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—Tengo trabajo que hacer.

—Pues partamos un día más tarde.

—Tengo trabajo que hacer.

Ella suspiró, lo besó y se marchó.

Nafai cono una rebanada de pan, envolvió con ella un fruto maduro y comió un bocado mientras salía del edificio de mantenimiento para regresar a la nave estelar.

(Vaya si eres listo.)

Eso creo, respondió Nafai en silencio.

(Todos creen que ni siquiera hablé de esto contigo.)

Nunca lo hiciste.

(No haberme escuchado no es lo mismo que no haberme oído.)

Nunca discutimos sobre ello, y nunca sucederá.

(Sucederá porque debe suceder. De lo contrario, te matarán, y también a Luet.)

No puedes ver el futuro.

(Elemak se quedará con tus hijos y los convertirá en esclavos.)

No castigará a los hijos por lo que han hecho los padres.

(Él lo llamará adopción. Eiadh se encargará de convertirlo en esclavitud.)

No sucederá.

(Sucederá si no reúnes a seis hombres jóvenes cuya lealtad hacia ti sea absoluta.)

Te repito por milésima vez que ni siquiera pensaré en hacerlo sin el consentimiento de los padres. Y no levantaré un dedo para convencerlos. Más aún, me opondré a ello.

(Buena estrategia, Nafai. Así no podrán culparte cuando lamenten haber dado su consentimiento.)

Nafai sacudió la cabeza. Nunca accederán a eso, dijo en silencio.

(Subestimas mi influencia.)

4. PERSUASIÓN

Shedemei miró de nuevo a los niños. Por tercera vez esa noche. Cuando regresó a la cama, Zdorab estaba despierto.

—Lo lamento —dijo Shedemei—. He tenido un sueño.

—Una pesadilla, querrás decir. Por un instante ella no comprendió.

—¿Tú también lo has tenido?

—No —respondió él con disgusto—. ¿Ha sido uno de esos sueños ?

—No, no. No venía del Guardián de la Tierra. En ese caso sueño con jardines.

—Pero no es lo que has soñado esta noche. Shedemei negó con la cabeza.

—Y no piensas contármelo.

—Si quieres, lo haré. Zdorab aguardó.

—Zdorab, nos veía a nosotros… llegando a la Tierra. Todos nosotros saliendo de la nave. Tú y yo, iguales, tal como somos ahora. Pero entonces vi a un hombre y una mujer jóvenes que nunca había visto. Él era apuesto y de rostro radiante, jovial y fuerte. Ella era morena pero su sonrisa era deslumbrante, y se echó a reír, y la inteligencia brillaba en sus ojos.

—Y él tenía dieciocho años y ella dieciséis —rezongó Zdorab con voz trémula.

—Rokya y Dabya son los únicos hijos que tendré —dijo ella.

—¿Piensas acusarme de ello? ¿Después de tantos años?

—No estoy acusando a nadie. Sólo… he ido a mirarlos. Para cerciorarme de que estaban bien. Para cerciorarme de que no tenían… el mismo sueño.

—¿Y cómo lo has sabido? ¿Los has despertado para preguntárselo?

—No sé qué están soñando. Sólo sé que son muy pequeños. Y siento tantos deseos de ver cómo serán. Cómo serán la próxima semana, y el próximo mes, y el próximo año… pero luego también he visto que…

—¿Qué? —preguntó Zdorab.

—He recordado cómo eran. Cuando eran bebés. Cuando los amamantaba. Cuando caminaron por primera vez. Cuando hablaron por primera vez, cuando jugaron por primera vez, cuando aprendieron a leer y a escribir. Lo recuerdo todo, y esos niños se han ido.

—No se han ido. Sólo han crecido.

—Han crecido, lo sé, pero cada edad suya, eso se pierde. Pierdes esos años, hagas lo que hagas. Crecen, dejan atrás su infancia, y no te agradecen que la recuerdes.

Zdorab sacudió la cabeza.

—He visto cómo este ordenador engreído influye sobre la gente, Shedemei. Tú sabes que no quieres que Nafai y Luet críen a tus hijos. Ellos mismos son niños.

—Sé que no quiero. Pero ¿qué es mejor para ellos? ¿Qué es mejor para todos? La gente envía sus hijos a la guerra, los sacrifica en grandes actos de heroísmo.

—Y cuando los pierde, llora a lágrima viva su arrepentimiento.

—Pero ¿no lo entiendes? No los perderemos. Será como… como si los mandáramos a la escuela. La gente lo hacía constantemente en Basílica. Enviaba a sus hijos a una casa ajena para que los criaran. Si nos hubiéramos quedado allí, también lo habríamos hecho. Ya se habrían ido, ambos. Sólo nos perderíamos las vacaciones.

Zdorab se apoyó en el codo.

—Como bien dices, Shedemei, son nuestros dos únicos hijos. Nunca creí que tendría ninguno. Sólo lo hice como un favor hacia ti, porque eres mi amiga y los deseabas mucho. Y si me hubieras preguntado entonces, cuando fueron concebidos, si podías entregarlos, te habría dicho que eran tuyos y que hicieses lo que quisieras. Pero ahora no son sólo tuyos. Los he engendrado, por increíble que me parezca, y les he educado y les he brindado amor y afecto, así que te diré algo. No quiero perderme uno solo de sus días.

Shedemei sacudió la cabeza.

—Tampoco yo.

—Olvida esos sueños, Shedya. Deja que el gran ordenador del cielo planee lo que quiera planear. No formamos parte de ello.

Ella se acostó junto a él.

—Pues yo formo parte de ello, claro que sí.

—¿Por qué lo dices? Ella le cogió la mano.

—Esa tontería que dije. Sobre los genes. La manifestación de los genes recesivos, todo eso. La cama tembló. Zdorab se estaba riendo.

—No tiene gracia.

—¿Nada de eso era cierto?

—Ignoro si es cierto o no. Ellos saben que soy experta en genética, y creen que sé de qué hablo. Pero no lo sé. Nadie lo sabe. Podemos catalogar los genomas, pero la mayor parte de cada molécula genética todavía no está descifrada. Se creía que era pura jerigonza sin sentido, pero no es así. Lo he aprendido trabajando con plantas. Todo está… latente. Aguardando. Nadie sabe qué pasará si permiten que esos primos se casen.

Zdorab rió un poco más.

—No es gracioso —dijo Shedemei—. Debo contarles la verdad.

—No —dijo Zdorab—. Con lo que has dicho, no sentirán necesidad de incluir a nuestros hijos en sus experimentos. Perfecto. Así debe ser.

—Pero mira a Issib.

—¿Qué? ¿Su problema es genético a pesar de todo?

—No, esa parte era verdad. Pero mira cómo ha sufrido, Zodya. No está bien permitir que otros niños pasen por lo mismo, y otros padres. No puedo…

Zdorab suspiró.

—Finges ser inconmovible. Shedya, pero eres blanda como queso en un día de verano.

—Gracias por elegir una analogía tan maloliente.

—Shedya, si lo que dijiste no es verdad, ¿cómo se te ocurrió?

—No sé. Las palabras brotaron de mis labios. Porque necesitaba decir algo para apartarlos de nuestros hijos.

—Correcto. Ahora bien, el Alma Suprema es capaz de decirles cosas, ¿verdad?

—Continuamente.

—Pues deja que el Alma Suprema les advierta de que sus hijos no deben practicar la endogamia. Shedemei reflexionó un instante.

—Nunca lo había pensado. No soy de esas personas que dejan las cosas en manos del Alma Suprema.

—Además —dijo Zdorab—, ¿cómo sabes que el Alma Suprema no ha puesto esas palabras en tus labios?

—Oh, no seas…

—Hablo en serio. Dices que las palabras te brotaron de los labios. ¿Cómo sabes que no las envió el Alma Suprema? ¿Cómo sabes que no es verdad?

—Pues no lo sé.

—Ahí lo tienes. No necesitas decirles nada de nada.

Shedemei no encontró respuesta para eso. Zdorab tenía razón.

Permanecieron largo rato en silencio. Ella pensó que él estaba dormido. Luego Zdorab habló con un hilo de voz.

—No somos sólo un hombre con hijos y una mujer con hijos que comparten el mismo techo, los mismos hijos, ¿verdad?