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Mientras hablaba, Barrios hizo una observación aguda; no era que la mentira fuese más natural que la verdad, sino que para ser creída, la mentira empleaba siempre lo más verosímil, y eso la volvía más familiar que la verdad, la que por expresar la realidad verdadera resultaba a veces demasiado singular como para ser creída. Esta observación, produjo en Barrios, simultáneamente, alegría y desazón. Alegría por lo positivo de la observación misma, que revelaba en él un porcentaje de lucidez, y desazón porque ese porcentaje no alcanzaba a permitirle vislumbrar por qué mentía, qué fin concreto perseguía al hacerlo, y hasta qué punto la vehemencia con que expresaba su despecho no era una prueba de que su mentira no sólo implicaba una estafa a Concepción, sino también a sí mismo.

– Tranquila podes quedarte -dijo. Se puso de pie, con impaciencia y fastidio, y por tercera vez golpeó con sus rodillas la mesa sacudiendo estrepitosamente los pocillos, los platos y las cucharas, que tintinearon contra la loza. Concepción lo miraba perpleja-. Me tenés por el peor de los hombres. ¡El peor de todos! Sucio y borrachón, por dentro y por fuera. Sucio por dentro y por fuera. Para vos soy una porquería. No tengo ningún sentimiento. -Jadeó y miró furioso a su mujer-. Sí, señora. Tengo mis sentimientos. No soy una piedra del camino. No soy un cascote. Creías que me escondí en la zapatería por desprecio, que te evito en la calle porque no te soporto. -La verdad que confesaba, dicha en ese momento, se parecía más a una mentira que a una verdad. Jadeó-. Es al revés ¡Al revés! Me da asco y vergüenza de mí mismo presentarme ante vos con esta facha. Peso ciento treinta kilos (aumentó cinco al decirlo), me afeito una vez a la semana, y me baño una vez al mes. Ando sin trabajo y vivo del juego y del pechazo. ¿Con qué cara iba a saludarte en la calle? ¿Eh? ¿Con qué cara? Ya no soy el de antes, señora. La vida ha cambiado. Miedo me da encontrarla en la calle. Si me escondí en la zapatería fue porque cuando la vi me puse a temblar. Me hubiera echado a llorar en la calle si me enfrentaba con vos. (Sus ojos se llenaron de lágrimas.) Yo te he resp… (aspiró los mocos y juntó sobre el abdomen sus manos regordetas) resp… etado siempre.

Parecía como que estaba a punto de llorar. También el rostro de Concepción aparecía triste y perplejo, y sus ojos dorados se humedecieron. Tapó la botella de bencina y poniéndose de pie entregó el saco a Barrios Éste lo miró y mientras lo agarraba de un manotazo alzó el brazo y mostró las manchas de sudor reseco en las axilas.

– ¡Esta es la razón por la que no quería sacármelo! -gritó, y mientras se calzaba el saco echó a Concepción una mirada desafiante.

Concepción no dijo nada. Recogió la botella de bencina y el trapo húmedo y se encaminó al interior de la casa. Sus zapatillas rojas producían un suave chasquido al rozar el piso de mosaicos y la puerta de tela metálica se cerró con estrépito detrás suyo cuando entró en la cocina. Barrios la siguió con la mirada y cuando la vio entrar su expresión se hizo dura y satisfecha. Se volvió y contempló el atardecer, las sombras azules, el césped húmedo, el parejo rosal con su flor amarilla. Unos perros ladraron a lo lejos. (Habían estado ladrando desde hacía un largo rato pero, sin darse cuenta, Barrios los escuchó recién después que se callaron.) El grupo de árboles era el manchón más oscuro y sombrío de todo el paisaje; el cielo estaba luminoso.

Al oír resonar otra vez la puerta de tela metálica se volvió comprobando que Concepción regresaba con la máquina de escribir. Era una portátil italiana, moderna, con funda de cuero. Concepción traía una cara preocupada.

– No puedo prestártela más que por tres días -dijo-. Tengo que devolverla al Ministerio.

Hizo silencio y entregó la máquina a Barrios. Barrios la miraba atentamente al rostro, pero Concepción parecía evitar su mirada.

– Ojalá cambies algún día, Alfredo -dijo- porque yo también me siento muy sola.

POR QUÉ CONCEPCIÓN DEJÓ A BARRIOS

El 55 no fue un año bueno para Barrios. En realidad no fue un año bueno para nadie, en este país por lo menos, y hasta los que volvieron a estar por fin en el candelero, después de un paréntesis de abroquelada oscuridad, cuando, si es que lo hacen, piensan de pasada en el 55, deben sentir una cosa fría en el espinazo y por dentro un estremecimiento intolerable.

Barrios fue uno de esos hombres que sufrieron la cosa en carne viva, no porque la política le interesara mucho, sino exactamente por lo contrario; porque hasta antes del 55 había ido en busca de un mito con toda la fuerza de su corazón, que era propenso a la plenitud y a la magia, y si hubiese sido un político habría sido capaz de comprender los hechos que lo destruyeron, sin haber sido destruido por ellos. Por deficiencias de información, había amado siempre la lealtad y la justicia, y sus problemas se habrían reducido si en vez de periodista hubiese sido, por nacimiento o situación, chapista, ferroviario o carpintero. El haber sido secretario general del Sindicato de Prensa desde el año 48, fue una cachetada involuntaria que Barrios les dio a sus semejantes en pleno rostro, una cachetada que sus semejantes se cobraron, lógicamente y con usura, en el 55. La verdad es que ellos se habían herido a sí mismos mediante su falta de coraje, su vanidad, y sus intereses, y es sabido que no hay cosa que envenene más el alma de un hombre que estos tres elementos. Es sabido también que si un hombre quiere, puede disimular cualquiera de esas tres particularidades, o todo tipo de miseria moral, fingiendo que alguna otra esfera de su persona ha sido agredida o menoscabada; y que si un grupo de hombres apela al mismo subterfugio para justificar una actitud, el resultado puede ser una acción colectiva cuyas consecuencias hagan dudar con fundamento de la condición humana.

Cuando el 21 de setiembre de 1955 Barrios entró en el Sindicato de Prensa, no se le ocurrió pensar que esos quince hombres que lo aguardaban con rostro severo, de pie y en semicírculo, en el patio del edificio, bajo un prístino sol de primavera, pudieran sentirse tan ofendidos; tenían caras iguales, pero no por los rasgos sino por la emoción que los transfiguraba: más que una emoción que estuviese invadiéndolos parecía una emoción de la que se estuviesen recuperando. Lo que Barrios esperaba que sucediese era poco, casi nada; pensó que iban a decirle que el Sindicato acababa de ser intervenido y que su función había terminado. No fue así, sin embargo. Ninguno de los quince hombres habló; se limitaron a mirarlo fijamente, inmóviles, en semicírculo bajo el turbio cielo azul de primavera, en tanto el tumulto de la muchedumbre que recorría las calles llegaba hasta el patio del sindicato en ráfagas siniestras y sombrías. La muchedumbre, una columna llena de ímpetu y jolgorio que agitaba banderitas de papel desde las veredas o desde las ventanillas de los automóviles que avanzaban a lo largo de la calle San Martín haciendo sonar sin cesar la bocina, recorría la ciudad como un solo hombre, asaltando todos los sitios donde pudiera encontrarse cualquier vestigio de adhesión al peronismo. También ese exceso de barbarie era el resultado de una íntima convicción de falta de coraje y demasiados melindres para iniciar una acción, porque de los innumerables integrantes de las largas y unánimes manifestaciones, muy pocos habían hecho otra cosa que no fuese haber pasado los últimos días temblando de incertidumbre y espanto, sentados junto a la radio. Gran parte de los manifestantes hicieron pagar al peronismo la deuda que tenían con su propia conciencia. Si hubiesen sido lo suficientemente honrados como para reconocer el porcentaje de miedo que todo hombre razonable debe experimentar ante un gobierno cualquiera, en vez de tratar de ocultarlo detrás de una ideología mentirosa, su respuesta humana ante el peronismo habría sido menos salvaje y destructora. Por eso los quince hombres que esperaban a Barrios en el palio del sindicato, tiesamente reunidos en semicírculo bajo el sol de la mañana, permanecieron callados, mirándolo fijamente. De todos ellos, uno solo abrió la boca, pasado un momento. Lo hizo para comentar que una hora antes, en la estación de trenes, un grupo de ferroviarios había disparado desde los altos ventanales contra la muchedumbre que trataba de forzar las puertas para echar abajo las efigies del vestíbulo. La muchedumbre se había dispersado desordenada y locamente, y en el medio de la calle, recibiendo la luz solar en la mueca del rostro semiborrado por la muerte, había quedado un hombre tendido, la sangre manando en borbotones cada vez más débiles de su cabeza. El tono con que lo contó fue meramente informativo, y lo hizo en voz alta, sin mirar a Barrios, pero dando a entender que ese hecho era cargado también a su cuenta. La verdad es que Barrios no había cometido, no ya ese crimen, sino ningún otro; incluso había encabezado una vez un movimiento para ir a hablar con el general en persona y pedir un aumento de sueldo y una colonia de vacaciones en las sierras de Córdoba, en nombre de la filial regional de su gremio, y lo había conseguido. En realidad, el único delito que Barrios había cometido, lo había cometido contra sí mismo: su elección de diez años antes, reiterada a través de mil pequeños actos vehementes, había quedado suspensa en el aire, y esa mañana de primavera alguien le devolvía su apuesta tirándole el dinero en plena cara.