—No necesitarán ordenadores en la nueva colonia.
—Entonces matemática. Agrimensura. Triangulación. Puedo leer los mismos libros que tú y enseñar su contenido igual que tú. ¿O pensabas instalar un laboratorio agrícola? ¿De silvicultura, tal vez? ¿Cuándo íbamos a subir los árboles a bordo?
—No había pensado en ello.
—Querrás decir que el Alma Suprema no había pensado en ello.
—Como sea.
—Hazlo por turnos. Despierta a Luet un tiempo, pero luego déjala dormir de nuevo. Despiértame a mí, despierta a Hushidh. Despierta a Madre y Padre. Unas semanas cada uno. Entonces veremos crecer a los niños. No nos lo perderemos todo. Y cuando lleguemos a la Tierra, serán hombres y mujeres. Estarán preparados para defenderte contra los demás.
Nafai no respondió de inmediato.
—No es así como el Alma Suprema se lo explicó a Luet.
—¿Y acaso está grabado en piedra que tienes que seguir el Alma Suprema en todo? Mientras hagas lo que desea, la metodología no importa, ¿verdad?
—¿Hushidh opina lo mismo?
—Tal vez. Dentro de poco.
—No tomaré el hijo de nadie sin su consentimiento.
—¿De veras? ¿Y los niños? ¿Piensas consultarles?
—Pues debería. Pensaré en esto, Issib. Tal vez esta solución funcione.
—Bien, porque creo que el Alma Suprema tiene razón. Si no hacemos esto, si no cuentas con jóvenes fuertes que te respalden, en cuanto bajemos de la nave estelar, en cuanto se debilite la influencia del Alma Suprema, serás hombre muerto, y también yo.
—Pensaré en ello —dijo Nafai.
Issib se levantó de la silla y se dirigió hacia la puerta, apoyando casi todo su peso en los flotadores. Al llegar a la puerta se volvió.
—Algo más —dijo.
—¿Qué? —preguntó Nafai.
—Te conozco mejor de lo que crees.
—¿Sí?
—Por ejemplo, sabía que el Alma Suprema te había hablado de este asunto mucho antes de que a Luet se le escaparan esas palabras.
—¿De veras?
—Y sé que deseabas que ocurriera. Sólo que no querías que fuera idea tuya. Querías que nosotros te convenciéramos. Así no podremos culparte después. Porque intentaste disuadirnos de ello.
—¿Tan listo soy? —preguntó Nafai.
—Sí —dijo Issib—. Y yo soy tan listo como para deducirlo.
—Pues entonces no soy tan listo, a fin de cuentas.
—Sí, lo eres. Porque realmente quiero que lo hagas. Y nunca podré culparte si no me gustan los resultados. Así que ha funcionado.
Nafai sonrió.
—Ojalá tuvieras toda la razón —dijo.
—¿Y en qué me equivoco?
—De todo corazón, preferiría que todos nuestros hijos durmieran durante el viaje. Porque preferiría que no hubiera divisiones en la nueva colonia. Porque preferiría que mi hermano Elemak fuera nuestro rey y que nos gobernara antes que tenerle como enemigo.
—¿Y por qué no dejas que lo haga?
—Porque odia al Alma Suprema. Y cuando lleguemos a la Tierra, se opondrá a los deseos del Guardián de la Tierra. Terminará destruyéndonos a todos con su terquedad. No puede gobernarnos.
—Me alegra que lo entiendas. Porque en cuanto empieces a pensar que él debe gobernar, te destruirá.
Volemak, Rasa, Hushidh, Issib y al fin Shedemei y Zdorab fueron a verle, sólo una hora antes del momento en que todos debían dormirse para el viaje.
—Yo no quiero hacerlo —dijo Zdorab.
—Entonces no despertaré a tus hijos —dijo Nafai—. Aún no sé si despenaré a alguien.
—Claro que sí —dijo Shedemei—. Y también nos despertarás a nosotros, de cuando en cuando, para que te ayudemos a instruirlos. Ése es el trato.
—Y cuando lleguemos a la Tierra, y nuestros hijos sean diez años mayores que los de Elya, Meb, Vasya y Briya, ¿os pondréis de mi parte? ¿Diréis que esto os pareció buena idea? ¿Que me pedisteis que lo hiciera?
—Nunca diré que me pareció buena idea —dijo Zdorab—. Pero admitiré que te pedí que lo hicieras.
—No es suficiente. Si no te parece buena idea, ¿por qué permites que tus dos únicos hijos participen en esto?
—Porque mi hijo nunca me perdonaría si supiera que tuvo la oportunidad de llegar a la Tierra como hombre, y yo hice que llegara como niño.
Nafai cabeceó asintiendo.
—Es un buen motivo.
—Pero recuerda, Nafai —dijo Zdorab—. Lo mismo vale para los otros niños. ¿Crees que cuando Protchnu, el hijo de Elya, despierte y descubra que tu hijo menor, Motya, es ocho años mayor en vez de dos años menor… crees que Protchnu te perdonará, o Motya? Esto encenderá odios que se mantendrán generación tras generación. Siempre creerán que les robaron algo.
—Y tendrán razón —dijo Nafai—. Pero sólo se les habrá robado después de que lo rechazaran.
—De eso nunca se acordarán.
—¿Y tú?
Zdorab reflexionó un instante.
—Si él no lo recuerda —dijo Shedemei—, yo se lo recordaré.
Zdorab sonrió adustamente.
—Vámonos a la cama —dijo.
Independientemente de quiénes despertaran después, todos estarían dormidos para el lanzamiento. Era imposible soportar despierto la tensión y el dolor, así que estarían envueltos en espuma dentro de las cámaras de sueño.
Cada pareja puso a sus hijos a dormir, acostándolos en las cámaras de animación suspendida, besándolos, cerrando la tapa y mirando por la ventana hasta que se sumieron en el sueño con que las drogas iniciaban el proceso. Los niños sentían algo de temor, sobre todo los mayores, que entendían lo que estaba pasando, pero también había en ellos entusiasmo y ansiedad.
—¿Y cuando despertemos estaremos en la Tierra? —preguntaban una y otra vez.
—Sí —respondían sus padres.
Nafai llevó a los padres a la sala de control y les mostró el calendario con la señal de alarma que los despertaría a medio camino.
—Podréis examinar a vuestros hijos para comprobar que están dormidos —les aseguró.
—Ahora puedo dormirme tranquilo —respondió Elemak con seca ironía.
Nafai los miró dormirse uno por uno, y uno por uno autorizó a los ordenadores a que los drogaran, los envolvieran con espuma, los congelaran hasta que apenas quedara vida en sus cuerpos. Luego él también subió a su cámara y cerró la tapa. Recordó entonces una antigua plegaria que había hallado una vez en los archivos de la biblioteca: «Ahora me acuesto a dormir; ruego al Señor que guarde mi alma.
Y si muero antes de despertar, ruego al Señor que se lleve mi alma.»
Ningún ser humano vio la nave que ascendía silenciosamente en el aire, cien metros, mil, hasta la altura que permitía el campo magnético de la pista de aterrizaje. Luego los cohetes de lanzamiento se dispararon, vomitando fuego mientras la nave estelar se elevaba en el cielo nocturno.
A lo lejos, en la otra orilla del angosto mar, los viajeros que recorrían la senda de las caravanas vieron la estrella fugaz.
—Pero se está elevando —señaló uno de ellos.
—No —dijo otro—. Es sólo una ilusión, porque viene hacia nosotros.
—No —insistió el primero—. Se está elevando en el cielo. Y es demasiado lenta para ser una estrella fugaz.
—¿De veras? —se mofó el otro—. ¿Pues entonces qué es?
—No sé —dijo el primero—. Pero agradezco al Alma Suprema que hayamos podido verla.
—¿Por qué?
—Porque después de millones de años, so tonto, un hombre no puede ver nada que no se haya visto cientos o miles o millones de veces. Pero nosotros hemos visto algo que nadie había visto jamás.
—Eso crees tú.
—Sí, eso creo yo.
—¿Y de qué sirve ver algo maravilloso si no tienes ni idea de lo que has visto?