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Ensayó en silencio las palabras, articulándolas con los labios, la lengua y los dientes, pero sabiendo que Elemak no le creería, o que no le importaría.

Se han equivocado al traerme con su familia, al obligarme a escoger entre unos y otros en sus mortales riñas domésticas.

Estaba ante la cámara de sueño de Shedemei cuando la tapa se deslizó y ella entreabrió los ojos. Shedemei sonrió.

—Salud, brillante y bella dama —dijo Zdorab.

—Ser halagada al despertar es el sueño más preciado de toda mujer —dijo ella—. Lamentablemente, aún estoy idiotizada por las drogas.

—¿ Qué drogas ?

Zdorab la ayudó a sentarse mientras abría el flanco de la cámara para que ella pudiera salir.

—¿Acaso quieres decir que esta lentitud mental es propia de mí?

Shedemei se levantó y lo abrazó, en parte para sostenerse mientras recobraba el equilibrio en baja gravedad, y en parte con amistoso afecto. Él respondió con gusto a aquel abrazo, y empezó a contarle lo que los niños habían aprendido desde la última vez que Shedemei había despertado.

—Creo que ésta debe ser la mejor escuela que jamás ha existido —comentó.

—Y con la gran ventaja de que los profesores duermen entre un período lectivo y otro —respondió Shedemei.

Pasaron varias horas juntos, hablando de los niños, especialmente de sus hijos, y de todo lo que acudía a la mente de Shedemei. Pero no hablaron de aquello que más inquietaba a Zdorab, y Shedemei notó que algo andaba mal.

—¿De qué se trata? —preguntó—. Me estás ocultando algo.

—¿Qué? —preguntó él.

—Algo te preocupa.

—Así soy yo. No me gusta entrar en la cámara de sueño.

Ella sonrió con picardía.

—Está bien, no tienes que contármelo.

—No te puedo contar lo que ni yo mismo sé —dijo Zdorab, y como en esto había algo de cierto (no sabía si el Alma Suprema había eliminado su programa o no), la intuición de Shedemei permitió a ésta creerlo.

Horas después, Zdorab se despidió de los niños siguiendo un ritual al que ya estaban acostumbrados, pues todos sus maestros iban y venían del mismo modo. Repartió abrazos y apretones de manos, según la edad; besó a sus hijos, gustárales o no; y luego Shedemei y Nafai lo acompañaron a su cámara y lo ayudaron a entrar.

Mientras las drogas empezaban a surtir efecto, sintió un pánico repentino. No, no, no, pensó. ¿Cómo he podido ser tan estúpido? Elemak jamás será leal a mí, haga lo que haga. Debo cambiar el programa. Debo impedir que se despierte y coja a Nafai por sorpresa.

—Nafai —articuló—. Revisa los ordenadores de soporte vital.

Pero la tapa de la cámara ya estaba cerrada, y Zdorab no atinó a ver si Nafai le miraba los labios; antes de poder agitar la mano, se durmió vencido por la droga.

—¿Qué decía? —preguntó Nafai a Shedemei.

—No sé. Algo le molestaba, pero no sabía qué.

—Bien, tal vez lo recuerde al despertar —dijo Nafai.

Shedemei suspiró.

—Yo también siento siempre esa ansiedad, como si hubiera olvidado algo muy importante. Creo que es sólo un efecto secundario de las drogas de suspensión.

Nafai rió.

—Como cuando despiertas en plena noche con una idea importante que has tenido en un sueño, la anotas, y por la mañana lees «¡La comida no! ¡El perro!», y no sabes qué significa ni por qué te pareció tan importante.

—No es preciso anotar los sueños verdaderos —dijo Shedemei—. Siempre los recuerdas.

Ambos asintieron, recordando los sueños del Alma Suprema y del Guardián de la Tierra. Regresaron a donde estaban los niños y se pusieron a trabajar en la siguiente etapa de su educación.

Chveya trabajaba con Dza instruyendo a los más pequeños en sus ejercicios. Habían aprendido hacía años que esa supervisión era necesaria, pues de lo contrario empezarían a remolonear, aunque Nafai les había advertido reiteradamente que si no se ejercitaban un par de horas diarias en el centrífugo llegarían a la Tierra con el cuerpo tan flojo y débil que tendrían que pedir prestada la silla de Issib para moverse. Los más pequeños se ejercitaban guiados por los mayores, y los mayores con la guía de los menores. Así nunca tenían iguales «que les dijeran qué hacer». El sistema funcionaba bastante bien.

Dza todavía no era amiga de Chveya, puesto que no tenían mucho en común. Dza era una de esas personas que no soportan estar solas; siempre tenía que rodearse del murmullo de la conversación, con chismes, risas y burlas. Chveya notaba que las más pequeñas adoraban a Dza ahora que no era tan prepotente. Parecían unidas por un contacto físico, y las más pequeñas estaban radiantes en presencia de Dza, que respondía del mismo modo. Pero Chveya no disfrutaba mucho tiempo de su compañía. Y no era por envidia, aunque a veces envidiaba a Dza su grupo de amigos. Aquel parloteo constante y la exigencia de atención agotaban a Chveya. Necesitaba alejarse, rodearse de silencio y música, leer un libro durante una hora, concentrarse en un tema.

Padre le había hablado de ello, y también Madre, la última vez que había estado despierta. Pasas mucho tiempo a solas, Chveya. Los demás niños creen que no les tienes simpatía.

Pero para Chveya leer un libro no era lo mismo que estar sola. Era como entablar una conversación con una persona, una larga conversación que se ceñía a un tema y no se iba continuamente por la tangente ni era interrumpida por alguien que quería contarle un chisme o hablar de sus problemas.

Mientras Chveya tuviera tiempo para estar a solas, podía llevarse bien con los demás, incluso con Dza. Ahora que había superado su pueril pretensión de ser la «primera», Dza era buena compañía, brillante y divertida. Para su mérito, no se había puesto celosa cuando se descubrió que Chveya era la única de la tercera generación que había desarrollado la capacidad de detectar las relaciones entre las personas, aunque la madre de Dza, y no la de Chveya, había sido la primera en tener esta aptitud. Cuando la tía Hushidh estaba despierta, pasaba más tiempo con Chveya que con sus propias hijas, pero Dza no se quejaba. Una vez sonrió a Chveya y le dijo:

—Tu padre nos enseña a todos continuamente. No me quejaré porque mi madre dedique tiempo a enseñarte a ti.

Estudiar con la tía Hushidh era como leer un libro. Era apacible y paciente, y se ceñía al tema. Mejor que un libro, pues respondía a las preguntas de Chveya. Con la tía Hushidh, Chveya se volvía locuaz. Tal vez fuera porque la tía Hushidh era la única que veía las cosas como las veía Chveya.

—Pero tú ves más —precisó un día Hushidh—. Tú también tienes sueños como tu madre. Chveya puso los ojos en blanco.

—No hay Lago de las Mujeres en esta nave. No hay Ciudad de las Mujeres que me mime y se aferré a cada palabra del relato de mis visiones.

—Las cosas no eran así —dijo Hushidh.

—Madre dice que sí.

—Bien, tal vez así le parecían. Pero tu madre nunca explotó su papel de vidente de las aguas.

—Pero no era útil, como… bien, como lo que nosotras podemos hacer. Hushidh sonrió.

—Útil, pero a veces desconcertante. Puedes interpretar mal las cosas. Saber demasiado sobre la gente no significa saber lo necesario. Pues nunca sabes por qué alguien se relaciona con determinada persona y no con otra. Yo trato de adivinarlo. A veces es fácil, pero algunas veces me equivoco por completo.

—Yo me equivoco siempre —dijo Chveya, pero no sentía vergüenza de decirlo delante de Hushidh.

—Siempre te equivocas en algo —corrigió Hushidh—. Pero a menudo también tienes razón en algo, y a veces eres muy lista. El problema es que debes interesarte en los demás para pensar en ellos, para ver el mundo a través de sus ojos. Y tú y yo somos un poco tímidas. Debemos tratar de pasar tiempo con los demás, de escucharlos, de ser sus amigos. Digo esto porque a tu edad yo no lo hacía, y sé que me limitó mucho.