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"Payaso", pensó Barrios.

A punto o a banca, el doctor ganó todos los pases siguientes. Su montón de fichas crecía cada vez que hacía una apuesta. También su buen humor iba en aumento a medida que ganaba; parecía hacerse más efectivo, más preciso, como si su aptitud histriónica se perfeccionara a cada recolección de fichas. Parecía existir una relación estrecha entre su talento y su dinero. Y cada una de sus observaciones, sus chistes o sus exclamaciones era recibida por los presentes con un coro de súbitas carcajadas. A veces sus palabras motivaban alguna respuesta por parte de los otros jugadores, y entonces el doctor la festejaba golpeando la palma de la mano contra el borde de la mesa y acompañando su gesto con una risa chillona.

Barrios jugó contra él los mil pesos y los perdió. No dijo nada; respiró hondamente y apretó el puño dentro del bolsillo del pantalón, mirando fijamente la nuca del doctor. Sentía la sucia camisa adherida a la piel de la espalda, y la frente fría. No habría podido pronunciar inteligiblemente una sola palabra; sentía la lengua pesada y la mente confusa, atravesada de vez en cuando por unos destellos de desesperación y de miedo, como el denso espacio negro del patio era iluminado por esos súbitos relámpagos fugaces. Nadie entre los presentes pareció advertir que había perdido hasta el último centavo y que nunca podría recuperar la máquina de escribir que Concepción había pedido prestada al ministerio. Nunca podría devolvérsela. Sintió un temblor en el estómago. Nunca iba a poder ni siquiera mirarla a la cara. Como aquella mañana en que se había escondido en la zapatería hasta que Concepción dobló la esquina, estaba condenado, por el resto de su vida, a ponerse a temblar y a ocultarse cada vez que corriese peligro de enfrentarse con ella. Debería borrarse de la faz de la tierra. Eso era lo que debería hacer. Ya no tenía porqué soportar ese cuerpo pesado y sucio que le había sido asignado como una condena, y que volvía a la vida intolerable y trágica. Si se le ocurría agarrar el cuello frágil del doctor, y empezar a retorcerlo como al de una gallina, por ejemplo, estaría haciéndole un favor, no un perjuicio. Se lo merecía, pero, por otra parte, ¿por qué estaba ahí? ¿Por qué estaban todos esos ahí? Súbitamente, sin proponérselo, tuvo conciencia de que todos los que rodeaban aquella mesa de juego, habían sido, igual que él, condenados a vivir, y que nadie se hallaba plenamente a gusto en la existencia. Pero era demasiado tonto o simple pensar que por el hecho de tener cierta inclinación al juego, o a la bebida, o a lo que fuese, ya se estaba demostrando una interioridad trágica y desdichada. Podía decirse directamente que cualquier hombre era la prueba de una interioridad trágica y desdichada, por el solo hecho de ser hombre. Aunque no alcanzara a formularlo claramente, los sentimientos indicaban a Barrios que quizás el hombre y su rasgo distintivo, la conciencia, eran una florescencia superflua de la vida, y que lo más prudente, ya que no podía exterminar a todos los hombres de la faz do la tierra era sentir compasión por toda la humanidad. Eso era lo que pensaba, viendo a los hombres rodear la mesa de juego, y prorrumpir en exclamaciones y murmullos cada vez que el tallador de cara redonda y rosada, y bigote veteado de gris, recogía las cartas dadas vuelta y gritaba los puntajes. El doctor acumulaba increíblemente más fichas todavía. Parecía no haber perdido una sola mano. ¿Y qué? Eso no era una prueba de nada. Sin embargo, Barrios debió confesarse que había algo atrayente, algo neto y preciso, en la circunstancia que el doctor atravesaba en ese momento; parecía rodeado por un halo mágico. Sus rasgos se habían afinado notablemente y parecía menos decrépito; el pelo gris se le había desordenado un poco cayendo sobre la sien izquierda, y sus ojos emitían un brillo vivo. Sus manos producían gestos precisos. Parecía verdaderamente un muchacho con esa chomba blanca debajo del saco azul. Un adolescente algo ridículo, sí, lógicamente, pero la sensación equívoca que le produjo verlo por primera vez, al entrar en el coche en Guadalupe (sensación que quizás producía en todos los que lo veían por primera vez) había desaparecido. En ese momento, el hombrecito comunicaba cierta vivacidad, una vivacidad irresistible que alcanzaba no sólo a sus gestos, sino también a sus aptitudes más profundas, como su humor y su inteligencia comunicándole rapidez y claridad. El montón de fichas incluso, parecía más cuantioso de lo que en realidad era. Y el sonido de las fichas de colores, al entrechocarse unas con otras, o al ser arrojadas con pericia por la mano del jugador de bigote entrecano, o la del tallador rubio llamado Lastra, tenía cierta armonía secreta, imposible de precisar. Seguramente el doctor recordaría siempre esa noche; haría una abstracción inconsciente de los detalles y a su memoria retornaría siempre esa noche mágica, completa y perfecta, como un medallón prolijamente trabajado. El rostro de Barrios estaba tenso; de pie detrás de la silla del doctor, parecía su guardaespaldas o más bien su contraparte oscura, su reverso. Parecía como si el doctor hubiese constituido el límite de lo neto y organizado, de lo ordenado y lo simétrico, y él, Barrios, todo el excedente amorfo, oscuro e irracional que suele rodear a veces a una islita de claridad y de orden. La esfera de la magia y su contraparte ingobernable, parecían. Barrios se retiró un paso, quedando a un costado del doctor, y no exactamente atrás de él, como había estado hasta entonces, viendo ahora su perfil, su nariz recta y pequeña, sus labios finos, su casi ausente mentón. Tenía unas vetas grises, ínfimas, en la piel rojiza del rostro. Barrios pensó que era fácil adivinar su miseria debajo de esa atmósfera espléndida que lo circundaba, pero también hubiese sido fácil adivinar la miseria de la vida de Concepción, por ejemplo, destruyendo la imagen radiante de la tarde que había pasado en su compañía. (Recordó nuevamente la limpia galería, el césped húmedo, la declinación de la tarde y contra el tenso azul del cielo prenocturno, la masa prieta y fría de los árboles obsidiana.) Él, Barrios, había vivido ese momento. ¿No era nada eso, no implicaba una refutación de hecho a su piedad un poco desesperada hacia toda la raza humana? (¡Concepción!) Las rodillas de Barrios temblaron, flojas, y estuvieron a punto de entrechocarse, sosteniendo a duras penas el viejo cuerpo gastado. Su rostro empalideció y sus labios temblaron imperceptiblemente. (¿Ella iría a buscarlo a la pensión? ¿Y qué le iba a decir sobre la máquina? ¿0 lo encontraría en la calle, sin darle tiempo de esconderse, y se la pediría?) Quizá correspondía que él fuese a la casa de ella a contarle todo. La sola idea de una perspectiva semejante estuvo a punto de producirle convulsiones y vómitos. No. No podía ser. Tenía que recuperar la máquina de cualquier manera, su vida de cualquier manera, su vida gastada, dilapidada, incierta, imprevisible, que había vivido impulsado por una fuerza ciega e irracional, una rueda loca girando en el vacío sin destino ni finalidad.

– No se aleje mucho, gordito -dijo el doctor, tocándole el brazo distraídamente, sin dejar de mirar con expectación al centro de la mesa.

– Pierda cuidado -dijo Barrios sonriendo levemente-. De aquí no me muevo.

Barrios se paró al lado del doctor, junto a su silla, hasta tocar el borde de la mesa con el muslo. Para sostenerse mejor apoyó la mano en el borde y se inclinó hacia la mesa contemplando el tapete verde. Dos naipes cayeron, dados vuelta, sobre el tapete; los había arrojado el doctor. "Ocho", dijo el doctor, y permaneció con el brazo extendido sobre la mesa, simulando jadear como si el esfuerzo de arrojar los dos cuatro de trébol sobre el tapete verde hubiese sido superior a sus fuerzas. "Por seis", dijo el tallador de bigote entrecano, que se había desabrochado los botones de la camisa marrón que llevaba puesta. Al decirlo recogió las dos cartas que alguien había arrojado desde el otro extremo de la mesa. "Y ganó el punto, señores", agregó, alzando la voz por encima del murmullo general. Los dos talladores comenzaron a arrojar montoncitos de fichas al doctor, que iba recogiéndolas y agregándolas al montón que conservaba junto al borde de la mesa, entre sus manos. La mano de Barrios estaba también junto al montón. Barrios lo advirtió, y como si hubiese adivinado su pensamiento, el doctor, con un gesto mecánico, cubrió el montón con una mano y lo trajo hacia sí; dos largas fichas rojas de mil quedaron separadas del montón, junto a la mano de Barrios.