Barrios se palpó la ropa, mojada y endurecida por una costra de barro. El día siguiente iba a tener que pasárselo encerrado en su casa, hasta que el traje estuviera limpio y seco. Su expresión se hizo amarga. ¡Y pensar que Concepción le había limpiado las manchas de la solapa! Nunca más vería el rostro de Concepción, estaba seguro. Cada vez que estuviera a punto de encontrarse con ella en la calle, iba a tener que cruzarse de vereda. El camioncito recorrió trabajosamente, sin dejar de ratear, durante cinco o seis kilómetros, la cinta de asfalto, hasta que penetró en el puente colgante; el río estaba turbulento y oscuro. En la ciudad, las fachadas de los edificios y las calles aparecían manchadas por el agua. Estaba silenciosa y quieta, apenas iluminada. Después de avanzar dos cuadras desde el puente colgante, el camioncito se detuvo. El conductor bajó y miró a Barrios.
– ¿Para dónde va usted? -dijo.
– Al "Tropezón". ¿No lo conoce? -dijo Barrios.
– Sí -dijo el hombre-. Paso por ahí. Nosotros vamos al mercado de abasto.
– Perfecto -dijo Barrios.
Así que bajó en la puerta misma del restaurante. Otra vez el camioncito crujió peligrosamente en el momento en que Barrios permaneció suspendido entre la rueda y el travesaño de la caja, y se estabilizó, con un crujido final, cuando Barrios se largó torpemente al suelo. Se aproximó a la cabina.
– ¿Cuánto le debo, amigo? -dijo.
– Nada -dijo el hombre.
– Bueno. Muchas gracias. Quedo a sus órdenes. Y buena suerte -dijo Barrios.
– Gracias -dijo el hombre. Tenía la cara quemada por el sol, y al hablar se le aflojaba la dentadura postiza. Arrancó cuidadosamente, y el camioncito se alejó rateando por la calle oscura. Barrios se volvió sacudiéndose las manos y tratando vanamente de limpiarse la ropa, y penetró en el.
RESTAURANTE "EL TROPEZÓN"
Hermosura soltó la cucharita, que cayó tintineando sobre el plato que sostenía la alta copa de frutillas con crema, y se puso de pie con la boca abierta.
– ¿Qué te pasó? -preguntó.
– Me caí -dijo Barrios, llegando junto a él.
Excepción hecha de un borracho que miraba su copa de vino tinto y se acomodaba sin cesar el sombrero sobre la cabeza, Hermosura era el único cliente que había en el pequeño restaurante. Detrás del mostrador estaba el Colorao, dueño, mozo, cocinero y lavacopas al mismo tiempo. Leía el diario. Al oír a Hermosura miró a Barrios y silbó con asombro.
– ¿Qué te pasó? -gritó desde detrás del mostrador.
Dejó el diario y se aproximó a la mesa. El borracho seguía acomodándose el sombrero; lo tomaba del vértice de la copa con dos dedos, se lo sacaba y volvía a calárselo cuidadosamente, arqueando el ala, sin dejar de mirar con seriedad, casi con solemnidad, su copa de vino. El Colorao miró a Barrios de arriba a abajo, con expresión asustada.
– Me vine caminando desde una timba y me agarró el agua -dijo Barrios-. Pegué una patinada y me vine al suelo.
– ¿Y en la cara? -dijo el Colorao.
– Pegué contra un ladrillo al caer -dijo Barrios-. Vino a estar justo donde dio mi cara. Dame una ginebra, Colorao.
El Colorao vaciló. Siempre vacilaba, pero al fin terminaba cediendo. Casi todas las peleas que tenía con su mujer se debían justamente a su falta de carácter. En el pequeño local sucio y malamente iluminado, impregnado de olor a frituras, humo de cocina y vino barato, el Colorao había puesto cinco años atrás todas sus esperanzas de progreso. Pero su clientela no era de las que permiten progresar a los dueños de restaurantes; abierto toda la noche, "El Tropezón" se llenaba de calaveras que ya habían gastado hasta el último centavo antes de llegar allí, o de clientes fijos que comían y tomaban al fiado. El Colorao apenas si podía pegar un ojo cada vez que se acostaba, ocupado en tomar determinaciones para eliminar el crédito de su sistema de ventas, pero cuando a la noche siguiente alguien le pedía fiado el Colorao vacilaba, aunque de antemano estaba seguro de que terminaría cediendo. Era de baja estatura, y andaba alrededor de los treinta y cinco años, pero su pelo rojo y su cara lechosa y llena de pecas lo hacían parecer más joven. Maldiciéndose a sí mismo, fue hacia el mostrador y trajo la botella de ginebra.
– ¿Cómo te fue? -dijo Hermosura, llevándose una cucharada de frutillas con crema a la boca. Había revuelto la frutilla con la crema, y el postre se había convertido en una sustancia viscosa de un color rosado.
– Mal -dijo Barrios.
– ¿Y la máquina?
– La perdí -dijo Barrios-. Dame una cucharada.
Hermosura llenó la cuchara y se la dio a Barrios. Este paladeó el sabor agrio y dulzón de la mezcla y se sirvió otra cucharada antes de haber tragado la primera. Se la llevó a la boca y le devolvió la cuchara a Hermosura.
– Señores. Perdonen, señores -dijo el borracho desde la otra mesa, mirándolos con gravedad. El Colorao se sentó a la mesa, sirviéndose también él un dedito de ginebra.
– Estos clientes me van a echar a perder -dijo seriamente, y se mandó el dedito de ginebra. Se sirvió otro enseguida.
– Perdonen, señores -dijo el borracho. Meditó un momento, trabajosamente, con las cejas reunidas en el arranque de la nariz, y sacudiendo la cabeza, como diciéndose algo a sí mismo, murmuró-: Perdonen. -Volvió a su tarea de acomodarse el sombrero y mirar fijamente el vaso de vino.
Barrios ni siquiera lo miró, ya que aguardaba que el Colorao desocupara la botella de ginebra para servirse él. Cuando tuvo en su poder la botella, llenó su vasito hasta el borde, se lo tomó de un largo trago, sin soltar la botella, y volvió a servirse un vaso lleno. El Colorao lo miraba expectante y desconfiado, como si Barrios hubiese sido capaz de ocasionarle un perjuicio mucho mayor que el de tomarse gratis toda la botella.
– Vino ocho veces seguidas la banca -dijo Barrios, dejando la botella-. El que ganó fue el tipo ese que llevaste en el auto.
– ¿El doctor?
– Sí. Cuando yo me vine iba ganando como cien mil pesos.
El Colorao volvió a silbar. Con esos cien mil pesos él habría podido instalar un restaurante de categoría, y desembarazarse de la clientela actual.
– No erró un solo tiro -dijo Barrios-. Ni uno solo. Yo no pegué ninguno.
– Mala suerte -dijo Hermosura.
Las paredes del restaurante, un recinto cuadrado, estaban llenas de cuadros con fotografías de jockeys y caballos de carrera. Las mesas estaban cubiertas con unos sucios manteles de hule verde, estampado con unas flores blancas.