—¿Y cómo cambiaste?
—Me casé con un hombre que vivía con un dolor interior constante tal que hizo que mis temores, vergüenzas y sufrimientos parecieran pueriles en comparación.
—Madre cuenta que, mucho antes de casarte con el tío Issib, te enfrentaste a un mal hombre y le arrebataste la lealtad de todo su ejército.
—Eso es porque ese ejército pertenecía a otro hombre, a alguien que había muerto, y no le profesaba demasiada lealtad. No fue difícil; simplemente improvisé, tratando de decir todo lo que pudiera debilitar la escasa lealtad que les quedaba.
—Madre cuenta que parecías tranquila y que mantenías la compostura.
—Lo parecía, en efecto. Vamos, Veya, tú misma lo sabes. Cuando sientes terror y confusión, ¿qué haces? Chveya rió entre dientes.
—Me quedo como un ciervo asustado.
—Paralizada, ¿eh? Pero los demás creen que estás tranquila. Por eso a veces te hacen tantas bromas. Creen que estás hecha de piedra, y quieren entrar en ti y tocar sentimientos humanos. No saben que, cuanto más pétrea pareces, más asustada estás y más frágil eres.
—¿Por qué es así? ¿Por qué la gente no se entiende mejor?
—Son jóvenes —dijo Hushidh.
—Los mayores tampoco se entienden demasiado.
—Algunos sí. Los que hacen el esfuerzo de intentarlo.
—Te refieres a ti.
—Y a tu madre.
—Ella no me entiende en absoluto.
—Dices eso porque eres adolescente, y cuando una adolescente dice que su madre no la entiende, quiere decir que su madre la entiende demasiado bien pero que no le permite actuar a su antojo.
Chveya sonrió.
—Eres una adulta engreída y arrogante como todos los demás.
Hushidh también sonrió.
—¿Ves? Estás aprendiendo. Esa sonrisa te ha permitido decirme lo que pensabas, pero también me ha permitido tomarlo a broma, así que he podido oír la verdad sin enfadarme.
—Lo intento —suspiró Chveya.
—Y lo haces bien, para ser una adolescente menuda, tímida e ignorante.
Chveya la miró horrorizada. Hushidh sonrió.
—Demasiado tarde —dijo Chveya—. Lo has dicho en serio.
—Sólo un poco. Pero a fin de cuentas todos los adolescentes son ignorantes, y no puedes evitar tu baja estatura. Ya serás más alta.
—Y más tímida.
—Pero a veces más atrevida.
Bien, era verdad. Chveya había crecido bastante poco después de que Hushidh se fuera a dormir la última vez, y ya era casi tan alta como Dza, y más alta que los demás muchachos salvo Oykib, quien ya era casi de la misma estatura que Nafai, todo huesos y anguloso, y que siempre andaba a trompicones. Encajaba las burlas de los demás con una callada sonrisa, y nunca se quejaba. Esto gustaba a Chveya, y también le gustaba que Oykib no se sirviera de su corpulencia para dominar a los demás; cuando intercedía en las peleas, apaciguaba a los rivales usando la persuasión en vez de la fuerza. Como quizá Chveya terminara por casarse con Oykib, era agradable que le gustara la personalidad que iba adquiriendo. Lástima que él la considerase «baja y aburrida». Nunca lo decía, pero sus ojos parecían resbalar sobre ella como si no reparase en su existencia. Y cuando se quedaba a solas con Chveya, siempre se marchaba deprisa, como si le molestara su compañía.
El hecho de que tengamos que casarnos no significa que nos vayamos a enamorar, pensó Chveya. Si soy buena esposa, tal vez un día él me ame.
Prefería no pensar en la posibilidad de que al fin Oykib optara por casarse con otra. La pequeña y agraciada Shyada, por ejemplo. Era dos años menor, pero ya sabía coquetear con los muchachos, de modo que Padarok la miraba embelesado y Motya la seguía tan boquiabierto que Chveya no sabía si reír o llorar. ¿Y si Oykib se casaba con ella y dejaba que Chveya se casara con uno de los más pequeños? ¿Y si obligaban a uno de los más pequeños a casarse con ella?
Me mataré, decidió.
Pero sabía que no lo haría. Pondría la mejor cara y trataría de apañárselas.
A veces se preguntaba si así eran las cosas para la tía Hushidh. ¿Se había enamorado de Issib antes de casarse? ¿O se había casado porque era el único que quedaba? Debía ser difícil estar casada con un hombre a quien había que alzar y trasladar cuando estaba en un sitio donde no funcionaban sus flotadores. Pero parecían felices. La gente podía ser feliz.
Todos estos pensamientos cruzaban la mente de Chveya mientras ayudaba a Shyada, Netsya, Dabya y Zuya con su calistenia. Como Netsya era bastante cruel cuando guiaba a los niños mayores, era un placer exigirle un mayor esfuerzo y ver cómo se le enrojecía la cara y el sudor le empapaba las manos y la nariz.
—Eres la peor de las zorras —jadeó Netsya.
—Y tú una princesa, mi excelsa y preciada amiga.
—Escúchala —dijo Zuya, que no jadeaba, pues hacía sus ejercicios con tanta soltura como si estuviera de paseo—. Lee tanto que ahora habla como un libro.
—Un libro viejo —jadeó Netsya—. Un libro antiguo, decrépito, polvoriento, amarillento, ajado…
Un chirrido, seguido por una sirena que los ensordeció, interrumpió su enumeración de las virtudes de Chveya. Varios niños gritaron, la mayoría se tapó las orejas. Nunca habían oído ese ruido.
—Algo va mal —dijo Dza a Chveya. Chveya notó que Dza no se tapaba los oídos. Parecía tan tranquila como un búho.
—Creo que debemos quedarnos aquí hasta que Padre nos diga qué hacer —dijo Chveya. Dza asintió.
—Veamos a quiénes tenemos y no les perdamos el rastro.
Era buena idea. Chveya le envidiaba el haber tenido la presencia de ánimo para pensar en ello, pero sabía que no importaba quién tuviera las buenas ideas, sino ponerlas en práctica. Y Dza era una líder nata. Chveya daría ejemplo obedeciendo rápida y voluntariamente, mientras las decisiones de Dza fueran razonables.
Dza había estado trabajando con los varones. Pronto los contó. Motya, el menor; Xodhya, Yaya y Zhyat. Los llevó hasta el lugar donde Chveya estaba con las pequeñas. Chveya ya había hecho su recuento porque las niñas se ejercitaban juntas cuando había sonado la sirena.
—Ahora sentaos aquí y esperad —ordenó Dza a todos los niños.
—¿No pueden apagarla? —gimió la aterrada Netsya.
—¡Tápate los oídos, pero sigue mirando a los demás! —gritó Dza—. No cierres los ojos.
Dza era rápida: si los niños no podían oír tenían que mirar, para recibir instrucciones si era preciso hacer algo. Chveya sintió otro aguijonazo de envidia. Para colmo, comprobó hasta qué punto Dza se había ganado la lealtad, confianza y respeto de todos.
Aun la mía, pensó Chveya. Sin duda es la hija primera, ahora que no alardea de ello.
Un par de piernas aparecieron por la escalerilla que conducía al centrífugo. Piernas largas, de pies grandes y torpes. Oykib. Y más torpe que de costumbre, porque llevaba un bulto bajo el brazo, algo envuelto en tela.
Cuando llegó al suelo, se dirigió a Dza, como si ya supiera quién estaría al mando.
—No es tan estridente en los dormitorios —gritó—. ¿Puedes llevar a los niños a sus camas? Dza asintió.
—Allí los quiere Nafai, si puedes hacerlo sin perder a ninguno.
—De acuerdo —dijo Dza, y de inmediato impartió órdenes. Los pequeños comenzaron a subir por la escalerilla, y Dza les recordó que aguardaran en el tubo que estaba fuera del centrífugo hasta que ella llegara allí. Chveya se sintió totalmente prescindible.
Oykib le entregó el bulto envuelto en tela.