Y sintió, con la oleada súbita de rubor, unos celos salvajes de la amiga que en tiempos le había prohibido ruborizarse, celos de su belleza inalterada, de aquel cuerpo flexible, de aquellos pies descalzos, de las sandalias primorosas que yacían tiradas por la alfombra, de su peinado, de su vestido; y sobre todo del resplandor que transfiguraba su rostro en aquellos momentos, de la expresión dulce con que miraba a su hermano, del gesto confiado y casi infantil con que se apoyaba contra su pecho, de las palabras que le estaba susurrando, de las que él le devolvía. Se habían pasado así la noche en pleno cuchicheo, mientras ella atendía a la señora. No se habían movido de allí ni se habían enterado de sus incursiones desde la alcoba a la cortina del pasillo, no les importaba nada de ella. Toda la noche en vela, de espaldas al mundo, aislados en su castillo inexpugnable de palabras, un hilo de palabras fluyendo de Eulalia a Germán, volviendo de Germán a Eulalia, retahílas pertenecientes a un texto ardiente e indescifrable.
Fueron unos instantes de parálisis. Reaccionó en seguida. Pensó: "Estoy loca, veo visiones, no puede ser". Se acordó de los años que llevaba aguantando sola entre aquellos muros, de su poder para conjurar escenas como ésta. Y esforzándose por recobrar las riendas del presente, procurando que ni el pulso ni las piernas ni la voz le temblaran, dio dos pasos aún y, apoyándose con la mano izquierda en el respaldo del sofá mientras con la derecha encendía sin más contemplaciones la lámpara apagada, murmuró con vez neutra pero firme:
– Tu abuela, Eulalia, acaba de morirse. Yo creo que debías entrar a darle un beso.
Y ella misma se quedó aterrada de la transformación que acababa de provocar. Porque la mujer que se desprendió de los brazos del muchacho y levantó hacia Juana un rostro súbitamente descompuesto y plagado de surcos que en seguida se cubrió a medias con el brazo mientras repetía sordamente: "ahora no, por favor, ahora no, vete ahora", mostraba a la luz cruda de la lámpara su verdadera edad: cuarenta y cinco años.
Empecé a tomar los primeros apuntes para esta novela en junio de 1965, en un cuadernito al que llamo, para mi gobierno, "cuaderno-dragón" por un dibujo que me había hecho en la primera hoja un amigo que entonces solía decorar mis cuadernos. Terminé su redacción definitiva la tarde del 31 de diciembre de 1973, en mi casa de Madrid.
Carmen Martín Gaite