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En ese afán por indagar lo que nos entregan nuestros sentidos, el narrador saeriano encuentra algunas zonas que presentan mayor dificultad para su acceso. Esta es la razón por la que, cuando se trata de la aprehensión a través de la mirada, hallaremos una oscilación que va desde los espacios de luz más intensa hasta los de sombra más profunda. En muchos de sus textos, el narrador se demora en la observación de territorios iluminados y otros en penumbra, como un modo de señalarnos la confusión del entorno y nuestras limitaciones para conocer en su totalidad la realidad que captamos sensitivamente.

Responso: La complejidad del mundo real

Responso es un texto cuya construcción descansa sobre los elementos señalados. En lo que respecta a su clasificación, convendría señalar que es una novela breve o nouvelle, porque desarrolla un fragmento de la vida del personaje central, acompañado de otros dos, su esposa y un amigo, ambos de carácter secundario, cuyas acciones operan como complemento del protagonista.

La historia de Barrios, un ex periodista derrotado por la historia social y política de nuestro país pero también en su vida personal, y de su ex mujer Concepción, no muestra un conflicto denso ni sorpresivo para el lector. Con una prosa cuidada y plena de imágenes sutiles, el narrador de Saer va formando esta trama sencilla y rica en modulaciones, cuyo punto más alto sea quizás el de un lenguaje que trabaja en el tejido espeso de las percepciones.

La caída del gobierno de Perón en 1955 y la llegada del gobierno militar vinieron acompañados de un clima de autoritarismo y opresión que condujeron a la sociedad argentina a un estado de desilusión, impotencia y fracaso. A Alfredo Barrios le pasa lo mismo que al país: ha equivocado su camino, no puede rehacerse y choca en cada acto de su vida con la insatisfacción que provoca resignar los sueños y la esperanza. Junto a él está Concepción, que fue su esposa hasta seis años antes del comienzo del relato. El orden, la pulcritud y la certeza de una vida ordenada son para ella -inspectora de escuelas públicas- el mejor antídoto contra la dispersión y las pérdidas, el único capital que su ex marido le propone y con el que sigilosamente la amenaza.

Es muy probable que luego de finalizar la lectura de Responso reconozcamos que, desde el punto de vista de la acción, muy poco ha pasado en esta novela. Los acontecimientos, el progreso de la trama, el suspenso, no son su eje fundamental. A cambio de esa ausencia, nos habremos encontrado con una prosa reflexiva que roza el territorio de la poesía y que convierte al mundo real en el centro de su exploración y búsqueda de sentido. Lo demás lo constituyen los diversos tonos con que se pinta un fragmento de la vida de Alfredo Barrios. Y tan sólo seis horas bastarán para que podamos introducirnos en la dura lucha de este ser humano, la que entabla entre su naturaleza (lo que es) y lo que desearía ser, para convertirse en una persona querida y socialmente aceptada.

A Roberto Maurer

BARRIOS LE PIDE A SU MUJER

LA MÁQUINA DE ESCRIBIR

– Dos -dijo, complacido, en el momento en que Concepción, con la cucharita cargada de azúcar elevada e inclinada sobre su taza de té, lo miraba con una sonrisa inquisitiva.

Concepción dejó caer el azúcar en la taza de su marido, volvió a llenar la cucharita y después de echarla en la taza comenzó a revolver el contenido con una delicada pericia. Estaba de pie, inclinada sobre la mesita del jardín, preparando el té de su marido y el suyo. A pesar de su aire maduro, Concepción se conservaba todavía hermosa: era delgada, alta, y su piel tenía un ligero matiz oliváceo que le daba un aspecto sumamente interesante. Barrios la miraba emitiendo una sonrisa pensativa; miraba su blusita blanca, casi de niña, aplastando todavía más sus senos de adolescente, la cadenita de oro que colgaba bailoteando sobre el escote mientras ella se movía, de un lado al otro, inclinada sobre la mesa para servir el té; miraba su pollera floreada y acampanada como la de una niña y sus suaves y flexibles zapatillas rojas parecidas a las de baile. Todo lo demás, Barrios lo conocía. Suspiró, con tristeza, de un modo imperceptible, sin que Concepción lo notara. Ella echaba azúcar en su propia taza en ese momento, y se sentaba en el blanco sillón de hierro forjado, enfrente suyo.

– Estás hermosa, como siempre -dijo Barrios, sonriéndole.

Concepción sonrió para sí misma, con los ojos bajos, mientras revolvía el té de su propia taza. Se cruzó de piernas con sumo cuidado, dejando entrever sin embargo parte de sus delicados muslos largos.

– Los cuarenta están muy cerca, ya -dijo sin dejar de sonreír-. Nunca puede ser como antes.

– ¡No! -exclamó Barrios con vehemencia. Su gorda cara se echó hacia adelante, mirando a Concepción con los ojos muy abiertos-. Como siempre, y más todavía -dijo.

Concepción sacudió la cabeza.

– Tu té se enfría -dijo.

Los ojitos de Barrios miraron hacia la mesa, con sumo placer. El té, para decir la pura verdad, nunca le había gustado, pero recibirlo de manos de Concepción, en ese atardecer de diciembre, ¡ah, eso lo convertía en un deleite extraordinario! El murmullo del agua emergiendo de la manguera que serpeaba semioculta por el césped, el verdor apacible de los canteros que se extendían a lo largo de la galería, atravesados por unos caminitos rojos de polvo de ladrillo, y ese sol de la tarde dorando, en el fondo, un grupo de amplios árboles, producían en Barrios un estremecimiento de paz. El orden, la paz, y la limpieza y la bondad; todo eso constituía el universo de Concepción. Barrios se sentía a sí mismo en ese momento, de un modo secreto, como una gran mancha disonante en medio de todo eso. El reloj de la iglesia de Guadalupe dio las siete. Las campanadas, resonantes y regulares, medidas y equilibradas, permanecieron vibrando gravemente en el oído de Barrios hasta unos minutos después de haber dejado de sonar. Las escuchaba viendo al mismo tiempo como Concepción, con una leve sonrisa destellando en sus ojos dorados, retiraba la taza de sus labios y la depositaba otra vez sobre el plato produciendo un leve tintineo. Era un hermoso espectáculo; nunca olvidaría ese momento, se dijo Barrios, con un ligero desasosiego.

– Has tenido una buena idea al decidirte a construir lejos de la playa -dijo.

Concepción meditó un momento y respondió seriamente. Sabía hacer eso con frecuencia: elevaba el labio superior y arrugaba la frente con aire pensativo antes de hablar.

– Un poco por obligación -dijo-. Cerca de la playa los terrenos son demasiado caros. Y un poco para tranquilidad mía y de mamá también. Dentro de unos días empieza la temporada oficial y esto se convierte en una romería.

Hacía apenas dos meses que Concepción había ocupado la casa; durante el año anterior había ido retocándola poco a poco, así que cuando entró a vivir definitivamente en ella no faltaba casi nada: casi nada, pensó Barrios, viendo en medio del cantero de césped sobre el que el agua de la manguera corría produciendo un murmullo débil, un rosal cuidadosamente estacado sobre el que resplandecía una gran rosa amarilla. La casa le había sido entregada a Concepción el año anterior, pero debido a las amortizaciones del crédito mutual mediante el cual la había construido, se había quedado sin el dinero suficiente como para amueblarla y adornarla. Había preferido vivir un año más en el departamentito al fondo de un largo pasillo, que ocupaba en el centro de la ciudad, hasta tener la casa en condiciones. En ese departamento habían vivido juntos Concepción y Barrios, hasta que se separaron, en el año cincuenta y seis. Durante ocho años, desde que volvieron del viaje de bodas, habían vivido en ese departamentito oscuro y sin patio, algo viejo, abarrotado de muebles extraños, papeles y las colecciones de diarios viejos que Barrios conservaba con casi ninguna utilidad y excesivo e inexplicable orgullo. Al separarse, Concepción había permanecido en la casa y Barrios había comenzado a deambular de pensión en pensión, como continuaba haciéndolo todavía.