—Eso me temía —dijo su madre con un hilo de voz.
—No seas ridícula —se quejó la sacerdotisa—. Aún encontraré un compañero para tu hija.
¡Encontrar un compañero! ¡Qué vergüenza! ¡Un matrimonio arreglado! ¿Su madre estaba tan segura de que ningún hombre la querría que había acudido a la sacerdotisa para disponer un matrimonio de sacrificio? ¿Un hombre se vería obligado a tomarla como esposa para reparar alguna ofensa? Emeez lo había visto un par de veces, y en ambos casos la mujer así ofrecida también era una ofensora, y su penitencia era ser aceptada por un hombre como una hierba pestilente para sanar una herida.
—¿Qué delito he cometido? —susurró Emeez.
—No seas arrogante —dijo la sacerdotisa—. Como he dicho, esto lo cambia todo.
—¿Por qué? —preguntó su madre.
—Digamos que cuando los labios de una joven prometen el cumplimiento de las palabras de Zz, esa joven no es entregada a un malhechor común ni a una nulidad moral.
Qué alegría, pensó Emeez con amargura. Entonces quizá me entreguen a un malhechor francamente espectacular.
—¿Tiene seis años? —preguntó la sacerdotisa—. ¿Le faltan dos años para ser mujer?
—En la medida en que podemos adivinar esas cosas. Es elección de los dioses, por cierto.
La sacerdotisa acarició la pelambre de Emeez. Como siempre, Emeez se envaró. La gente tocaba los miembros deformes o los muñones de los tullidos, y ella aborrecía esa costumbre, aunque supuestamente traía suerte. Pero pronto comprendió que la sacerdotisa no se limitaba a esa vacilante caricia de la suerte. Tocaba la pelambre de Emeez con verdadero afecto, y era agradable.
—No sé si hemos hecho bien en llamar hermoso a ese vello suave e insípido —comentó la sacerdotisa—. Sospecho que junto con el pelo de nuestras mujeres hemos perdido otra cosa. Cierta proximidad con los dioses.
Su madre era demasiado cortés para disentir, pero su silencio evidenciaba que no compartía tal opinión.
—Muf, el hijo del rey de guerra —dijo la sacerdotisa—, tendrá la edad adecuada al mismo tiempo que nuestra Emeez.
Tras una pausa, su madre se echó a reír.
—Oh, no estarás sugiriendo que…
—Una muchacha que oye el eco de Zz después de tantos siglos…
—Pero Muf no se alegrará de que lo entreguen…
—Muf se propone ser rey de guerra. Desposará a quien le señalen los dioses. En lo que a. mí concierne, hoy los dioses han escogido.
Pero no han sido los dioses quienes me han elegido, pensó Emeez. Al contrario, yo he elegido al dios.
—Es demasiado para ella —dijo su madre—. Nunca esperó semejante honor.
—Las muchachas que lo esperan —dijo la sacerdotisa— son precisamente las que nunca lo reciben. Al fin su madre se animó a creerlo, o al fin comprendió que su incredulidad le estaba revelando a Emeez lo que pensaba de ella. Sea como fuere, su madre al fin chilló de deleite y abrazó a Emeez.
Antes de despedirse, la sacerdotisa pidió a Emeez que le señalara al dios. En cuanto Emeez la condujo a la pequeña cámara lateral, supo qué dios sería.
—El que es grande y feo, ¿no? Nadie lo ha tocado jamás.
—Pero es una escultura maravillosa —dijo Emeez.
—Es verdad. Las manos grandes como las nuestras nunca podrían lograr esta compleja perfección. Por eso los dioses usan a las reses del cielo para cobrar forma material. Pero éste… siempre me pregunté qué haría, pues nadie le ha dado la oportunidad de hacer un niño, traer lluvia ni nada parecido. Debía de estar esperándote, niña. —Y de nuevo le acarició la pelambre.
Seré la esposa del nuevo rey de guerra, si él es digno de suceder a su padre. Haré todo lo que pueda para ayudarle a ser digno. Y mantendré una hermosa habitación para él, con alfombras y tapices, cestos y mantos incomparables. Y cuando la gente lo vea, no pensará: Pobre hombre, con esa esposa tan velluda. En cambio pensará: La esposa del rey de guerra es velluda, pero ha rodeado a nuestro rey de belleza.
Nunca olvidaré este regalo, le dijo en silencio al dios feo.
—¿Ahora trasladarás a este dios a campo abierto? —preguntó su madre.
—No —repuso la sacerdotisa—. Y ninguna de vosotras contará a nadie qué dios puso estas palabras en boca de la niña. Nadie ha tocado nunca a este dios. Que permanezca intacto.
—Nunca he oído que se tratara así a un dios poderoso —protestó su madre.
—Y yo nunca he oído decir que un dios intacto tuviera poder —dijo la sacerdotisa—. Aquí no hay precedentes, así que improvisaremos. Y no tocar a este dios parece haber dado buenos resultados. Es suficiente para mí.
Y para mí, pensó Emeez. Luego repitió en voz alta las primeras y más claras palabras que le había dicho el dios:
—Te acepto.
—Guarda esas palabras para tu esposo —dijo su madre—. Ahora será mejor regresar a casa, mientras todavía hay tiempo para preparar una buena cena.
Durante el regreso, su madre no se cansó de repetirle que debía callar todo aquello y no alardear ante nadie porque la vieja Vleezheesumuunuun aún podía cambiar de parecer mientras no hubiera hecho un anuncio público.
—O podría morir. Es vieja. Y no creas que las demás sacerdotisas me escucharían si yo fuera a decirles que Vleezheesumuunuun dijo que uniría a mi Emeez con Muf, el hijo del rey de guerra.
No, por supuesto que no me lo creo. ¿Quién podría creerlo?
Sin embargo, una pregunta la seguía inquietando, una pregunta que ni su madre ni la sacerdotisa parecían haberse planteado. ¿Qué significaba aquello de que los perdidos emprendían el retorno? ¿Quiénes emprendían el retorno? ¿Y cómo se habían perdido? ¿Y por qué ese extraño dios feo traía la noticia, habiendo miles de dioses en la caverna sagrada?
Debo observar y esperar, pensó Emeez. Creo que con estas palabras el dios se proponía mucho más que conseguirme un matrimonio tan por encima de mis expectativas. Procuraré entender su mensaje, y entonces lo difundiré o haré lo que el dios desee.
Cuando llegue el momento, sabré qué debo hacer. No se preguntó cómo sabía eso. Prefirió pensar en la palabra que añadiría a su nombre, pues la esposa del hijo del rey de guerra no se quedaría con su nombre de destete. ¿Emeezuuzh? Uuzh era el sufijo que su madre había adoptado en su día de gloria, cuando seleccionaron su cesto para el funeral del viejo rey de sangre. Pero era un nombre bonito, un nombre delicado cuando lo escogía una mujer. Emeez elegiría algo más fuerte. Tendría que pensar en ello. Tenía tiempo de sobra para decidirse.
7. TORMENTA EN EL MAR
Zdorab no había nacido en la época adecuada. Sólo ahora lo comprendía. Sabía que no encajaba donde se había criado, ni en Basílica, hasta que Nafai le dio la oportunidad de salvar la vida acompañándolo al desierto. Pero ahora, al final de su segundo período como instructor de los niños en la nave estelar Basílica, entendía cuál era su lugar. El problema era que la cultura que lo habría valorado había desaparecido hacía cuarenta millones de años.
Sin duda quien había construido aquella nave, con su elegancia de diseño y fabricación, era digno de admiración; pero al vivir en ella Zdorab comprendió que, además, amaba aquel modo de vida. Cierto, vivían encerrados, pero a juicio de Zdorab la vida al aire libre se valoraba más de la cuenta. No echaba de menos los insectos. No echaba de menos el exceso de frío y calor, de humedad y sequedad. No echaba de menos los excrementos de los animales, el olor de cosas extrañas en la cocina ni el tufo de la podredumbre de cosas conocidas.
Pero si disfrutaba de la vida a bordo no era por la ausencia de molestias, sino por las cosas positivas. Una cama confortable todas las noches. Ducharse a diario con agua limpia. Una vida centrada en la biblioteca, en torno al conocimiento y la enseñanza. Ordenadores que servían para jugar, no sólo para trabajar. Música reproducida a la perfección. Retretes que se limpiaban solos y sin olores. Ropa que se podía limpiar sin lavarla. Comida instantánea. Y todo mientras viajaba a increíble velocidad en una travesía de un siglo hacia otra estrella.