—En una época del año, durante la estación seca, las reses del cielo descienden y moldean el lodo de la ribera.
—¿Las reses del cielo? —Emeez se quedó pasmada—. Bromeas. Eso es repulsivo.
—Sería repulsivo, naturalmente, si pensaras que las reses del cielo entienden lo que hacen. Pero no lo entienden. El dios despierta en ellas y les hace moldear la arcilla con formas intrincadas y caprichosas. Cuando han terminado, se van. Las dejan. Para nosotros.
Las reses del cielo. Aquellas alimañas volantes que a veces emboscaban y mataban a los cazadores. La gente les robaba las crías para asarlas y alimentar a las mujeres encintas. Eran bichos peligrosos, obtusos, traicioneros y mañosos. ¿Y ellos hacían a los dioses?
—No me siento bien, madre —dijo Emeez.
—Bien, siéntate aquí un momento y descansa. Debo reunirme con la sacerdotisa tres habitaciones más arriba, y no puedo llegar tarde. Pero luego puedes venir a buscarme, ¿sí? No te desviarás del camino principal ni te perderás, ¿no?
—No creo que me haya vuelto estúpida, madre.
—Pero de repente te has vuelto grosera. Eso no me agrada, Emeez.
Bien, a nadie le agradan muchas cosas de mí, pensó Emeez. Pero eso no significa que tenga que estar de acuerdo con los demás. Creo que soy excelente compañía. Soy mucho más lista que mis amigas, y todo lo que me digo a mí misma es conmovedor e interesante y nunca se ha dicho antes. No como esas tontas que repiten una y otra vez los «sabios» argumentos de sus madres. Y soy mejor compañía que los varones, que siempre andan arrojando, rompiendo y cortando cosas. Mucho mejor para cavar y tejer, como hacen las mujeres, para recoger cosas en vez de matarlas, para combinar hojas y frutas y carnes y raíces de un modo que realce su sabor. Seré una gran mujer, velluda o no, y el hombre a quien le toque en suerte fingirá que está defraudado, pero secretamente estará satisfecho, y le daré gran cantidad de críos despiertos y velludos y serán feos y listos como yo, hasta que un día todos despabilen y comprendan que las velludas son mejores madres y esposas y que las lampiñas son viscosas y frías como melones pelados.
De mal humor, Emeez se levantó y miró a los dioses con atención. No podía evitarlo. No veía nada interesante en los dioses más adorados. Le fascinaban los que eran puros e intrincados. Tal vez ahí radicada el problema: la atraían los dioses de poco prestigio, y por eso sufría la maldición de la fealdad, porque los dioses influyentes sabían que ella no gustaría de ellos. Pero era terrible castigarla desde el nacimiento por un pecado que no cometería hasta los seis años, sólo dos años antes de volverse mujer.
Bien, si ya me han castigado por ello, haré lo posible para merecer ese castigo. Encontraré al dios más bello y menos adorado de todos y lo elegiré como favorito.
Y se puso a buscar uno que estuviera en perfectas condiciones. Pero todos los dioses habían recibido por lo menos alguna adoración, y aunque pudo encontrar fragmentos que todavía tenían hermosos detalles, no halló ninguno intacto.
Hasta que encontró el más sorprendente, en un rincón de una pequeña cámara lateral. No se parecía a ningún otro. Más aún, no se parecía a ninguna bestia conocida. Y la talla estaba intacta. No estaba alisada por ninguna parte, lo cual significada que nadie lo había adorado nunca.
Bien, le dijo Emeez al dios feo, ahora yo soy tu adoradora. Y te adoraré del mejor modo, no como los demás. No te lameré ni te frotaré ni te haré ninguna de esas cosas repulsivas que hacen con esos dioses lodosos. Te adoraré mirándote y diciendo que eres una herniosa estatua.
Eso sí, era una hermosa estatua de una criatura asombrosamente fea. Mejor dicho, sólo la cabeza de una criatura. Tenía boca de persona y ojos de persona, pero la nariz apuntaba hacia abajo y la mandíbula era prominente y estaba en la base de la cabeza, que se angostaba hasta formar un cuello mucho más delgado que la mollera. ¿Cómo se puede sostener semejante cabezota sobre un cuello tan enclenque? ¿Y por qué una estúpida res del cielo decidía tallar algo que nadie había visto?
La respuesta a esta pregunta era bastante obvia, pensándolo bien. La res del cielo había tallado aquella cabeza porque ése era el aspecto del dios.
No. ¿Qué dios optaría por tener ese aspecto?
A menos —vaya pensamiento desconcertante— que los dioses no pudieran evitar tener el aspecto que les tocaba en suerte. A menos que este dios fuera tan feo como ella pero aun así tuviera derecho a contar con su estatua y a ser adorado, así que una res del cielo talló su cabeza, pero cuando lo llevaron allí ni un alma lo adoró y quedó olvidado en un rincón oscuro. Pero ahora te he encontrado, y aunque yo sea fea soy la única adoradora que tienes, así que ni sueñes con rechazarme.
(Te acepto.)
Lo oyó con tanta claridad como si alguien hubiera hablado detrás de ella. Dio media vuelta para mirar, pero no había nadie en ese recinto en penumbra.
—¿Me has hablado? —jadeó.
No hubo respuesta. Pero al mirar la bella estatua fea, de pronto supo algo, algo tan importante que debía contárselo de inmediato a su madre. Salió a la carrera y subió por el camino principal hasta llegar a la habitación donde su madre y la sacerdotisa conversaban animadamente.
—Veo que te sientes mejor, Emeez —dijo su madre, palmeándole la cabeza.
—Madre, debo contarte…
—Más tarde. Hemos decidido algo maravilloso para ti y…
—Madre, debo contártelo ahora.
Su madre la miró con enojo y embarazo.
—Emeez, Vleezheesumuunuun pensará que eres una malcriada.
Por el nombre de la sacerdotisa, Emeez comprendió que debía ser una persona muy importante y distinguida, y de pronto la asaltó la timidez.
—Lo lamento —se disculpó.
—Está bien —dijo la vieja sacerdotisa—. Como dicen, son las velludas las que todavía oyen la voz de los dioses.
Sensacional, pensó Emeez. No me digas que porque soy fea podría terminar siendo sacerdotisa.
—¿Qué querías contarnos, niña? —preguntó la sacerdotisa.
—Yo sólo… estaba mirando a un dios realmente hermoso, aunque era realmente feo, y de pronto supe algo. Eso es todo.
La sacerdotisa se apoyó en las cuatro patas. De inmediato su madre la imitó, y Emeez, con su buena crianza, supo que debía adoptar esa postura. Pero era alentador, pues significaba que la sacerdotisa la tomaba en serio.
—¿Qué has sabido de pronto? —preguntó Vleezheesumuunuun.
—Ahora que lo pienso, ni siquiera sé qué significa.
—Cuéntanoslo de todos modos —dijo su madre, y la sacerdotisa asintió con un parpadeo.
—Los que estaban perdidos han emprendido el retorno.
Su madre y la sacerdotisa la miraron desconcertadas.
—¿Eso es todo? —dijo al fin su madre.
—Eso es todo —susurró la sacerdotisa con los ojos cerrados—. No se lo cuentes a nadie.
—¿Sabes qué significa? —preguntó su madre.
—No, no sé qué significa. Pero recuerda esa canción sobre la creación, en la que la gran profetisa Zz dice: «No habrá más reses del cielo el día en que se encuentren los perdidos, ni más dioses del río cuando los errantes emprendan el retorno.»
—No, no la recuerdo, pero notarás que Zz no habla de perdidos que regresan. Ella dice que los perdidos se encuentran, y los que emprenden el retorno son los errantes. No creo que necesites tomarte esto tan en serio como para asustar a mi pobre hija.
Pero obviamente era su madre quien estaba asustada. Emeez, en cambio, estaba eufórica. El dios le había dicho que aceptaba su adoración, y luego le había dado un regalo, ese conocimiento que para ella no significaba nada pero aparentemente significaba mucho para la sacerdotisa, y también para su madre, aunque alegara lo contrario.
—Esto lo cambia todo —dijo la sacerdotisa.