El éxtasis invadía otra vez a Barrios. La vista de su mujer limpiándole el saco, fregando apaciblemente sus solapas, era algo que excedía su esperanza y hasta su sensibilidad. Le parecía extraño e increíble tenerla delante suyo, en esa fresca galería de mosaicos rojos; se preguntó por qué había aceptado, seis años atrás, la separación con tranquilidad, casi con alivio, y no supo respondérselo. Sin dejar de mirar a su mujer, Barrios se sentó en el sillón frente a ella.
– Grasa, creo -dijo-. No sé bien.
Concepción lo miró durante un momento.
– ¿Cómo podes llevar esta vida? -dijo, y sin esperar respuesta inclinó la cabeza y siguió fregando las solapas del saco negro.
Las manos regordetas de Barrios se expusieron en un gesto breve.
– Mi vida es como la de cualquier otro -dijo, tratando de emitir una voz indiferente y dura. Sin embargo, ese no era su pensamiento íntimo, verdadero. Más bien pensaba lo contrario, que su vida era diferente a la de los otros, que a menudo la consideraba con extrañeza, y que el resultado de esa comparación era siempre un sentimiento de soledad y de diferencia con el resto de la gente. Pero algún móvil demasiado secreto incluso para él mismo le impedía confesarlo. Contemplando a su mujer fue asaltado de pronto por el extraño presentimiento de que estar sentado en ese momento allí, en esa galería, era un hecho extraordinario e incontrolable, que no sólo su vida sino también la de la humanidad y la del universo eran fortuitas e incontrolables. Un horror oscuro lo estremeció, sobre todo porque su vaga fugacidad lo hacía incomunicable.
– Como la de cualquier otro -repitió y volvió a sonreír.
Concepción le respondió sin alzar la vista esta vez, vigilando su trabajo con una sonrisa abstraída.
– Ojalá fuera como la de cualquier otro -dijo-. Ya por tu orgullo y por tu vanidad no te pareces a nadie. No conozco a nadie que tenga tantos humos en la cabeza. Deberías mirarte al espejo más seguido.
Las palabras de Concepción no lo ofendían. Había una aceptación de su persona implícita en esos reproches. Nadie más en el mundo se preocupaba por su conducta o por su facha. Barrios experimentó cierto placer al sentirse reprendido y su placer se hizo más intenso cuando comenzó a mentir de un modo descarado.
– Bueno -dijo-. Hay gente que no piensa como vos. La gente de La Nación , por ejemplo. Ayer recibí una carta donde me piden una serie de notas sobre el problema de la agricultura en esta zona.
Concepción alzó la cabeza de golpe, mostrando un rostro iluminado.
– ¡No digas! -exclamó.
– Sí -dijo Barrios, tan orgullosamente como si se hubiese olvidado de que semejante acontecimiento era pura fábula-. Me ofrecen tres mil pesos por nota. Saben que soy el mejor periodista de la ciudad.
Concepción lo miraba con ojos agitados, con una alegría casi desesperada. Por un momento había dejado de refregar con el trapito blanco impregnado de bencina las solapas del saco negro.
– ¿Les contestaste? -Hizo la pregunta con un ligero temblor en la voz.
La visible excitación de su mujer proporcionó a Barrios un placer intenso y particular, como hacía años que no experimentaba. La mañana en que se había escondido en la zapatería sus sentimientos y emociones habían sido exactamente opuestos a los de ese momento. Aquella mañana no había obrado con ninguna frialdad ni premeditación, ni había sentido ningún desprecio hacia su mujer, sino todo lo contrario: se puso a temblar enteramente al verla en la calle y corrió a esconderse en el primer negocio que le vino a mano para no enfrentarse con ella. No pudo comprender porqué lo había hecho; ahora solamente recordaba el temor, la tristeza casi frenética y la humillación que lo había arrasado en ese momento. Barrios sonrió a su mujer de un modo frío y orgulloso, mientras recordaba cómo la había visto aquella vez bajo el sol frío de la mañana, caminando con su paso lento y plácido hasta desaparecer en la primera esquina.
– No -dijo Barrios en medio de su sonrisa-. Estoy pensando bien la propuesta. Además, no tengo máquina de escribir.
– ¡Ay, Alfredo! No dejes de contestarles. Depone tu orgullo. Sé responsable alguna vez en tu vida Qué importa lo que paguen ahora; basta que te hagas un nombre de nuevo, que puedas trabajar bien de una vez por todas. Esa gente tiene solvencia; si te ha escrito es por algo; capaz que te nombren corresponsal. Si te nombran corresponsal no vas a tener ningún problema. Yo te quiero, Alfredo. Estoy dispuesta a perdonarte si te veo capaz de cambiar. Tenemos esta casa; podemos vivir siempre aquí. Contéstales, Dito. Decíles que sí aceptas. Decíselo hoy mismo.
Al hablar, Concepción alzaba y bajaba constantemente la cabeza, vigilando su trabajo; limpiaba un poco la solapa del saco negro y dirigía la mirada a la cara de Barrios, hablándole en tono de súplica. Sus ojos dorados parecían excitados y húmedos. Hacía también años que su mujer no lo llamaba Dito. Era curioso. En la cama sabía llamarlo así; ella misma había inventado el sobrenombre, como si ese diminutivo, sacado de la nada de un modo iluminado y súbito, hubiese sido una respuesta de Concepción a la impresión producida en ella por la conducta sexual de su marido; como si el descubrimiento de esa intimidad hubiese requerido la creación de una nueva palabra para nombrar su realidad nueva, sus matices particulares. Barrios meditaba confusamente.
– No sé -dijo-. No sé qué hacer todavía.
Miró a su alrededor la fresca galería, los canteros de césped mojado, los caminitos de polvo de ladrillo, los árboles agrupados en el fondo del patio; no experimentó ningún placer, sino sólo la simple comprobación de que el largo día de diciembre declinaba de un modo cada vez más rápido y perceptible, penetrando en la noche. Ahora los rayos dorados se habían borrado de las copas de los árboles y sólo quedaba en el cielo una claridad tensa que producía unas sombras azuladas.
– No digas no sé -dijo Concepción-. Tenés que contestarles. Tenés que hacer ese trabajo aunque sea gratis.
– ¿Gratis? -Barrios emitió otra vez su risa cascada, la risa de un hombre de noventa años. Sus ojitos grises, inquietos y asustados, redujeron todavía más la alegría casi inexistente de su rostro- Nunca trabajaría gratis, y menos para La Nación. Además, ya te digo: no tengo máquina de escribir. Necesito una portátil para viajar a la campaña.
Concepción se echó a reír, infantilmente.
– Yo tengo una -dijo.
– ¿Podes prestármela?
Concepción vaciló un momento.
– Es del Ministerio de Educación. La tengo en casa por unos días.
Barrios miró los árboles del fondo. La cara de Concepción mostró una expresión ansiosa.
– Podrías trabajar aquí en casa -dijo, con aire inseguro.
– Gracias -dijo Barrios, sacudiendo su gorda mano en un ademán ofendido-. Ni para llevármela, ni para usarla aquí. Supongo que tendrás miedo de que te la venda, o me quede con ella. ¡Me tenés en un concepto tan bajo! No hay peligro. Ni siquiera pensaba aceptar ese trabajo. Me siento sin ninguna voluntad. Así que podes quedarte tranquila.