luz exterior de los arcos de gas de mercurio, que penetraba en el coche con rápidas intermitencias iluminando el rostro de sus ocupantes.
– Estaba acostando a mi madre cuando llegaron ustedes -dijo-. Si yo no la acuesto, no se duerme. Tiene ochebta y un años y es fuerte como un roble, la vieja. Pero si no la acuesto yo, no se duerme.
– ¿No?-dijo Barrios. íntimamente, ese hombrecito le desagradaba.
El otro no respondió a pesar de que Barrios había hecho la pregunta en un tono interesado y cordial. Parecía tratar de ignorarlo, en virtud de ese sentimiento de desconfianza que había demostrado de un modo fugaz al entrar en el coche, pero su recelo parecía carecer de orden y de contención, porque después de un momento hizo oír otra vez su voz chillona, dirigida a nadie en particular.
– Lástima que el último hijo que le queda le haya salido tan calavera -dijo-. La verdad es que a mí me gustan todas.
Barrios emitió una risita connivente porque si bien el hombre le desagradaba, como si sospechara en él algo detestable y equívoco, su desenfado, su vestimenta cara y juvenil, y esa gran casa rodeada de árboles donde vivía, le imponían cierto respeto. Incluso esa demostración de desconfianza era motivo de respeto, porque si bien revelaba una intimidad que deseaba conservar, esa intimidad parecía vinculada a su posición y a su independencia. La risa de Barrios indujo al hombre a guardar silencio.
Después dijo a Hermosura.
– ¿Estaremos allá para las once?
– Sí, doctor, quédese tranquilo -dijo Hermosura-. Son las diez y media. Si es donde usted me dijo, en veinte minutos estamos allá.
– Perfecto -dijo el hombre, con su voz chillona.
En seguida, la falta de contención venció su cautela.
– Pero mire, mujeres como ella conozco pocas -dijo-. Mi padre murió en el año diez, y ella sacó adelante la familia. Administró las propiedades que le dejó mi padre, y cuando joven ella misma recorría a caballo el campo que tenía en el norte, y les daba órdenes a los peones, y encima tenía siete hijos y a todos les dio educación. En el año cuarenta y ocho se enfermó del corazón, pero a no ser por eso, sigue fuerte como un roble. Yo nunca me casé; vivo con ella. Lástima que haya salido tan vago.
Rió con placer, como para sí mismo.
– ¡Las que habré hecho en mi vida! -dijo.
Hermosura emitió una risa súbita, excesiva. Esa demostración repentina animó al doctor, que saliendo de su rincón de sombra apoyó los brazos sobre el respaldo del asiento delantero y se aproximó a Hermosura.