Estuvo dos días en cama, los primeros dos días de esa primavera caótica y desolada. Después le llegó la noticia de la pérdida del empleo. Aparte de su tarea en el sindicato, Barrios se había estado desempeñando como corresponsal en uno de los diarios de Buenos Aires que el gobierno había intervenido. Cuando se levantó la intervención al diario le sacaron la corresponsalía. Lo único que les quedó para vivir fue el sueldo de Concepción. Al principio, Barrios padeció una especie de locura, consistente en remover cielo y tierra tratando de cobrarse la humillación sufrida en el sindicato; incluso intentó contratar a un abogado, un hombre del partido que había sido miembro del Superior Tribunal durante el peronismo, para hacerles un juicio a los dirigentes del gremio. Pero el abogado sonrió con tristeza, lo llamó "compañero" y al despedirlo en la puerta de su despacho le explicó con un íntimo tono confesional que el fallo en un pleito de esa clase, si es que el pleito tenía lugar, iba a mandarlos a los dos a la cárcel. "Quédese tranquilo y espere", le dijo el abogado. "Esto no puede durar mucho. Cuando el general vuelva, vamos a arreglarles las cuentas a todos". Barrios no lo advirtió, pero al salir del despacho, mientras caminaba con paso lento por el centro de la ciudad, bajo el sol áspero de la tarde, ya había modificado su sueño, ya estaba sustituyendo los éxtasis que le habían proporcionado los años pasados, por el éxtasis de un sueño cuya materia estaba hecha de otro sueño, el sueño del futuro. En ese futuro él prevalecía sobre los responsables de su exilio, y se reencontraba consigo mismo, en un estadio todavía más elevado, por encima ya de aquella preeminencia que le había sido arrebatada. Debió ser el momento crucial de su vida, porque es sabido que nuestra vida se resuelve casi siempre al margen de nuestra voluntad y de nuestra razón, y que el porcentaje de voluntad y de razón que constituye su parte clara y nítida, es casi siempre la expresión tardía de una cualidad más oscura. Lo mismo sucede con aquellos actos que juzgamos irracionales porque no hemos percibido el instante en que en nuestro interior los hemos reconocido como los más adecuados y razonables.
Barrios era un hombre débil, entonces lo supo. No es necesario que saber signifique pensar con palabras precisas algo cuyo sentido podemos comprender claramente. Basta vivir de un modo cualquiera, seamos o no capaces de admitirlo, para estar sabiendo ya quienes somos. En la superficie, Barrios fue volviéndose un hombre frío y desinteresado, ejerciendo una indiferencia jovial y casi bondadosa, que Concepción no alcanzaba a comprender del todo. Cada vez volvía más tarde a su casa, y a veces lo hacía de madrugada, completamente borracho. Cuando Concepción encendía la luz del dormitorio, contemplándolo con ojos vencidos, Barrios efectuaba unas muecas entre melancólicas y alegres y comenzaba a hablar mientras se desvestía para meterse en la cama. "Sí, sí, estoy algo borracho, ya lo sé", decía tratando de simular aplomo y hasta dicha. "Espero que no te formes un mal concepto de mi persona. Bueno, sí, ya sé, el matrimonio se viene abajo. Y bueno, qué le vamos a hacer. Así es la vida. Mala suerte. Pero no estoy tan borracho. Un poquitito sí, no lo niego. Pero un poquitito nada más. No me pongas mala cara". Jadeaba, metiéndose bajo las frazadas; su respiración se hacía sibilante y pesada. "No pienso besarte, así que el olor a bebida es lo de menos. Espero que no te moleste que me gaste tu sueldo en cognac y en vino. Mala suerte. Qué le vamos a hacer. Así es la vida", decía, y emitiendo una risita seca y áspera hacía silencio y al rato estaba dormido. Durante casi un año hizo esa vida, y la noche en que entró al dormitorio apresuradamente, despertando a Concepción, y abriendo el ropero sacó quinientos pesos y le dijo alegremente que lo perdonara, que había perdido quinientos en el juego y que se llevaba ese billete para tratar de recuperar, Concepción lloró en la cama hasta el alba y esperó despierta su regreso. Cuando Barrios entró Concepción ya no lloraba: estaba lívida pero tranquila, sentada en la cama. Leía el diario. Barrios dijo: "Perdí. Mala suerte. Otra vez será", y comenzó a desvestirse. Concepción dijo: "Alfredo, yo te quiero. Creo que estás atravesando un mal momento. Siempre te voy a querer. Te he respetado, te he ayudado en lo que he podido y te he sido fiel. No me importa que no tengas trabajo. Yo puedo trabajar para los dos. Pero si volvés a hacer lo de esta noche, o algo parecido, no me ves más la cara". Barrios la escuchó con suma atención, y cuando ella dejó de hablar, la miró con un destello malévolo en los ojos grises, y respondió: "Perfecto. Lo tendré en cuenta".
Antes de dos meses, Barrios volvió otra vez al alba, borracho, y mientras se desvestía sonrió hacia Concepción y le dijo: "He pasado la noche con una puta". Y eso que se habían amado, era indudable, habían tenido el coraje de elegirse y aferrarse uno al otro a pesar de la promesa segura de muerte y de separación.
REFLEXIONES EN EL COLECTIVO
Los sucios zapatos de Barrios pisaban las veredas de tierra flanqueadas por vistosas casas de fin de semana, con techos de tejas y jardincitos ahogados de plantas florecidas: santarritas, retamas, malvones, madreselvas y coronitas de novia; las pisaban con cierta urgencia torpe y con firmeza. Pero el corazón de Barrios estaba inquieto y cuando salió de la callecita de tierra a la larga avenida de asfalto, en la que las ramas de los árboles de las veredas se tocaban en la altura, formando sobre la calle una techumbre abovedada, Barrios sentía ya un temor íntimo y leve.
En la esquina se detuvo y miró hacia el oeste: por debajo de las altas ramas, el cielo mostraba los últimos resplandores rojizos. Barrios sintió el deseo de suspirar, pero no lo hizo. Contempló el atardecer, al final de la larga calle asfaltada, mientras esperaba el colectivo. Lo contemplaba, pero no lo veía. La cálida atmósfera azul se pobló de un súbito estridor de cigarras: una cuadra más adelante, en la próxima esquina, el mozo de un bar alineaba mesitas cuadradas en el borde de la vereda, bajo los árboles. Barrios lo observó distraídamente. No podía explicarse por qué había mentido. (Bueno, tal vez eso sí podía explicárselo.) Lo que escapaba a su comprensión era por qué le había aceptado la máquina de escribir a Concepción, si en realidad no la necesitaba. Resultaba difícil que la única razón hubiese sido seguir con la mentira hasta el final, porque para eso le hubiera bastado simular que él poseía bastante dignidad como para rechazar el trabajo, y con eso hubiese arreglado la cuestión. Pero había algo, otra cosa y él la desconocía. Barrios miró a su alrededor, mientras el canto de las cigarras se hacía cada vez más intenso y más múltiple: Guadalupe era un lugar extraordinario para vivir. (Se imaginó en la casita de Concepción, regando el césped a la tardecita, en cueros.) Ah, él necesitaba cosas así, su corazón necesitaba respirar el aire libre, el perfume de las flores y de los árboles, tener una cama limpia cada noche, con las sábanas blancas y almidonadas. "Me hago siempre muchos problemas por poca cosa", pensó, encogiéndose involuntariamente de hombros, sonriendo. Dejó el estuche de cuero en el suelo, apoyado contra el tronco de un árbol. Rebuscó diligentemente en sus bolsillos y sacó unas monedas para el colectivo. En aquella atmósfera azul, las callecitas de tierra semiocultas por las ramas y por las flores, la avenida, los árboles, todo parecía respirar unánimemente, una respiración casi inaudible a la que se oponía el canto estridente, monódico y metálico de las cigarras. Barrios apoyó un hombro en el árbol, pensando que si algún conocido le preguntaba por qué andaba con esa máquina, iba a tener que seguir mintiendo. Se sentía incorregiblemente mentiroso, y siempre había pensado que la mentira no podía traerle más que complicaciones, como esa de tener que cargar con la responsabilidad de una máquina de escribir del Ministerio de Educación. Sin embargo, había que reconocerlo, pensó, la mentira sabe reportar considerables beneficios. Ahora sus gruesos dedos de uñas sucias y desparejas se acariciaban el saliente labio inferior. (Él no tenía nada contra la mentira.) A veces le era útil y a veces perjudicial, y cuando necesitaba de ella la utilizaba, pero cuando advertía que podía producirle algún inconveniente, la desechaba, y listo el pollo. Sus ojos grises destellaron con unos resplandores malévolos. Así era la cuestión.