Barrios preguntó si era una partida grande.
– Sí -dijo el hombre- Va a haber mucha gente.
– ¿A qué juegan? -dijo Barrios.
– A punto y banca.
– Ah -dijo Barrios-. Ferrocarril.
– Sí, eso. Ferrocarril. Sí, imagínese -dijo el hombrecito-. ¿Por qué no se quedan? Conmigo pueden entrar.
– Yo no -dijo Hermosura.
Barrios no respondió en seguida. Parecía meditar.
– No llevo plata encima -dijo.
– Qué lástima -dijo el hombrecito-. Después nos íbamos y nos levantábamos unas minas en el cabaret.
Hicieron silencio. El viejo Ford negro vibraba, zumbando en la veloz oscuridad. Los faros iluminaban el recto camino liso. Ahora, a los costados de la larga cinta azulada por la que el automóvil corría en la noche, la vasta llanura había desaparecido; en su lugar se divisaban árboles reunidos en grupos oscuros, apretujados, dejando entrever de vez en cuando el fragmento blanco de la fachada de alguna quinta, o el suave espejismo de un rayo de luna, insustancial y perecedero, atravesando oblicuamente la fronda negra.
EL LUGAR DEL PELIGRO
Por lo menos diez automóviles se hallaban detenidos en aquel amplio patio de naranjos. Desde el coche, Barrios percibió el penetrante olor de los azahares que llegaba en ráfagas intermitentes y profundas desde el patio. Eso le pareció un presagio favorable, y sonrió apenas, interiormente, a pesar de que el corazón le golpeaba con furia dentro del pecho. El Ford se detuvo a unos cuarenta metros de la casa iluminada, en medio de los naranjos, en una callecita de tierra arenosa, irregular y pesada, que conducía desde el portón de entrada hasta el portal de la casa. Habían desviado más de un kilómetro desde la ruta, avanzando pesadamente por un angosto camino lateral. Mezclado al de los azahares se percibía el olor del río, pero Barrios no podía imaginar en qué dirección se encontraba ni a qué distancia estaba de él. Solamente ese olor indefinible señalaba su presencia, como en un susurro, sin ningún atisbo de admonición. Cuando el hombrecito bajó del automóvil diciendo que ya volvía, Barrios lo contempló alejarse por el camino hacia la casa; cuando entró en la zona de luz de los faros, Barrios observó el paso desparejo y trabajoso de su cuerpo magro y quizá decrépito, vestido con caras ropas juveniles. Por un momento su figura permaneció como en exposición, en medio de la luz potente, alejándose progresivamente, hasta que Hermosura apagó los faros y el hombrecito se convirtió, de un modo súbito, en una magra silueta negra envuelta en una sombra grisácea, como una veta errátil de oscuridad. La puerta de la casa se hallaba abierta, permitiendo el paso de la luz interior. Cuando el hombrecito emergió desde la penumbra se hizo nítido y visible al atravesar el umbral, antes de desaparecer definitivamente dentro de la casa. Barrios suspiró, pero no dijo nada. Tampoco habló Hermosura, que permanecía tranquilo e impasible a su lado. Una nueva ráfaga de azahar penetró en el coche y Barrios la aspiró satisfecho pero todavía inquieto, considerándola un buen presagio, con una instintiva arbitrariedad fundada en la cualidad benéfica que los hombres de las ciudades suelen atribuir a las experiencias de la naturaleza. Pero su corazón palpitaba furiosamente. Cuando el hombrecito emergió otra vez desde el interior de la casa, seguido por un hombre corpulento en mangas de camisa, Barrios sintió que la palpitación se desplazaba hacia el estómago. Los dos hombres atravesaron uno atrás del otro la puerta iluminada y en seguida se convirtieron en dos siluetas que avanzaban hacia el coche, hablando con voces confusas. Barrios bajó apresuradamente del automóvil y permaneció de pie junto a la puerta abierta. Jadeaba. Los dos hombres se detuvieron junto a él.
– Este es el amigo del que le hablé -dijo el hombrecito al hombre corpulento que trataba de observar a Barrios en la oscuridad, infructuosamente. Se inclinaba hacia él, y ladeaba la cabeza para verlo mejor. Era menos grueso que Barrios, pero mucho más alto. Detrás de su cabeza descubierta y cuadrada tenía la luna, rodeada de turbias estrellas, blanca y espléndida.
Barrios estiró la mano y el otro se la estrechó rápidamente, con una falta de energía que contrastaba con su físico.
– ¿Qué marca es la máquina? -dijo el hombre. Su voz era hosca.
– Bueno -dijo el doctor-. Yo lo espero adentro.
Se aproximó a Hermosura y le pagó.
– Es una Olivetti -dijo Barrios-. No tiene uso -dijo.
– No -dijo el doctor a Hermosura-. Un amigo me va a llevar de vuelta. Mire. Gracias.
– ¿Qué modelo? -dijo el hombre.
– Bueno. No sé -dijo Barrios-. El último, creo.
– Yo voy adentro y lo espero ahí, mire -dijo el doctor a Barrios, tocándole el brazo suavemente-. Entre con confianza nomás.
– ¿El último? -dijo el hombre.
Barrios miró al doctor.
– Gracias -dijo. Y al hombre-: Sí, creo que sí.
El doctor comenzó a alejarse en dirección a la casa. Se oía el chasquido de sus zapatos deslizándose sobre la tierra arenosa. El hombre alto permanecía de pie, imponente y tranquilo, con la blanca luna de diciembre, espléndida y circular encima suyo, por detrás de su cabeza; tenía las mangas de la camisa arremangadas y los brazos separados del cuerpo, como si estuviese dispuesto a saltar sobre Barrios en cualquier momento. Pero la hosquedad de su voz no reveló maldad ni enojo cuando habló, sino sólo prescindencia.
– Veamoslá -dijo.
– Sí -dijo Barrios, y se volvió jadeando hacia el coche. Su corazón palpitaba tan fuertemente que al inclinarse hacia Hermosura pensó que éste podía estar oyendo los latidos-. Encendé la luz, Hermo -dijo.
Hermosura se inclinó sobre el tablero del Ford y encendió la luz. Barrios alzó la máquina mostrándosela al hombre. Este la tasó de una sola mirada, sin siquiera pedir a Barrios que abriera el estuche.
Hermosura contemplaba la escena en silencio, con leve curiosidad.
– ¿No tiene uso? -dijo el hombre.
– Muy poco -dijo Barrios.
El hombre meditó un momento.