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– Puedo darle ocho mil pesos -dijo el hombre.

– No -dijo Barrios-. Quiero doce mil.

– No puedo -dijo el hombre.

– Yo tampoco puedo -dijo Barrios.

– Otra vez será entonces -dijo el hombre.

Barrios lo miró; detrás de su cabeza cuadrada estaba la luna, una porción de cielo, las turbias estrellas. El olor de los azahares le llegó en una ráfaga profunda, mezclado al aroma del agua; un olor que anegaba su respiración y se distribuía rápidamente por todo el cuerpo; parecía sentirlo en la espalda, en las rodillas, en el pecho.

– Déme once mil -dijo.

– No puedo darle más que ocho -dijo el hombre.

Barrios miró la máquina de escribir y después a Hermosura. El rostro de su amigo no reveló nada, ni siquiera curiosidad o expectación.

– Bueno -dijo Barrios-. Otra vez será, como usted dice.

Se volvió para entrar en el coche.

– Espere -dijo el hombre. Barrios se detuvo-. Nueve mil quinientos es el último precio.

– No, diez mil -dijo Barrios, sin volverse.

– Está bien -dijo el hombre.

Barrios le entregó la máquina de escribir, y después se inclinó hacia Hermosura.

– Me quedo, Hermo -dijo en voz baja.

– Bueno -dijo Hermosura. ¿Nos vemos a la madrugada?

– Hermo -dijo Barrios-. Si llego a salir bien de ésta…

– Sí -dijo Hermosura.

– Necesito suerte, Hermo -dijo Barrios.

– Nos vemos a la madrugada en "El Tropezón" -dijo Hermosura.

– Sí -dijo Barrios, con voz temblona-. En "El Tropezón". A la madrugada.

Cerró la puerta del coche con estrépito y se volvió hacia el hombre, caminando junto a él en dirección a la casa. Jadeaba, y su corazón palpitaba. Antes de llegar a la casa oyó el motor del Ford ululando en primera, pero no se dio vuelta. Después de un momento lo oyó alejarse hacia el portón y el caminito de arena. El hombre caminaba en silencio al lado suyo. A medida que se aproximaban a la puerta iluminada, a través de la cual se percibía un confuso sonido de voces, las rodillas de Barrios parecían flaquear, debilitarse. Su estómago palpitaba de un modo intolerable. El ruido del automóvil se alejaba más y más. Ante la puerta, el hombre alto, que iba ligeramente adelantado, se detuvo y haciendo un ademán cortés con la mano le cedió el paso. Barrios penetró en la casa. En el sur relampagueaba: a cada momento, vagamente, el horizonte era atravesado por unos destellos eléctricos de fuego verde.

LA MESA DE FERROCARRIL

El hombre corpulento le trajo los diez billetes de mil desde otra habitación. Parecía parco en palabras, reconcentrado, distraído; tenía la cara reseca, oscura y llena de arrugas, y el pelo negro y sin una sola cana. Su tensa barriga parecía contenida por un grueso cinturón de cuero con una hebilla de plata, lustrosa y antigua, que llevaba sus iniciales entrelazadas en el centro. Barrios contó los billetes y se los guardó en el bolsillo del pantalón.

– El préstamo es por diez días -dijo el hombre-. El interés es del veinte por ciento.

– Sí -dijo Barrios, sin mirarlo, y sin escucharlo siquiera.

– Después de diez días, pierde el derecho de recuperar la prenda -dijo el hombre.

– Sí, sí -repitió Barrios. Tampoco esta vez lo había oído muy claramente. Había concentrado su atención en la puerta cerrada que comunicaba con una habitación vecina. A través de la puerta se filtraba el sonido de las voces y el entrechocar de las fichas. La habitación en el centro de la cual estaba parado junto al hombre corpulento, se hallaba completamente vacía. El piso era de mosaicos negros y las paredes parecían recién enjalbegadas; en el suelo, a todo lo largo de las paredes se veían muchas gotitas blancas de cal seca. El ruido proveniente de la habitación vecina producía en Barrios cierta fascinación, y permaneció un momento con los ojos fijos en la puerta. El temor y la vacilación infundían en su rostro cierta gravedad. Se metió las manos en los bolsillos del pantalón y avanzó hacia la puerta caminando con lentitud y con cierta solemnidad. El traje negro, demasiado ajustado para su cuerpo grueso, se llenaba de pliegues que hacían más lastimosa todavía su apariencia. Su rostro oscurecido por la barba se inclinó para observar la punta de los zapatones negros, sucios y raídos. "Es una timba de categoría", pensó, con duda, pero una ola de orgullo le hizo apretar fuertemente el dinero que guardaba en el bolsillo del pantalón. Cuando llegó junto a la puerta se volvió sin detenerse: el hombre corpulento había desaparecido. Barrios abrió la puerta y entró en la otra habitación.

Era un largo recinto de paredes encaladas, con piso de mosaicos negros. En la habitación no había más que una larga mesa de juego rodeada de sillas ocupadas, a cuyo alrededor, contando los que se hallaban parados detrás de los que ocupaban las sillas, haciendo las apuestas por sobre los hombros de éstos, había cerca de treinta hombres. La mesa era de hule negro, con un fragmento en el centro forrado de paño verde. Los dos talladores, ubicados uno a cada lado en el centro de la mesa, estaban sentados en sillas elevadas sobre pequeñas tarimas de madera, para vigilar mejor la mesa. Uno de ellos, un hombre joven y canoso, de cara redonda y rojiza, con un bigote veteado de gris ocultándole el labio superior, era el que daba las cartas, sacándolas de un carro de madera con unas planchas de metal adosadas, y un mango lustroso y torneado; el otro recibía las apuestas y las acomodaba por orden de valor sobre el tapete verde, las de punto frente a las de banca; este empleado era delgado, rubio y charlatán, y bajo de estatura. Al hablar movía la cabeza de un lado a otro, y no sólo se limitaba a decir cosas relativas a las apuestas sino que también hablaba con uno y otro de los jugadores, la mayoría de las veces en tono de broma, o para comentar una jugada ya pasada o a punto de producirse. Barrios conocía a ese hombre. Era tallador profesional, y lo había visto alguna vez en otra mesa, en la ciudad, tallando. Visiblemente, los talladores habían sido contratados por los dueños de casa para trabajar esa noche. Barrios se aproximó a la mesa y mirando con atención la cara de los jugadores, trató de adivinar quién era el que había prestado la casa. No lo consiguió; en ese momento, su compañero de viaje le hizo una seña desde el otro lado de la mesa. Estaba sentado junto al tallador rubio que recibía las apuestas, así que debía haber tenido una silla reservada, porque muchos otros que habían llegado antes que él se encontraban de pie detrás suyo. El hombrecito alzó la mano y sonrió hacia Barrios.

– ¿Todo bien, gordito? -dijo.

A Barrios le molestó esa familiaridad, pero le devolvió la sonrisa de un modo mecánico.

– Sí -respondió-. Muy bien.

– Me alegro, mire. Véngase de este lado, si quiere.

– Sí -dijo Barrios-. Ya voy a ir.

El hombrecito le sonrió; bromeaba con todos, incluso con los talladores, y no parecía muy preocupado por perder o ganar. Tal vez sus constantes bromas no eran más que un modo de expresar su nerviosidad, pero había algo más profundo en él, algo que excedía la mera tensión provocada por el riesgo del juego; era una especie de pavor, cierta inquietud secreta que lo impulsaba a hablar constantemente, a reír, a hacerse el payaso. Parecía creer que un momento de silencio, gravedad o vacilación revelaría en él algo necesariamente inconfesable, y abriría una grieta en su alma, como un temblor de tierra agrieta las paredes de un edificio. Barrios vaciló antes de decidirse a ir. El que recibía las apuestas lo saludó al pasar, con una sonrisa amable. Eso le confirió cierto aplomo y lo decidió a permanecer en su sitio. Muy pocos de los presentes parecían haberle prestado atención; excepción hecha del tallador rubio y del hombrecito del taxi, no conocía a ninguno de ellos. A los otros creía haberlos visto otras veces, quizás en alguna otra mesa de juego, o en algún bar de la ciudad. Había algunos muchachos, pero en su mayoría eran hombres de más de treinta años, algunos calvos, de rostros arrugados y grises, barrigones; algunos parecían no ser de la zona. Barrios miró la superficie de la mesa. Los talladores mezclaban los mazos de naipes haciendo una hilera de montones sobre el tapete verde y encimándolos después para meterlos en el carro adornado con planchas de metal.