Выбрать главу

Trató de explicárselo a Nafai, pero el joven lo miró con asombro y comentó:

—Pero ¿qué hay de los árboles?

Nafai no veía el momento de llegar al nuevo planeta, que sin duda sería otro sitio lleno de mugre y bichos donde habría que sudar la gota gorda. Zdorab se había comportado como un criado obsecuente durante el viaje por el desierto; le agradaba saber que en esa nave no había criados porque, o bien las máquinas y ordenadores se encargaban del trabajo o éste era tan sencillo que cualquiera podía hacerlo, y todos lo hacían.

Y le encantaba enseñar a los niños. Algunos ya no eran niños al cabo de seis años de viaje. Oykib ya medía casi dos metros de altura, a los catorce años. Era esmirriado, pero Zdorab le había visto haciendo ejercicio en el centrífugo y tenía un cuerpo musculoso y membrudo. Zdorab supo que ya era un hombre maduro al ver ese cuerpo bello y joven y sentir sólo el vestigio del deseo. Si había alguna misericordia en la naturaleza, era el adormecimiento de la libido masculina con el paso de los años. Algunos hombres, al sentir que menguaba el deseo, llegaban a excesos heroicos —o criminales— para obtener la ilusión de un vigor sexual renovado. Pero para Zdorab era un alivio. Era mejor pensar en Oykib y su hermano Yasai, que era aún más apuesto, como alumnos. Como amigos de su hijo Padarok. Como posibles esposos de su hija Dabrota.

Mi hijo, pensó. Mi hija. ¡Santo cielo! Quién habría supuesto, durante aquellos años de amoríos clandestinos en las afueras de Basílica, que podría tener hijos. Y si alguien les pusiera la mano encima sin mi consentimiento, creo que lo mataría.

Y luego pensó: A pesar de todo, soy una criatura de la jungla.

Ese día se dormiría de nuevo, y Shedemei despertaría para reemplazarlo. Pasarían algunas horas juntos —el Alma Suprema decía que los recursos de la nave lo permitían— y sería agradable verla. Era su mejor amiga, la única que conocía sus secretos, su lucha interior. Podía contárselo casi todo.

Pero no podía hablarle del pequeño programa que había instalado en un ordenador, uno de los que no formaban parte de la memoria del Alma Suprema. Antes de programar la señal de alarma para la mitad del viaje, esa señal evidente que el Alma Suprema había detectado de inmediato, Zdorab había escrito un programa que aparentemente realizaba un inofensivo inventario de provisiones. Pero también verificaba si habían transcurrido seis años y medio de viaje; en tal caso enviaría una nueva versión del archivo calendario al ordenador donde se ejecutaba dicho calendario. La nueva versión pediría que Elemak, Zdorab y Shedemei despertaran treinta segundos después; luego, al cabo de otro segundo, se restauraría la copia original del programa y el programa de inventario se rescribiría a sí mismo para eliminar la subrutina adicional. Era muy ingenioso y Zdorab estaba orgulloso de su destreza.

También sabía que era potencialmente letal para la paz de la comunidad y se proponía, ahora que formaba parte del plan de Nafai, buscar acceso al ordenador para eliminar el programa antes de que se activara. Pero no era tan fácil obtener acceso a ese ordenador durante el vuelo. Zdorab tenía sus deberes y, una vez cumplidos, los niños estaban por doquier continuamente y sin duda le preguntarían qué estaba haciendo. Se dijo que buscaba una oportunidad segura para realizar el cambio. Y le faltaban pocas horas para volverse a dormir, y no había encontrado esa oportunidad. ¿Por qué no?

Porque tenía miedo. Eso lo traía por la calle de la amargura. No tenía miedo por sí mismo. El afán de supervivencia pesaba menos que la necesidad de proteger a sus hijos. Había aceptado el plan de Nafai, no por los sueños —los sueños eran para Shedemei y los otros que el Alma Suprema había criado para ser especialmente receptivos— sino porque no quería que ciertos niños obtuvieran ventaja sobre los suyos. Cuando Issib sugirió el plan de permitir que los adultos se turnaran en la enseñanza, Zdorab no lo hubiese rechazado ni en sueños.

Al mismo tiempo, temía la venganza de Elemak. Cuando despertara en la Tierra y se encontrara rodeado por esos jóvenes fuertes, todos partidarios de la causa de Nafai, sentiría tanto odio que no perdonaría nunca. Tarde o temprano estallaría la guerra, y sería sangrienta. Zdorab no quería que sus hijos sufrieran por ello. No quería que participaran, ni que estuvieran de parte de nadie. ¿Qué mejor modo de lograrlo que demostrar su lealtad a Elemak permitiendo que la señal de alarma se activara según lo convenido?

Nafai y el Alma Suprema no tardarían en averiguar quién lo había hecho. Nadie más tenía tales conocimientos sobre informática en Armonía, y los niños que habían adquirido esa capacitación durante el viaje no querrían despertar a Elemak. Izuchaya, que durante el despegue era tan pequeña que apenas recordaba a Elemak, había preguntado:

—¿Y por qué tenemos que despertar a Elemak, si es tan malo?

—Porque no hacerlo, sería asesinato —había respondido Nafai, explicándole que una desavenencia no significaba que la otra persona no tuviera derecho a vivir su vida y tomar sus propias decisiones. Sólo tienes derecho a matar, decía Nafai, si alguien intenta matarte a ti o alguien a quien necesitas proteger.

Alguien a quien necesitas proteger. Yo necesito proteger a mis hijos. He aquí la fría y cruda verdad, Nafai. Mis hijos no son de tu sangre. Aunque nos pongamos de tu parte, no creo ni por un instante que les brindaras el mismo afecto, la misma lealtad, que brindarías a tus propios hijos, a los hijos menores de tus padres o a los hijos de tu hermano Issib. Debo encontrar un modo de protegerlos, de lograr que Elemak no los odie tal como odiará a los tuyos, aun mientras los ayudo a aprovechar tu plan de ser mayores y más fuertes que los hijos de Elemak. Eso es lo que hace un padre. Aunque su esposa no lo apruebe.

Shedemei tenía otro concepto de la lealtad, y Zdorab lo sabía. Era una radical. No había vivido en el mundo de intrigas que había sido el de Zdorab durante tantos años. Las constantes confabulaciones de Gaballufix para quien la confianza de los demás no era sino un arma a usar contra ellos; la violencia rutinaria y la vida corrupta en la aldea de los hombres, donde no penetraba la influencia apaciguadora de las mujeres; y desde luego el fraude despiadado de la vida de un hombre que amaba a los hombres. No puedes fiarte de nadie, Shedemei, pensó Zdorab.

Ni siquiera del Alma Suprema. Mucho menos del Alma Suprema.

Zdorab sólo se comunicaba con el ordenador maestro por medio del índice y, después, por medio de los ordenadores comunes de la nave estelar. No tenía sueños, y a su juicio el Alma Suprema no se interesaba en él ni oía sus pensamientos. De lo contrario no habría podido instalar ese programa clandestino. El Alma Suprema no lo tenía en cuenta salvo para que aportara el conjunto de cromosomas que permitiría la reproducción de Shedemei. Bien, no le importaba. Él tampoco tenía muy en cuenta al Alma Suprema. Estaba convencido de que el Alma Suprema no se preocupaba mucho por la comodidad y felicidad de los seres humanos que manipulaba. Y como el Alma Suprema no se interesaba en él, era la única persona de esa comunidad que gozaba de auténtica intimidad.

Al mismo tiempo, Zdorab ansiaba secretamente que el Alma Suprema oyera sus pensamientos y detectara la señal de alarma. Tal vez ya la hubiera eliminado; Zdorab no la había revisado por el mismo motivo por el cual no la había eliminado él mismo. El Alma Suprema no permitiría que ocurriera nada peligroso durante el viaje. Elemak no despertaría hasta llegar a la Tierra. Y cuando despertara, Zdorab podría decir con total sinceridad: «Dejé instalada la señal. El Alma Suprema debió encontrarla.»