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esta tarde, que a cada paso que daba monte arriba más sentía la agonía de la abuela como un tropezadero en mi respiración, más actualizaba su tránsito -"ahora, seguro, ahora"-, y a fuerza de sentir que aquel aire a ella ya no le entraba en los pulmones y de apretar el paso, jadeaba ya más que respirar, hasta que a cierta altura vi que estaba extenuada, que casi me caía y me senté sudando en una piedra. Fue cuando me fijé por fin en lo que me rodeaba como buscando sosiego en la contemplación del paisaje; el sol ya se había puesto y reparé con susto en que no conocía aquel lugar por más que lo mirase. Perderme yo en el monte ése de atrás, por maleza que tenga, por leyendas que le echen al santuario en ruinas de la cumbre y por años que lleve sin venir a pisarlo es algo inconcebible, completamente absurdo; lo he añorado mil veces, lo he querido olvidar, lo he suplido con otros mucho más grandiosos y nombrados, altas cimas a las que se sube en funicular, todo en vano: se superpone inesperadamente a los demás paisajes, aparece en mis sueños, decora mis lecturas, me lo sé palmo a palmo, de la infancia es inútil renegar, es mi tierra, Germán, mi verdadera patria, tal vez sólo mamá llegó a sentirlo suyo como lo siento yo, igual de montaraces hemos sido las dos, cabras del Tangaraño y de sus riscos. Me acuerdo que en la guerra fui con ella a escondidas varias tardes a llevarles comida a unos rojos del pueblo que andaban escondidos por política, los maquis los llamaban, y yo no lo entendía porque eran el Basilio y el Gaspar, amigos de la infancia de mi madre; se los encontró un día ella por lo intrincado estando de paseo, ya cerca de las ruinas, salieron de repente, se hincaron de rodillas: "Ay, Teresa, por Dios, no digas nada a nadie de que estamos aquí, pero sube otro día y tráenos de comer, nos morimos de hambre", y a nadie se lo dijo, sólo a mí, ni la familia de ellos ni nadie lo sabía en qué lugar paraban, pero a mí me lo dijo, me dijo "es un secreto" y sabía seguro que yo se lo guardaba. "A la niña la traigo para no venir sola, pero ella es como yo", les explicó la primera tarde que fuimos, y a mí me había ido advirtiendo por el monte arriba que tenían barba de mucho tiempo y la ropa muy rota y que por eso les llevábamos unas mudas además de comida, que vivían en el hueco de una peña como bichos y que casi no los iba a conocer, que no tuviera miedo, pero sí, miedo iba a tener yo, una novela es lo que me parecía tener aquel secreto a medias con mamá y escaparnos las dos al monte en plena tarde y coger cosas de la despensa a espaldas de la abuela; llegábamos arriba con nuestros paquetes, merendábamos con los hombres aquellos del monte, nos preguntaban un poco por mi padre y el tuyo que estaban en Barcelona, o creíamos eso por lo menos: "¿sabes algo del marido y del niño?", y no, no sabíamos nada, pero me parece que lo preguntaban un poco por cumplir, que mi padre aquí en este pueblo nunca fue simpático a nadie, le llamaban el profesor; suspiraban: "es que esto es una catástrofe, Teresa, una catástrofe", y ella les daba noticias que yo no entendía de la marcha de la guerra, incluso alguna vez les subió periódicos, y cuando nos íbamos nos besaban mucho y solían llorar; ni siquiera en el cine había visto llorar yo a hombres así con barba tan hechos y derechos y soñaba con ellos, inventaba oraciones en la cama para que se salvaran, uno no se salvó, le pillaron de noche aquel invierno unos guardias civiles merodeando el pueblo y se murió del tiro, ahí bajando a la fuente; el Gaspar escapó, a Francia me parece, y pasada la guerra su mujer nos mandaba aguardiente de yerbas por la Virgen de Agosto; la primera borrachera que me cogí en mi vida fue con ese aguardiente la noche de Santiago en una fiesta que hubo aquí en casa, fue también la primera vez que me besó un chico, el Genín, un sobrino del maestro, abajo en el parque, luego me daba siempre mucha vergüenza verle y el sabor del aguardiente de yerbas lo aborrecí para toda la vida. Ya ves cuántos recuerdos me trae a mí ese monte; antes, sentada arriba, tiré de todos éstos y más, de muchos más, los convoqué a propósito y me agarraba a ellos igual que a un clavo ardiendo por ver si conjuraban mi extrañeza y si eran capaces de hacer volver la tierra a su ser familiar, de desencantar el paisaje y mostrármelo en su fisonomía verdadera, pero nada, era desesperante, cuanto más miraba: aquel lugar, menos lo conocía, no lo había visto nunca, y a todo esto la tarde cayendo, invadiendo el ambiente con una luz apagada entre gris y cárdena y yo ya sin poderme ni mover de miedo, porque era miedo, sí. Soy yo poco miedosa y además me he sentido perdida muchas veces, como comprenderás, pero bueno, en las calles de alguna ciudad nueva, al despertar de pronto mirando las paredes de un hotel que nada te consiguen evocar o a lo largo de fiestas de esas desenfrenadas que te arrastran girando por locales absurdos, por casas de gente rara a la que nunca vas a volver a ver, eso es normal, pero perderme ahí, en pleno Tangaraño, lo miraba y pensaba: "¿pero también aquí?, ¿pero será posible que hasta por lo más firme el suelo pueda hundirse debajo de los pies?, pues qué nos queda entonces, apaga y vámonos", y estaba en esto cuando oigo de repente en medio del silencio un crujido especial, inconfundible, los cascos de un caballo, pero muy cerca, al lado, no de eso que se viene un caballo acercando de lejos poco a poco, no, que ya estaba allí, y salió por la izquierda de entre unos matorrales, me pasó por delante de los ojos atónitos como a cámara lenta: era un caballo negro, de tamaño muy grande, y encima iba un jinete con un sombrero raro y unas ropas oscuras, dormido o desmayado, no lo sé, pero boca abajo y los brazos así colgando inertes a los dos lados de la crin; la cara no se le veía, se la tapaba el ala del sombrero que era muy grande, negro, parecía medieval, el sombrero era lo peor, y el caballo iba despacio como con miedo de que el hombre se le cayera, digo yo que sería un hombre, por lo menos no iba montado a mujeriegas, no sé qué tenía, pero era una figura terrible, te lo estoy contando y, míralo, se me pone la carne de gallina, ¿no ves?; pasó a una distancia como de aquí al piano, te lo juro, lo vi perfectamente, pero lo dejé de ver en seguida, demasiado en seguida, se perdió monte abajo y cuando me quise dar cuenta se acabó, se le había dejado de oír, no sé el tiempo que pasaría hasta que fui capaz de levantarme a ver si había soñado, a mí me parece que fue poco, pues ya nada, ni rastros de su presencia, me subí en unas rocas que había cerca para otear mejor y ni se le veía ni se le oía, silencio sepulcral, la noche encima, el olor de los pinos, las estrellas que empezaban a hacer guiños y la luna subiendo como un globo naranja, el único ruido el de los grillos, nada más, del caballo ni sombra ni rumor; menos mal que pisando aquel grupo de peñas me di cuenta de que era el promontorio que una tarde tu padre bautizó "de los locos" y que se ve desde la balconada trasera de esta casa, o sea que, por lo menos, me había orientado, dominaba de pronto perfiles conocidos, veía muy abajo las luces de la aldea temblonas y dispersas y el tejado de aquí, así que me escurrí sin pérdida de tiempo a buscar el atajo que trae aquí directo, me he lanzado por él ya de noche cerrada, sin mirar a los lados y más muerta que viva, a la carrera, tenía que ganarle minutos y terreno a la Muerte a caballo que tal vez me venía pisando los talones; dirás que no lo era, que sería algún hombre dormido o un borracho, podría serlo, de acuerdo, la razón sale siempre al quite en trances como éste para paliar su cara espeluznante, yo misma me he venido inyectando razón según saltaba piedras y zarzales, pero, Germán, ¿de dónde venía ese jinete, a ver, y adónde iba?, si no es paso de caballos ese monte ni lo puede ser nunca, si es tanta la pendiente que casi te despeñas incluso yendo a pie, y cómo luego desapareció, cómo pudo esfumarse, y me dirás también que fue alucinación y que he visto visiones, no te digo que no, podría haberlas visto, y además, mira, vamos a dejarlo, ya prefiero admitir yo también que las vi y no darle más vueltas; sólo sé que la culpa la ha tenido el baúl, el hecho de que ella no haya vuelto a pedirlo desde hoy por la mañana ni le digan ya nada esas reliquias, que eso sólo ya basta para trastornar un panorama y alucinar mi mente, predispuesta, por cierto, a ver visiones, insomne y excitada como está. Porque es que fíjate lo que supone que el baúl no lo quiera ya la abuela, que no lo sienta suyo, significa que me lo da, que lo tengo que sentir mío yo, porque de tu padre no voy a esperar que se interese por semejante herencia, date cuenta qué peso sentir mío, como casi lo siento, un tesoro hecho cenizas, un cofre de muertos; será cerrar los ojos ella y esos niños vestidos de marinero hijos de parentela perdida o de amistades contraídas en algún balneario, esos matrimonios desconocidos, esas jóvenes rígidas de pie con su sombrilla o mirando a lo lejos con los prismáticos una parada militar, y tantos documentos amarrados con cintas que han venido perdiendo poco a poco el color, dime tú a quién le valdrán para nada, ni quién va a descifrar lo que venían siendo para ella hasta hoy por la mañana cuando los requería con urgencia, aunque nada serían ya tampoco, a no ser el terror de perderse por dejar de tenerlos. No lo puedo tirar, me siento condenada a ir envejeciendo con ese espía desconcertante al flanco, porque es que enterrarlo con ella no puedo, compréndelo, guarda vida, aunque sea para nadie, me parecería estar enterrando a un ser a quien no se han cerrado los ojos, que al echarle la tierra encima aún te mirara. Los libros es distinto, eran de todos, todos los hemos leído, y el día que se levante esta casa y me los lleve, que me los llevaré si Germán no los quiere, podré mirarlos alguna vez, releerlos, puede ser agradable algún día de invierno. O por lo menos, cuando los embale y luego los desempaquete allí en mi casa y los coloque junto a esos otros que han ido jalonando mis estudios adultos, me dará la impresión de estar llevando a cabo un traslado que tiene algún sentido, aunque luego se queden en el mismo estante para siempre allí encajados, también cabe, no te digo que no, puras manchas estáticas, todo lo más estímulo visual para que a algún amigo acurrucado sobre la cama turca le quepa preguntar alguna noche: "oye tú ¿y esos tomos tan viejos de ahí arriba?"; son tantas las preguntas de este tipo nacidas al calor de esas percepciones intensas y fugaces que eslabonan la llegada de una borrachera, disparos a la herida de otro sin saberlo, preguntas que da igual no contestarlas, que se quedan flotando con el humo y la música, aisladas, sin designio; y mientras la atención del que la ha formulado se desvía y se agrupa en torno de otra imagen, yo miraré de nuevo las manchas oscuras de los libros, allí arriba, en el ángulo, supongo que en el estante vacío donde sólo quedan unas revistas alemanas que no se llevó Andrés y que voy a tirar, ése será su sitio porque no tengo otro, y bien sea tratando de exteriorizarlo, bien guardando silencio, me volverá a asaltar mi deuda con el tiempo, la que me ha traído aquí, y hasta tal vez decida en el mismo momento pedir auxilio a esos libros cerrados, abrirlos, removerlos, y los quiera bajar, sacarlos de sus nichos. Acaso note, como noté anoche, con la agudeza de un zarpazo, la urgencia por buscar una historia de amor determinada que he recordado siempre, ocurría en Sicilia; era un tomo pequeño y roto, sin grabados, a veces en mis sueños este libro se convierte en una puerta de hierro que da a un jardín, lo tengo muchas veces el mismo sueño, sale como puerta, pero yo sé que es el libro aquél, intento empujarla y no puedo, desde fuera entreveo los juegos de la sombra con el sol y desde el recinto que no logro alcanzar vienen voces que me llaman por el nombre de la protagonista, Adriana, Adriana, y añaden recados confusos y muy importantes que me desespera no ser capaz de descifrar; y anoche no encontré en seguida el libro y, mira, dejé de buscarlo, prefiero casi que se haya perdido, total ya para qué. Y por eso te digo que sé de sobra en qué vendrá a parar, si llega a producirse, ese afán por buscar cosas que no se hallan perdidas en esas páginas donde se encontraron, que se han ido perdiendo luego, quedándose enganchadas por otros caminos y zarzales donde no se le ocurre a nadie en ese instante en que se echan en falta irlas a requerir; y ya apenas iniciada por los libros la curva de descenso desde el estante, ya en ese primer paso dócil hacia mis manos, lo mismo si bajan para ser mostrados a alguien que para ser mirados por mí, me vendrán acusando de falacia como con ese gesto de entendimiento con el que nos desarma algunas veces, antifaz en la mano, otra conciencia que ha dejado de pertenecer a nuestra órbita y que, aunque pueda seguir jugando a mantener componendas engañosas, quiere dar a entender de antemano que penetra el engaño; y me replegaré, tendré vergüenza, como un viejo ateo parado frente al atrio de una iglesia ante cuyo retablo en otro tiempo se hincaba de rodillas.