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El resplandor de los relámpagos mostraba el agua cayendo en prietas masas grises, produciendo un murmullo que parecía extenderse por toda la tierra; a cada relámpago, la pradera negra se teñía de una luz amarilla, mostrando el ardiente contorno de los pastos y de los árboles como incendiado por ese fuego fugaz. El contraste producía una impresión de temblor subterráneo, como si más que un temporal de agua y electricidad se estuviera produciendo un cataclismo profundo, en el corazón de la tierra. Había algo de premonición y castigo, pensó Barrios. Quizá la tierra estaba partiéndose, devorando las ciudades, y él se afanaba ahora por el simple problema de la máquina de escribir y de Concepción. Tal vez Concepción ya no existía, y en lugar de la ciudad sólo había una grieta insondable, el abismo, que la había arrebatado. Resbaló y cayó al suelo, de boca sobre un charco de agua. Se arrastró un trecho, tratando de levantarse, mientras el destello de un relámpago, le revelaba el contorno nítido de un gran árbol. "Un ombú", pensó. "Pero los rayos…" ¡Ah, qué historias, la de los rayos, como la de la ciudad devorada por la grieta, y el cataclismo universal! Fugazmente, pensó que más que pensamientos parecían deseos oscuros, disfrazados de pensamientos, que la tierra era sólida y segura, inexpugnable en el espacio. Simulacros de pensamientos, pensó y se levantó, dificultosamente, yendo a refugiarse bajo el árbol hasta que dejara de llover.

EL CAMIONCITO

Mucho antes de lo que hubiera podido esperarse, paró el agua y salió la luna. Pero Barrios había reiniciado el camino antes de que la calma completa, esas nubes desgarradas y grises con los contornos iluminados, arrastradas y despedazadas por el alto viento del sur, prevaleciera sobre el violento temporal. Caminó diez minutos bajo una cortina de agua fina, antes de ver por un resquicio abierto entre las nubes pizarra la cálida luna amarilla de diciembre. Después el agua cesó, y el fuego del cielo retrocedió hasta el horizonte, produciendo con intermitencias unos débiles resplandores rojizos, como un rescoldo inveterado. Barrios avanzaba otra vez por el firme suelo de tierra arenosa afirmado por el agua. Tenía los pantalones y las solapas del saco totalmente embarrados y estaba todo mojado. Pero alrededor de la luna, a medida que el viento del sur alto y fresco despedazaba las nubes, iban apareciendo las duras estrellas inmortales, verdes, rojizas y amarillas. El aire, lavado por la lluvia, podía respirarse ahora más fácilmente que en las horas pasadas.

Habían doblado solamente una vez al venir en el taxi con Hermosura y el doctor, y no habría podido equivocarse de ningún modo, porque era la calle misma la que doblaba formando un codo pronunciado hacia el camino de asfalto. Apenas dobló comenzó a distinguir unos ranchos dispersos, algunos de los cuales se hallaban iluminados por tenues faroles de querosene, y el camino mismo, puesto en evidencia por los faros de los automóviles que se desplazaban velozmente en dirección a la ciudad. Los últimos doscientos metros los recorrió casi a la carrera, tropezando a veces con una mata de pasto crecida en medio del sendero arenoso, o saltando torpemente sobre los charcos que reflejaban la luna amarilla. Cuando pisó el asfalto el camino estaba desierto, de modo que avanzó en dirección a la ciudad.

Ni el primer automóvil que pasó velozmente a su lado, ni el segundo, ni un pesado camión con acoplado que hacía vibrar la tierra al desplazarse y que lo encandiló con sus faros de luz poderosa, se detuvieron cuando les hizo señas, agitando los brazos y moviendo el cuerpo exageradamente para ser visto. Recién se detuvo el cuarto vehículo, un camioncito viejo y destartalado, que avanzaba lentamente, rateando, cargado de zapallos. Se detuvo, no después, sino antes del sitio donde Barrios se hallaba parado haciéndole señas y saltando cómicamente. Barrios se acercó a la ventanilla. En la cabina, aparte del conductor, iba un muchacho, en el medio, y un hombre con sombrero de paja junto a la ventanilla opuesta. Barrios le pidió que lo llevara a la ciudad.

– Adelante no tengo lugar -dijo el hombre-. Atrás, si quiere.

– Sí -dijo Barrios-. Es lo mismo.

– Suba, entonces -dijo el hombre.

Barrios subió trabajosamente, apoyándose en la rueda. El camión crujió ruidosamente durante el momento en que Barrios estuvo colgado de los travesaños de la caja, con un pie apoyado sobre la rueda, antes de tomar envión y caer sobre las calabazas y los zapallos, mojados y relucientes.

– ¿Listo? -preguntó el conductor.

– Listo -respondió Barrios, sacudiendo las manos. El camión arrancó con gran esfuerzo, rateando, y avanzó hacia la ciudad. La brisa, intensificada por el desplazamiento del vehículo, acariciaba el rostro de Barrios sentado sobre las calabazas, bajo los nubarrones y la luna amarilla rodeada de estrellas. La porción de cielo visible era tensa y azul, casi fría. Desde la cima del montón de zapallos y calabazas, Barrios dominaba el campo oscuro, mojado y lavado por el agua del cielo. Jadeando todavía por el esfuerzo de la caminata, volvió la cabeza, ya que se hallaba sentado en sentido opuesto a la dirección que llevaba el camioncito: al frente las luces de la avenida costanera formaban una pareja línea de puntos luminosos y más atrás, a mayor altura, los semáforos del ferrocarril, unas luces rojas y verdes, se encendían y apagaban, horadando la penumbra. Se volvió y continuó contemplando el camino que dejaban atrás; mojada por la lluvia, la cinta de asfalto emitía unos reflejos apagados bajo la luna. Un perfume frío impregnaba la atmósfera. El olor áspero producido por el fuego del cielo se había extinguido, borrado por la lluvia. En la lejanía alcanzó a percibir el resplandor de los faros de un vehículo. Lo vio aproximarse gradualmente, hasta que el destello amorfo se dividió en dos focos circulares, costosa y lentamente como un organismo vivo, atravesando la penumbra húmeda con dos rayos de claridad blanca que proyectaron a un costado del camino la sombra del camioncito, y la propia sombra de Barrios, sentado con las piernas abiertas sobre el montón de duras calabazas; el coche se aproximó, se puso detrás del camioncito, cuya sombra iba moviéndose lentamente a cada cambio de posición del automóvil y por fin, con una maniobra limpia y silenciosa, acompañada de dos o tres rápidos cambios de luces, pasó a su lado, produciendo un tumulto confuso de luces y sombras, y se perdió en el camino hacia la ciudad. Barrios se volvió para mirarlo, hasta que los dos puntos rojos de las luces traseras fueron devorados por la noche.