– Eh, gordito -dijo el hombre que había venido en el taxi de Hermosura-. Véngase de este lado.
A su pesar, Barrios, sin responderle, rodeó la mesa con lentos pasos y se detuvo junto al hombrecito.
– ¿Se arregló con el hombre? -dijo éste en voz baja.
– Sí -dijo Barrios.
Quería evitar el diálogo con el otro. El tallador de bigote entrecano terminó de guardar las cartas en el carro y echó una mirada seria a su alrededor. El murmullo de la conversación terminó.
– Vamos a rematar la banca, señores -dijo.
Alguien arrojó una ficha de mil pesos.
– ¿Nadie da más? -preguntó el tallador, agarrando la ficha con dos dedos y golpeteándola contra el tapete verde. Era una ficha roja y larga, rectangular.
– Yo -dijo el hombrecito-. Dos mil, para empezar. Y si alguno levanta la oferta, voy mil más que él.
– Tengo dos mil pesos en la banca-dijo el tallador-. ¿Nadie va más?
Nadie respondió. El tallador devolvió la ficha de mil al que la había tirado, y recibió, todo al mismo tiempo, las dos fichas rojas que el hombrecito sacó del bolsillo y arrojó al tapete verde.
– Gracias, doctor -dijo el tallador con voz respetuosa, y acomodó las fichas en la mesa. Después se dirigió a la concurrencia en general gritando:- ¡Tengo dos mil pesos en la banca!
En seguida comenzaron a llover fichas de todos colores, para cubrir la cantidad de dos mil pesos. Con el excedente, el tallador rubio hizo una pila y llamó a favor de punto. Barrios contemplaba la mesa sin hacer un gesto; un extraño furor se había apoderado de él, un furor que no se notaba desde afuera, porque lo guardaba cuidadosamente dentro de sí mismo, dirigido en secreto contra todos los presentes y en especial contra el hombrecito del taxi. Fue el furor lo que lo indujo a mirar fijamente la cabecita del hombrecito, mientras el tallador comenzaba a tirar las cartas. Tiró una para el punto y una para la banca, y después otra para el punto y otra más para la banca. Un hombre calvo que fumaba un cigarro, de cara rojiza y fría mirada, volvió con una mano regordeta llena de anillos las cartas del punto, arrojándolas sobre el tapete. Permaneció en silencio al hacerlo. Eran el seis de diamante y el siete de pique. "Tres", dijo alguien, con voz apenas audible. El tallador de bigote veteado de gris informó en voz alta: "El punto tiene tres". El doctor mantenía todavía sus cartas ocultas. Sonreía. Barrios lo miró con odio. "Y la banca… ¡nueve!" gritó el doctor, haciendo una pausa deliberada al dar vuelta sus cartas: un rey de corazón, vistoso y brillante, rojo, amarillo, blanco y negro, y un nueve de diamante, cargado de rombos rojos, resplandecieron en el tapete. Barrios se estremeció. El murmullo general no lograba ahogar los comentarios festivos que el doctor hacía sobre su propio triunfo. Barrios le miró la cabeza, el perfil arratonado. "Tiene que perder", pensó, "tiene que perder", deseándolo con todo el corazón. Y sacando los billetes del bolsillo sacudió la mano en el aire gritando "¡A punto juego! ¡A punto juego!", mientras su rostro oscurecido por la barba, adoptaba una expresión terrible, y sus ojos emitían unos duros destellos grises.
LAS DIEZ DE ULTIMAS
"Sabías muy bien lo que iba a pasar, no digas ahora que no sabías. Sabías. Sabías. Venís sabiéndolo desde que naciste. ¿Y ahora? ¡Pobre Concepción! Para qué habrás nacido. Hubiese valido más no haber nacido. Miserable. ¿Te viste la cara en el espejo? ¿Te viste bien? Es asquerosa, repugnante. Y todos esos, atrás tuyo… no son mejores. Ahora ella estará acostada, dormida, entre las sábanas, como cuando llegabas borracho todas las noches. Te gustaba la idea de separarte, canalla. Ibas a andar con putas, de farra en farra. Ya no aguantabas vivir cuando no eras nadie, cuando tenías que empezar a pelear. ¿Qué vas a hacer con los mil que te quedan? Se los vas a ir a llevar a Concepción, seguro. No, ¡qué se los vas a llevar! Vas a jugártelos, creyendo que con eso vas a recuperar la máquina. Hay que tener guita, mucha guita para recuperar. Los bacanes son los que recuperan, imbécil, esos que están ahí atrás. Pero vos ya estás listo, liquidado". Barrios contemplaba el patio a través de la ventana abierta; ahora era una masa de oscuridad cerrada, iluminada de vez en cuando por un súbito relámpago de luz azul. Se oía tronar desde la lejanía, con intermitencias. Barrios tenía los ojos enrojecidos, y casi no parpadeaba; miraba fijamente la densa oscuridad. Ni siquiera oía el murmullo de las voces detrás suyo. Tenía una mano regordeta apoyada en el marco de la ventana mientras con la otra apretaba el billete de mil pesos dentro del bolsillo del pantalón. "Por qué no nos borrarán de la faz de la tierra", pensó, amargamente, pero en seguida sacudió la cabeza como saliendo de un ensueño; no tenía que dejarse abatir, sino la angustia iba a volverse intolerable. Era verdad que había perdido nueve mil de los diez mil que le habían dado por la máquina de Concepción, pero todavía tenía mil pesos más en el bolsillo. Un trueno cercano lo sobresaltó, pareció resonar sobre el techo mismo de la casa; todo el patio se hizo visible otra vez a la luz gris, casi blanca, de un relámpago y en seguida otro trueno resonó sobre la casa. No estaba derrotado por completo todavía. Era un exceso de responsabilidad hacerse todos esos problemas, pero esos mil pesos que le quedaban en el bolsillo y que apretujaba sin cesar con la mano húmeda, atestiguaban que todavía podía empezar a recuperar lo que acababa de perder y pasar después a la cabeza. Podía tranquilamente pasar a la cabeza y entonces elevar el monto de sus apuestas y hacer una enorme diferencia. Era estúpido lamentarse de antemano, pero él era así, pesimista, qué le iba a hacer; su exceso de lucidez lo había vuelto pesimista, y ahora veía una catástrofe en un hecho que no implicaba más que una pequeña batalla perdida.
Se volvió hacia la mesa, en el momento en que el tallador de bigote entrecano gritaba: "Ganó el punto, señores", y una exclamación de la concurrencia produjo un estruendo apagado en el interior del salón. El estruendo declinó convirtiéndose en un murmullo múltiple y desparejo. Barrios se detuvo junto al tallador de bigote veteado de gris. Al otro lado de la mesa, el doctor acomodaba un montón de fichas de todos colores. Hacía pilas con ellas de acuerdo a su valor. Después se cansó diciendo "¡Total!" en voz alta, y las mezcló nuevamente convirtiendo las pilas a medio ordenar en un montón considerable. Debía estar ganando por lo menos cincuenta mil pesos. "Canalla", pensó Barrios, mirándolo. El doctor alzó la cabeza y lo vio.
– Véngase para este lado, gordito. Así me da suerte -dijo.
– La próxima mano, doctor -dijo Barrios, con una sonrisa forzada. "Te voy a dar gordito", pensó.
– Esta noche el doctor paga un whisky para todos -dijo el tallador rubio, mientras acomodaba pilas de fichas sobre el tapete verde. Desde todos los puntos de la mesa llovían fichas para cubrir la banca."Y usted, doctor ¿no juega esta mano?", preguntó el tallador rubio. El hombrecito se echó a reír y respondió con su voz chillona: "Si el gordito no viene a mi lado, no juego". Todos rieron. "Si es así, doctor", dijo Barrios, "me paso de su lado". Riendo quedamente, Barrios dio la vuelta alrededor de la mesa y se ubicó detrás del doctor. "Pajarraco histérico", pensó.
– Así está bien -dijo el doctor. Retiró tres largas fichas rojas y se las entregó al tallador rubio-. Póngame estos tres mil a punto, Lastra -dijo.