el sol daba la fuerza y la esperanza y la luna la duda y la zozobra, eso sí, pero qué estúpida traducción a esquemas romos y vulgares la de aquella canción, ¿cómo iban a hablarse en ningún caso de manera tan necia y tan pueril dos dioses imbatibles, si además no podían siquiera conocerse?, y yo con el sol, aunque me gustaba, tenía una relación de desafío, de contraste, como si le dijera: "tú ahí y yo aquí, yo soy mi tiempo y mi sangre y mis proyectos, soy algo que tú iluminas y contorneas", pero a la luna me fundía y me abandonaba, podía hacer de mí lo que quisiera y siempre ha conocido su poder, me puede hacer perder hasta la memoria y la dignidad, las riendas de mi vida, insufla y apadrina en mí los más inesperados trastornos, y lo sabe. Y así ocurría muchas veces que me quedaba sola en un lugar cualquiera, sin enterarme de que los demás se habían ido, clavada allí desde que las nubes perdían sus últimos resplandores malva y ella se entronizaba lentamente oscureciéndolo todo en torno y yo bajo su halo, perteneciendo ya sólo a su influjo, hasta que de improviso me oía llamar a voces por mi nombre, me buscaban con susto y era oírlos exactamente igual que despertar, un poco lo que me ha pasado antes cuando se fue el caballo, que, por cierto, hay luna llena esta noche; tardaba un rato en reconocer el lugar y los rostros, me había olvidado de todo y a aquella sensación le llamaba "mi fuga", pero no siempre la sentía llegar, no siempre me daba tiempo a darle nombre, a decir "ya me viene la fuga", sino que estaba sin más en aquella otra orilla no sé cómo ni desde cuándo, como pasa al dormirse. A mamá fue a la única que traté de explicárselo y noté que entendía en que no me pidió más puntualizaciones, le dije simplemente: "me viene la tristeza con la luna y me siento perdida, que no soy nadie, hasta que ella me coge y me lleva en volandas, porque me escapo, de verdad, y no lo puedo remedir yo, como si se me hubiera ido el cuerpo a otro lado"… "Que sí, hija, que sí… -y lo dijo bajito, mirando alrededor porque ella de su madre tenía vergüenza y miedo-, yo también soy lunera, claro"; qué fácil era todo con mamá y en cambio qué difícil meter en casilleros aquel otro saber que iba uno por su cuenta poseyendo, cómo se estrellaba, por ejemplo, el sentido intrincado de mis fugas contra la insoslayable separación entre alma y cuerpo que las normas mandaban respetar. Confesarse, por eso, era tarea ingrata y agobiante, era hacer coincidir quieras que no lo libre con lo impuesto, y qué duro acomodo hablar de cuerpo y alma a través de los agujeritos del confesonario y en aquella postura tan incómoda con el zoquete de don Santiago que nunca entendió nada fuera de los discursos del general Varela, y el pobre sigue igual, antes le he tenido que decir que se fuera porque es que no aguanto a la gente tan cerrada, venía dispuesto a quedarse toda la tarde a la cabecera de la abuela, dice que me voy a condenar, que yo tengo la culpa de que ella ahora no pueda ver a los curas, con lo piadosa que era, ya ves qué culpa voy a tener yo si no la veo ni la oigo más que de ciento en viento; en fin, pues con él me tocaba confesarme, hijo, me costaba sudores de muerte, tenía que hacer ensayo general la noche antes, y es que fíjate, aquel asunto dé leer, por ejemplo, que constituyó durante años la materia más peliaguda de mis confesiones por cómo se iba identificando para mí con la noche, con los tactos furtivos, con una rebeldía contra leyes y horarios y un marcado placer por lo prohibido,
¿a qué jurisdicción pertenecía?, ¿a la espiritual o a la corporal?, si era imposible, absurda, la elección, si se trataba precisamente de una marea que invadía de golpe cuerpo y alma dibujándoles costas y arrecifes idénticos, acompasando placenteramente al uno contra la otra, alas y raíces, deseo y sangre, cuerpo y alma, claro, inflándolos a la par. "Me alegro de crecer -le dije a don Santiago- (todavía se acuerda porque antes me lo ha dicho) y de sentirme el cuerpo por la noche porque es lo más mío que tengo, me gustaría llevar escotes, pelo muy largo suelto y túnica sin mangas y siempre estoy soñando que me escapo." Y una tarde que vino él a casa a tomar chocolate con la abuela oí que se lo contaba con palabras distintas y mucho más vulgares, una atribución tan tergiversada y burda como las palabras que el sol le podía haber dicho a la luna, caso de que se hablasen igual que en la canción, y aunque me pareció una puñalada trapera indigna de un cura, me facilitó por otra parte una especie de autoabsolución para con mis pretendidos pecados; desde entonces, cruz y raya, confesión convencional y se acabó, en los dominios de lo mío no tenía por qué legislar nadie, separé mis ensoñaciones solitarias de todo aquel mundo reglamentado de opiniones y castigos, le eché leña al fuego, hilo a la cometa, allá va, me gozaba en transgredir, en disimular, en tobar libros de la biblioteca, en fortificar el escondite que visitaba luego de noche; lunera, sí, marcada por la luna. Aprendía los juegos de los niños y los ejercitaba, estudiaba de prisa, sonreía, daba besos a los mayores, ponía cara de escuchar sus amonestaciones y consejos, pero por debajo de los ademanes y tactos aprendidos, de cuanto hacía, veía y escuchaba, entreverando las oraciones nocturnas, las quejas y conflictos de los adultos, las noticias acerca de una guerra que se estaba fraguando o nos cercaba ya o acaba de pasar arrasándolo todo, surgía incontenible, al atardecer, la visita de esa sensación que me iba aislando y que al principio podría definirse como doloroso hueco a llenar, como un comprobar la carencia fundamental de algo que nunca va a alcanzarse, hasta que de repente se ponía a respirar en mí otro ser de ficción que me marcaba y habitaba con sus derivaciones de vida y sufrimiento. Y así supe lo que es consumirse de esperanza, amar en la ausencia, recordar peligros y dulzuras recién vividos, palpitar acechando una vereda en sombras, apretar con vehemencia una carta de amor imaginaria, llorar desvíos injustificables; emociones precursoras de las que más tarde, al sustentarse sobre argumentos reales, no sólo conocía ya sino que las sentí más falaces y menos genuinas que las de esos veranos de la infancia cuando en cada anochecer venía a ser sustituida por la protagonista de la historia que estuviera leyendo; juguete todas ellas de aventuras y pasiones convencionales, fantasmas literarios de cuarta o quinta fila creados a golpe de codos y desencanto en lejanas pensiones de Londres, Nápoles o París, vertidas luego sus peripecias al precario castellano de las traducciones malpagadas donde enjugaban su fracaso y la renuncia a sus sueños tantos periodistas ambiciosos llegados de provincias a la corte con diecinueve años, hundidos progresivamente en el marasmo nacional de principios de siglo, muchachos de carne y hueso que también habrían soñado con el amor en los atardeceres de su provincia, tertuliantes enardecidos al hablar de los males del país, alicaídos al recontar su peculio por la noche, erigidos, a su vez, en personajes patéticos por la literatura posterior al noventayocho, retablo de estertores donde todo se enhebra. Este invierno pasado, por ejemplo, asistiendo una noche a la representación que también a destiempo, como todo, se ha hecho en Madrid de
El sol le dijo a la luna,
ocairí, ocairá,
apártate, bandolera,
ocairí, ocairá;
mujer que anda de noche
no puede ser cosa buena;