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La nave estelar Basílica se elevó a más altura, abandonando el campo gravitatorio del planeta Armonía. Cuando estuvo a suficiente distancia, los cohetes se apagaron. No volverían a usarse hasta llegado el momento de descender en otro mundo. Algo se desprendió de los flancos de la nave, un tejido de hebras tan finas que habrían resultado invisibles de no ser por la luz que brillaba en los cables cuando una molécula de hidrógeno o una partícula aún más pequeña caía en el campo energético que esa red generaba. Entonces podía verse su forma: una vasta telaraña que recogía el polvo del espacio para alimentar el avance de la nave. La Basílica aceleró, dejando atrás Armonía, apenas otro punto de luz que a simple vista no se podía distinguir de los demás. Al cabo de cuarenta millones de años, los seres humanos abandonaban la superficie de aquel mundo y, contra todo pronóstico, retornaban al hogar.

5. EL FISGÓN

Al despertar, los niños creyeron que habían llegado a la Tierra. Eso les habían dicho cuando los pusieron a dormir en las cámaras de animación suspendida: Al despertar, estaréis en la Tierra.

Oykib, sin embargo, ya sabía que despertaría mucho antes. No le extrañó sentirse liviano y fuerte en vez de notar la gravedad normal, ni que cada paso lo enviara al cielo raso de un salto. Así era en el espacio, donde no lo retenía un planeta sino sólo la aceleración de la nave. Y si le quedaban dudas, se disiparon en cuanto Nafai y Luet reunieron a los niños en la biblioteca —el mayor espacio abierto de la nave estelar salvo el centrífugo—, pues Oykib oía los tenues murmullos del Alma Suprema hablando con Nafai y Luet. Es mala idea. No les des la opción. Los niños de esa edad son demasiado pequeños para decidir algo tan importante. Sus padres ya han accedido. Si les dices que tienen una opción que en realidad no es tal, sólo te odiarán por ello. Y así sucesivamente.

Oykib oía estas conversaciones desde su temprana infancia. No recordaba ningún momento sin ellas. Al principio era una música, un viento, como el rumor de las olas para un niño que crece junto al mar. No le daba importancia, no le buscaba sentido. Poco a poco, al llegar a los cuatro o cinco años, comenzó a comprender que aquel ruido de fondo contenía nombres, ideas, y que esas ideas surgían luego en las conversaciones de los adultos.

Aunque las voces estaban en su mente, y no tenían sonido, comenzó a asociar ciertos modos de pensar con ciertas personas. Comenzó a notar que a veces, cuando estaba con Padre o Madre, Nafai o Issib, Luet o Hushidh, la conversación que oía con mayor claridad era la que más cuadraba con aquello de lo que hablaban con otra persona. Veía a Luet tratando de solucionar una riña entre Chveya y Dazya, por ejemplo, y oía que alguien decía: ¿Por qué no se opone a Dazya? ¿Por qué retrocede? Y alguien más —la voz más constante, la más fuerte— decía: Ella se opone, lo hace bien, ten paciencia, no necesita ganar abiertamente mientras le garantices tu respeto. Así supo que un estilo apasionado e íntimo significaba que oía a Luet; el estilo más frío y tranquilo pero más inseguro era de Hushidh. La voz más directa, impaciente y tajante era de Nafai.

Aun así, era tan pequeño que no comprendía que no debía oír esas cosas. Al principio le resultó claro a causa de los sueños, que era uno de los modos más elocuentes que el Alma Suprema tenía de hablar a las personas. Una vez, cuando Oykib era un chiquillo, Luet había ido a su casa para hablar con Madre acerca de un sueño que había tenido. Cuando terminó, Oykib comentó que él también había tenido aquel sueño, y repitió las cosas que Luet había visto.

Madre le respondió con una sonrisa, pero Oykib supo que no le había creído. La segunda vez que sucedió, con un sueño de Padre, Madre llevó a Oykib aparte y le explicó que no era necesario fingir que tenía los mismos sueños que los demás. Era mejor que describiera sólo sus propios sueños.

Le molestó que no le creyeran, y cada vez le molestaba más. ¿Acaso esos adultos que se comunicaban con el Alma Suprema pensaban que él, por tener tres o cuatro años, no podía comunicarse del mismo modo? Al fin comprendió que el problema era que el sueño era enviado a otra persona, que era apropiado para la situación de esa persona, no para Oykib. En consecuencia, los adultos sabían que el Alma Suprema no podía haberle enviado ese sueño, porque no tenía nada que ver con su vida. Y de hecho el Alma Suprema no le había enviado el sueño a él. Los sueños y las conversaciones eran reales, pero no le pertenecían.

Se preguntó por qué el Alma Suprema no tenía nada que decirle.

Cuando cumplió ocho años, ya había aprendido a no hablar de lo que oía. Por naturaleza era parco y reservado, y prefería guardar silencio cuando estaba en un grupo numeroso, escuchando, ayudando cuando lo necesitaban. Comprendía mucho más de lo que suponían los demás, en parte porque había crecido oyendo discusiones adultas con vocabulario adulto, y en parte porque además de la conversación oral oía retazos de diálogos internos cuando el Alma Suprema hacía sugerencias, cuando trataba de influir y a veces de distraer. El problema era que aquello siempre distraía a Oykib y le impedía tener pensamientos propios, pues su mente estaba ocupada tratando de seguir lo que sucedía a su alrededor. Cuando abría la boca para hablar, no sabía si estaba respondiendo a lo que decían en voz alta o a las cosas que él comprendía sólo porque oía lo que no debía.

Había otro motivo por el cual Oykib hablaba poco. Entendía lo que era un secreto y comprendía que la gente no se alegraría de saber cuánto sabía él. Sospechaba que todos se enfadarían si se enteraban de que sus pensamientos más íntimos, destinados al Alma Suprema, eran oídos y registrados por la mente de un niño de seis, siete u ocho años.

A veces el peso de estos secretos era excesivo para Oykib. Por eso había empezado a tener pequeñas charlas con Yasai, su hermano menor. Nunca le contaba a Yaya cómo sabía las cosas que sabía. En cambio prefería decir «Apuesto a que Luet está enfadada porque Hushidh nunca impide que Dazya sea prepotente con los más pequeños», o «Padre no ama a Nafai más que a ningún otro, pero Nafai es el único que entiende lo que Padre está haciendo y puede ayudarlo», Oykib sabía que Yaya estaba deslumbrado por sus «aciertos» y se sentía halagado de ser el confidente de su sabio hermano mayor. A veces se sentía un farsante, por hacerle creer que, simplemente, lo había adivinado. Pero Oykib entendía, sin saber por qué, que no convenía contarle a Yaya que su mente captaba cualquier comunicación con el Alma Suprema. Yaya sabía guardar secretos, pero una cosa tan importante se le escaparía tarde o temprano.

Así que Oykib callaba sus secretos. La situación más difícil se había presentado meses antes, cuando Nafai fue a las montañas y entró en el perímetro y encontró las naves estelares. Oykib oyó cosas terribles y temibles. Luet suplicando al Alma Suprema que protegiera a su esposo. El Alma Suprema urgiendo a alguien a conservar la calma, tranquilízate, no mates a tu hermano. Para entonces comprendía bastante bien a su comunidad y sabía quiénes planeaban matar a Nafai. Oykib quería hacer algo, pero estaba agobiado por aquel torbellino de necesidades y apetencias, de gritos y exigencias, de súplicas y lamentos. Estaba tan asustado que fue a ver a Madre, la abrazó y oyó que Volemak decía: «¿Ves cómo los niños captan cosas sin entenderlas?» Él quería decirle que entendía perfectamente que Elemak y Mebbekew planeaban matar a Nafai para gobernar a los demás, que lo sabía porque había oído que el Alma Suprema trataba de disuadirlo; sabía que Luet estaba aterrada y también sus padres, que Nafai podía morir. Pero también sabía que el Alma Suprema le decía un torrente de cosas a Nafai, cosas importantes, cosas bellas, sólo que él estaba lejos y sólo captaba fragmentos, y sabía que Nafai mismo no sentía temor, sólo entusiasmo, y gritaba en su interior: «¡Ahora lo entiendo! ¡Eso es! ¡Ahora lo comprendo!» Pero no podía explicar nada de esto. Sólo pudo aferrarse a su madre hasta que ella tuvo que apartarlo para continuar sus tareas. Luego habló con Yasai.