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Nafai estaba mostrando a los otros niños dónde dormirían: la habitación de las niñas y la habitación de los varones. Oykib, sumido en sus especulaciones sobre el matrimonio, se había quedado en la biblioteca y estaba a solas con Luet.

—Tenías mucho que decir hoy —dijo Luet—. Habitualmente eres callado.

—Vosotros dos no lo decíais —repuso Oykib.

—No, tienes razón. Y tal vez tuviéramos buenas razones para ello, ¿no crees?

—No, no había buenas razones —respondió Oykib. Sabía que era una audacia decirle semejante cosa a un adulto, pero a estas alturas no le importaba. A fin de cuentas era el hermano de Nafai, no su hijo.

—¿Tan seguro estás? —preguntó Luet de mal talante.

—No explicabais la verdadera razón porque pensabais que no la entenderíamos, pero la entendimos. Todos lo hicimos. Y cuando al fin decidimos, sabíamos lo que estábamos eligiendo.

—Puedes creer que lo entiendes, pero no es así —dijo Luet—. Es mucho más complicado de lo que crees, y…

Oykib se enfureció. Él había oído las discusiones con el Alma Suprema, todos los matices y problemas que les habían preocupado. No les diría cómo sabía esas cosas, pero tampoco fingiría que no podía entenderlas.

—¿Has pensado, Lutya, que tal vez es mucho más complicado de lo que crees?

Tal vez fue porque la había llamado por su apodo —¡a ella, una adulta!— o tal vez porque ella había reconocido la verdad de lo que él decía, pero Luet guardó silencio y lo miró fijamente.

—Tú no lo comprendes todo —dijo Oykib—, pero aun así tomas decisiones. Bien, nosotros tampoco lo comprendemos todo. Pero hemos decidido, ¿verdad? Y hemos tomado la decisión correcta, ¿verdad?

—Sí —murmuró ella.

—Tal vez los niños no sean tan estúpidos como crees —añadió Oykib. Hacía tiempo que quería decirle eso a un adulto. Esta parecía la ocasión apropiada.

—No creo que los niños sean estúpidos…

Pero antes que ella pudiera terminar la frase, Oykib dejó la biblioteca y atravesó el corredor buscando a los demás. Si no estaba allí cuando eligieran, terminaría por quedarse con la peor cama.

De todos modos terminó por quedarse con la peor cama: la litera inferior, junto a la puerta, donde estaría a la vista de todos los que pasaran por el corredor, de modo que no podría ocultar nada. Había elegido el mejor sitio, y nadie se había atrevido a discutir porque era el primer varón. Pero vio que Motya se sentía muy mal por tener el peor lugar, sobre todo cuando Yaya y Zhyat se burlaron de él. Así que ahora tenía la peor cama y sabía que después nadie querría cambiar. Diez años, pensó. Tendré que dormir aquí diez malditos años.

6. EL DIOS FEO

La madre de Emeez la llevó a la caverna sagrada cuando tenía seis años. Era un lugar milagroso porque era subterráneo pero no lo había cavado la gente. Así era su forma, un regalo de los dioses; ellos lo habían creado, así que ahí llevaban a los dioses para adorarlos.

La caverna era extraña, áspera y húmeda, no seca y lisa como los túneles de la ciudad. Un agua lodosa goteaba por doquier. Su madre le explicó que el agua dejaba una diminuta cantidad de limo con cada gota, y que con el tiempo formaba las macizas columnas. Pero ¿cómo era posible? ¿Acaso las columnas no sostenían el techo de la caverna? Si las columnas se formaban con el goteo del agua durante tantos años, ¿cómo se había sostenido el techo en un principio? Pero su madre le explicó que esta caverna estaba hecha de piedra.

—Los dioses abren agujeros en las montañas así como nosotros arrancamos trozos de piedra para nuestras espadas. Pueden sostener un techo de piedra tan ancho que no llegas a ver el otro lado, ni siquiera con la antorcha más brillante. Y ningún viento, por fuerte que sea, puede arrancar el techo del túnel de los dioses.

Por eso son dioses, supongo, pensó Emeez. Había visto los efectos de una tormenta en la parte alta de la ciudad, donde había derribado tres árboles-techo de modo que la lluvia y el sol entraban en lo que antes eran cuartos de juegos y salas de reunión. Tardaron días en sellar los pasajes y crear nuevos túneles para reemplazar el espacio perdido, y durante ese tiempo dos primos y tres primas se habían quedado con ellos. Su madre se había vuelto loca, y a Emeez poco le había faltado. Eran gente reservada y tranquila, y no sabían vérselas con esos fisgones entrometidos. ¿Qué es esto, aprendemos a tejer a tan corta edad? Oh, sin duda ya te has fijado en algún joven apuesto que acaba de salir en su primera cacería, cosa pequeña y bonita.

Una mentira. Porque Emeez no era una cosa pequeña y bonita. No era bonita. No era pequeña. Y por cierto no era una cosa, aunque mucha gente la tratara como tal. Por lo pronto, era demasiado velluda. A los hombres les gustaban las mujeres de vello sedoso, no oscuro y tosco como el de ella. Y su voz no era atractiva. Trataba de hablar como su madre, pero Emeez no tenía esa musicalidad.

Una vez, cuando la prima Issess —¡vaya nombre insípido!— no sabía que Emeez estaba cerca, le dijo a su estúpida hija Aamuv: «Pobre Emeez. Es un caso de atavismo. Son tan velludos como ese lomo de la ladera este de la montaña. ¡Espero que no tenga ninguno de sus otros rasgos!» Se contaba que los velludos habitantes de la ladera este se comían el corazón y el hígado de sus enemigos, y algunos decían que ensartaban a sus víctimas y las asaban enteras. Monstruos. Eso era lo que la gente pensaba de Emeez por ser tan velluda.

Bien, no podía evitar que su cuerpo fuera así. Al menos no padecía una horrenda infección fungosa como la que volvía tan maloliente al pobre Bomossoss. Era un gran guerrero, pero nadie soportaba su hedor. Muy triste. Los dioses hacen lo que quieren con nosotros. Al menos yo no apesto.

En ese momento no se celebraba ningún acto de adoración, pues eso era cosa de hombres, no de mujeres, y mucho menos de chiquillas. Pero Emeez había oído decir que los hombres adoraban a los dioses lamiéndolos para humedecerlos y ablandarlos y que después se los frotaban por todo el cuerpo. Nunca lo había creído, hasta que entró en la primera cámara de plegarias.

Algunos dioses eran intrincadas tallas de rostros asombrosamente bellos. Imágenes de fieros guerreros y de las odiosas reses del cielo, de cabras y venados, de serpientes enroscadas y libélulas posadas sobre espadañas. Pero cuando su madre le señaló a los dioses más sagrados, a los más adorados, Emeez se sorprendió de que esas tallas no fueran intrincadas. Las más sagradas eran lisos terrones de arcilla.

—¿Por qué los más hermosos no son tan sagrados como los que no se parecen a nada?

—Ah, pero debes saber que en un tiempo fueron los más bellos; los han adorado con sumo fervor, y nos han dado buenos hijos y buena cacería. La adoración los ha alisado. Pero recordamos cómo eran.

Los dioses lisos la perturbaron.

—¿Nadie puede tallarles nuevos rostros?

—No seas ridícula. Eso sería blasfemia —respondió su madre con fastidio—. Caramba, Emeez, no entiendo cómo funciona tu mente. Nadie talla a los dioses. No tendrían ningún poder si simplemente los hombres y las mujeres los hicieran de arcilla.

—¿Entonces quién los hace?

—Los traemos a casa. Los encontramos y los traemos a casa.

—Pero ¿quién los hace?

—Se hacen a sí mismos. Se levantan por sí mismos de la arcilla de la ribera.

—¿Alguna vez podré mirar?

—No.

—Quiero mirar cómo aparece un dios. Su madre suspiró.

—Supongo que ya tienes edad. Si prometes que no irás a contárselo a los más pequeños.

—Lo prometo.