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– Te debía esta visita en tu nueva casa -dijo Barrios, sorbiendo un traguito de té. Sus dedos regordetes estaban imposibilitados de enganchar en el asa, así que se resignó a sostener la taza con la palma de la mano, ciñéndola con los dedos, como si se tratara de una copa de cognac. En otra circunstancia la taza le hubiera quemado la mano, pero en ese momento Barrios se hallaba demasiado extasiado con lo que lo rodeaba como para advertirlo. Los canteros verdes, los senderitos rojos de polvo de ladrillo, la gran rosa amarilla, el sol dorando en el fondo las copas de los árboles agrupados y la presencia de Concepción, a la que había visto por última vez hacía ya casi un año, en la calle, de pasada, todos esos detalles mágicos colmaban y casi rebasaban los sentidos de Barrios, impidiéndole percibir cualquier otra cosa. Estaba como elevado en una atmósfera extraordinariamente viva, intensa y real y por un momento olvidó su barba de tres días, su olor a bebida, los ciento veinticinco kilos de su cuerpo enfundado, en pleno diciembre, en un traje negro cuyo pantalón, desde hacía por lo menos cuatro días, no se sacaba ni siquiera para dormir. Sobresaltado, Barrios se miró la mano, el dorso de la mano, las uñas; las uñas estaban adornadas en el borde por una pareja franja negra. Rápidamente dejó la taza sobre la mesa y cerró las manos, ocultándolas entre sus gruesos muslos. Eso era lo único real; sus uñas sucias y su olor a bebida, pensó; pero al comprobar que Concepción había recibido con una sonrisa agradable sus palabras, con una sonrisa casi misteriosa, Barrios volvió a olvidarse de sí mismo para penetrar enteramente en ese mundo elevado, hermoso y mágico.

– Sin embargo, la última vez que nos vimos te escondiste en una zapatería para no saludarme -dijo Concepción.

Barrios se sintió enrojecer; así que ella lo había visto.

– ¿Qué? -dijo, echándose hacia adelante con una sonrisa incrédula.

– Así como suena -dijo orondamente Concepción, sonriendo también-. Con todos los kilos que has engordado en los últimos años, como para no reconocerte. Y encima, ese traje negro. ¿No tenés otro?

Barrios mantuvo su sonrisa, con la mirada fija en el rostro de Concepción; si ella lo había visto, quizás había adivinado la razón que lo impulsó a obrar así. Había sido en pleno centro; al verla, su corazón comenzó a palpitar violentamente y el rostro le ardía. Inexplicablemente, había sentido el impulso de ocultarse, de no ser visto. Se había metido en una zapatería hasta que la vio pasar por la vereda de enfrente; esperó un momento y después salió viéndola doblar la esquina, alta y delgada, con su paso plácido, bajo el sol de la mañana.

– ¿Tanto te pesaba saludarme? -dijo Concepción.

– Estás equivocada. De veras -dijo Barrios.

– Ay, Alfredo, siempre mentiroso, vos -dijo Concepción-. ¿Qué te costaba, digo yo, cruzarte y saludarme?

Barrios sintió otra vez, inexplicablemente, el impulso de emitir una sonrisa ambigua y malévola. Mientras sonreía pensó que era mucho más conveniente para él dejar que su mujer imaginara que la había evitado no por temor ni vergüenza, sino por simple desprecio. Se sintió mal mientras trataba de dar esa sensación, pero continuó sonriendo.

– No hablemos de eso ahora -dijo con aire misterioso-. Qué linda tu casa.

La galería en la que se hallaban sentados, en esos sillones de hierro blanco trabajosamente construidos, sobre almohadones de provenzal floreado, estaba en la parte trasera de la casa, y el piso era de mosaicos de un rojo intenso, oscuro y fresco; una franja de portland, angosta y regular, separaba la galería de los canteros de césped sobre los que el agua de la manguera se deslizaba produciendo un leve murmullo, atravesados irregularmente por los senderos rojizos de polvo de ladrillo. Más allá, en el fondo, un grupo de árboles, de amplia copa, recibía la luz dorada del crepúsculo. Era el día cinco de diciembre del año 1962. Seis años antes, Concepción se había separado de su marido declarando que no volvería a compartir su vida con él, salvo que Barrios cambiara la suya propia. Barrios había aceptado la decisión, tranquilamente; pesaba treinta y cinco kilos menos entonces, y no tenía más que treinta y nueve años. Se afeitaba todos los días, o día por medio a más tardar, en aquella época.

Concepción hizo una mueca triste y dejó la taza sobre la mesa.

– ¿Cómo estás, Alfredo? -dijo.

Barrios emitió una risita cascada, como la de un hombre no de cuarenta y cinco sino de noventa años.

– Bien -dijo.

Meditó sobre un hecho muy curioso mientras lo decía: había aceptado tranquilamente que Concepción lo abandonara, casi lo había deseado, pero cada vez que se encontraba con Concepción y Concepción le preguntaba "¿Cómo estás?", él respondía con la misma palabra: "Bien", acompañando su respuesta con una risita seca que quería significar todo lo contrario. Salvo aquella mañana en que se había escondido inexplicablemente en la zapatería, siempre procuraba, delante de Concepción, referirse a sí mismo con un aire de despecho y amargura.

– El té, Alfredo -dijo Concepción-. Se enfría.

Barrios recogió la taza, obedientemente, y se bebió todo el té de un solo trago. Después dejó la taza sobre el plato, produciendo un tintineo seco, y suspiró con satisfacción.

– ¡Qué bien se está aquí! -dijo.

Se sintió nuevamente elevado a esa atmósfera nítida, hermosa y mágica. ¿Cómo podía haber despreciado miles de momentos como ése, al lado de aquella mujer, de Concepción, que ahora le sonreía con paz y alegría? No sabía cómo. El rostro oliváceo de Concepción se mantenía suave y joven; apenas si algunas arrugas alrededor de los hermosos ojos dorados revelaban el paso del tiempo. Nadie le hubiese dado más de treinta años. Tal vez ella estaba negándose a envejecer hasta que él volviera a su lado. La idea le gustó. Habría llegado a celebrarla con una sonrisa de no haber visto, al bajar la cabeza, las manchas de grasa que exhibía, innumerables y antiguas, en las solapas todas arrugadas en los bordes de su saco negro. Concepción lo pescó en el momento en que se cruzaba de brazos para ocultarlas.

– ¿En qué gastas la cuota de la tintorería, si puede saberse? -dijo amablemente mientras se levantaba-. Voy a traer un poco de bencina. Ya vengo.

Barrios intentó protestar y cuando trató de levantarse sus gruesas rodillas chocaron contra el borde de la mesa, haciendo saltar y tambalear los pocillos, las cucharas, los platos y la tetera, con un estrépito espantoso. Enrojeció; le costó salir del sillón, estaba demasiado gordo hasta para un sillón de jardín, de los más anchos. Viendo a Concepción abrir la puerta de tela metálica de la cocina, y desaparecer en el interior, Barrios se preguntó cuándo reventaría por fin, cuándo se libraría por fin de ese cuerpo sucio, torpe y pesado que soportaba como una condena. La vista del atardecer borró gradualmente su pensamiento. ¡Qué deleite, la verdad, estar vivo para contemplar el césped, brillando húmedo, atravesado por los sinuosos caminitos rojizos, para oír el murmullo del agua que emergía de la boca de la manguera, y alzando la vista desde la galería, descubrir el último sol de la tarde dorando la copa de los árboles en el fondo, bajo un cielo de un azul cada vez más oscuro! Solamente a Concepción podían ocurrírsele cosas tan estupendas; Concepción era naturalmente buena y apacible, y no podía rodearse más que de cosas buenas y apacibles. Peso sobre peso había ahorrado para hacerse esa casa con el crédito mutual del Magisterio; se sacrificó durante años para conseguir ese pedazo de terreno, ese techo, ese jardincito, donde vivir y morir en paz. Emitió una sonrisita pensativa. ¿No estaba exagerando la nota? Se había hecho por fin esa casita en un barrio de fin de semana, exprimiendo en lo posible su sueldo de inspectora de escuelas con quince años de antigüedad, aparte de unos pesos que había heredado de un tío materno, y la había ido amueblando poco a poco, según se lo iba permitiendo su entrada mensual; eso era todo. Casi todo el mundo hacía lo mismo. Se volvió, enfrentándose con la mesita donde acababa de tomar el té. Sintió una oscura compasión por su mujer y por sí mismo. Y sin embargo, pensó mientras la sonrisa iba borrándose en su rostro fofo y barbudo, en sus ojitos saltones y su gruesa nariz rojiza, hasta convertirse en una mueca melancólica, sin embargo había algo sólido, incontrovertible y límpido en esa fresca galería, quieta y cuidada, algo que lo atraía oscuramente y le hacía sentir la medida de su propia miseria.