E. Dos.
– Sí, justo, por pura casualidad, te voy a decir por qué: porque me falló una cita. Había quedado con un amigo por Argüelles, pero me dormí a media tarde y salí de casa con tanto retraso que cuando llegué se había ido ya. Por eso, porque me horrorizaba cenar sola y más todavía ponerme a buscar otro plan, después de una tarde de no poder aguantarme a mí misma, con el mal humor con que me había despertado, sudando, rodeada de las guías de teléfonos, medicinas, libros por el suelo y un vaso a medias y colillas, por puro nerviosismo y vacío y calor, ya te cuento, y porque el local donde me había quedado plantada está por aquel barrio, ya sabes donde vive ella; mejor dicho, vivía, pobre mujer, las paredes aquellas no creo que se le vuelvan a caer encima ya nunca. Total antesdeayer, pero si en ese momento, desorientada como estaba allí a la puerta del local de Argüelles, sin saber por qué calle echarme a andar, alguien me hubiera dicho "Mañana estarás otra vez en Louredo", habría dado la espantada a estrellar mi noche contra la pared que fuera con tal de escaparme de la posibilidad de semejante traslado, porque le tengo miedo a esto, desde hace mucho, desde que murió mamá, y aunque no ha dejado de presentárseme a la imaginación muchas veces durante los últimos años como el único viaje irremisible que ya podía hacer en esta vida, rechazaba la irracionalidad de esa premonición y me había propuesto descartar esa idea y resistir su asalto como el de todos los morbos familiares. Este verano se me venía el mundo encima, te lo juro. Ya en abril el médico me había dicho que me tenía que buscar un aliciente distinto de los habituales, que estaba como muerta y que la curación dependía nada más que de mí; apuntó las horas que duermo y alguna otra cosa de las que le decía con ese aire de estar pensando en lo que apuntan con que te dan el pego todos los médicos: "Olvida todo lo que te altere". Como si no supiera él igual que yo que luego llegas a casa y el día tiene doce horas y la noche otras doce, claro que ellos qué van a decir, también le pueden decir a un mendigo anémico para darle de alta como en aquel chiste: "Usted ya puede comer de todo", y desde un punto de vista médico es correcto. Repasé una lista de las cosas que había dicho en enero que tenía que leer sin falta este año -ya ves, la noche que me viste en la fiesta ésa, andaba yo a vueltas con este tipo de propósitos y con el de huir de todo vínculo afectivo, por eso me perturbó verte a ti-; y nada, lo primero que decidí en abril fue no salir de Madrid este verano y ordenar bien mis cajones de papeles y toda la biblioteca. ¡Tantos libros comprados y sin leer, qué agobio, muchos sin abrir siquiera!, pero bueno, a ratos conseguía animarme y convencerme a mí misma de que podía ser un verano muy positivo, como si me diera desde fuera pequeños empujoncitos a mí misma, "otro empujoncito, que te paras, otro", y así, hasta que me di cuenta -bueno, me la he dado muchas veces en mi vida- de lo mentira que es eso, de que por esos métodos es imposible que surja el entusiasmo, que quiere decir "endiosamiento" como sabrás, y para sentirse dios es dentro y no fuera de uno mismo donde tiene que nacer el impulso hacia las cosas y esa capacidad que a veces tenemos de dirigirlas y colocarlas, de jugar con ellas. Los libros, cogidos así por prescripción facultativa, me negaban su fruto, es lógico, rechazaban aquel trato convencional como amigos que protestaran de la desgana con que acudía a buscarlos, me enseñaban una cara indiferente como si me marcaran la distancia: "tú ahí y nosotros aquí, nada de intimidades, qué te has creído"; y tumbada en la cama con uno de ellos en la mano, y esparcidos alrededor encima de la colcha no sé cuántos más que me daban igual que el que había cogido, casi lloraba acordándome de las ganas con que me había hundido en ellos otras veces hasta el punto de llegar a olvidarme de la hora que era, de mis penas, del hambre, de todo; y los miraba ahora con rencor como a simples objetos arrojadizos, pesados, con aristas, destilando hastío sobre mi tarde, sobre mi vida, plomo fundido de hastío igual que cualquiera de los demás objetos de la habitación que me imponían su presencia. En cuantas bibliotecas, cafés, autobuses y butacas de diferentes ciudades he llegado a sentir en mi vida la picadura del endiosamiento con un libro en la mano, mi querido Germán, ya ni me acuerdo. "Descubrir el Mediterráneo" llaman a eso los expertos, los profesores; ¿y qué?, lo llaman descubrir el Mediterráneo porque apuntas cosas apasionadamente en las márgenes del libro y en cuadernitos que llevas en el bolsillo y esas notas, cuando las vuelves a mirar al cabo del tiempo, están frías y ni tú las entiendes, no significan nada, y resulta en cambio que ya hay muchos ensayos y libros de crítica perfectamente editados comentando lo mismo pormenorizadamente, llenos de notas a pie de página; bueno, ¿y qué?, cuando te estás hundiendo en el hallazgo de algo inédito, de verdad es inédito en este momento para ti y lo que añoras luego no es tanto lo que pensaste como aquel placer clandestino de cita irrepetible que produce estar dialogando con un ausente, encontrando uno sólo dentro de sí algo vivo que contestarle al libro, como si de repente le hubieras visto la cara al autor que lo escribió o le hubieras oído la voz y él a ti la tuya. Solamente en lo secreto se toca la divinidad, ese endiosamiento o entusiasmo, como lo quieras llamar, en lo secreto y recóndito, dentro de uno y nunca fuera. Por eso no quería agarrar el coche y largarme a ciento veinte en busca de paraísos por esas carreteras de Dios, que ya lo he hecho demasiadas veces y total para nada. Aguantar sin salir de Madrid me parecía este año algo definitivo para mi salud mental, pocas cosas tenía tan claras como ésta; así que andaba huyendo de la gente a la que veo con frecuencia, esa que más o menos se puede decir que es de tu grupo, aunque los grupos se formen como los ciclones, por caprichos del aire, gente de esa que al preguntarte por tu vida, si hace algún tiempo que no te ve, espera un resumen inmediato de proyectos, todo el futuro enunciado a una semana vista, cuajadito de planes; me entraba vértigo, una especie de horror cada vez que me decían: "¿Y tú qué vas a hacer este verano?, ¿cómo sigues aquí?, ¿adónde vas?". Nos lo venimos preguntando unos a otros cada año más pronto, desde abril, desde febrero, implacablemente, a la primera brisa templada; somos eso: no lo que pensamos ni lo que nos da miedo ni lo que nos preocupa, sino lo que vamos a hacer. Conozco bien ese veneno de los proyectos, esa comezón de echar un tiempo sobre otro, de desbaratar el poco beneficio que la continuidad del invierno empiece a querer dejar; yo también he sido así, antes tenía mucha fe en los proyectos de vacación, de evasión -como se dice ahora-. "Parece que quieres meter la mano en todos los líquidos -decía Andrés- para revolverlos antes de que dejen poso." Pero yo quería arrastrarle conmigo a los viajes, y cuando los hacía sola y volvía sin haber resuelto nada y le encontraba a él escudado en su aparente sosiego, melancólico, apagado y escéptico como siempre, le decía que no sabía vivir y le hacía narraciones brillantes y exaltadas de todo lo que había visto, le encarecía cuánto le había echado de menos, lo cual solía ser verdad, y me irritaba su indiferencia. Cuando las cosas iban mal entre nosotros, me agarraba con afán a la idea del verano, de lo bien que nos iba a sentar cambiar de ambiente: "Ya verás este verano". Siempre buscando el rastro del verano, tratando de renovar los votos de una religión ya gastada, institucionalizada, sin fe, ¡qué empeño! -"¿adónde iremos? "-, buscando en vano el eco que te despiertan los nombres leídos una vez en viejos atlas de geografía, playas, aventuras, el rastro del verano, el olor evaporado de la palabra verano que para los adultos no significa más que coche, pasaporte, dinero, tocadiscos, hotel y sobre todo tregua. Es otro tajo más el veraneo de los que el sistema establecido da a diestro y siniestro para repartir el escaso caudal de nuestras vidas, para hacerlo inofensivo y aventarlo, hay que salir de veraneo, interrumpir, dar largas otra vez. Pero las alimañas ocultas, la noche, la montaña inexplorada, el descubrimiento de una tapia difícil de escalar o de un paisaje nuevo y misterioso, los nombres de las hierbas y las frutas, los títeres del pueblo, el miedo de perderse, todo eso es de la infancia. Y yo, que tenía anclada aquí la mía, sentía este lugar como referencia primaria o punto de origen, arcilla de la que he estado echando mano siempre para moldear cualquier sueño, y sabía cada vez mejor que este viaje, fundamento de todos los asuntos pendientes, era el único viaje que quedaba ya; pero por otra parte comprendía que no iba a llegar aquí y notar la tierra como mi segunda piel, que era inútil tener ya este lugar por escondite, por aquella jaulita para ponerme a salvo tantas veces antaño valedera, sabía que sólo no viniendo lo podía idealizar y prefería tenerlo de reserva en la mente, buscar por otros sitios.