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—Es el índice —dijo—. Elemak está despierto. Ocúltalo.

Chveya quedó anonadada. Nunca se había permitido a los niños tocar el índice, ni siquiera envuelto en tela.

—¿Padre te dijo que…?

—Ocúltalo —insistió Oykib—. Donde a Elemak no se le ocurra buscarlo.

Le apretó el bulto contra el estómago y ella lo aferró instintivamente con los brazos. Oykib dio media vuelta y se fue, siguiendo a Dza.

Chveya echó una ojeada a su alrededor. ¿Podría ocultar el índice en el centrífugo? Difícil. Allí no había nada, salvo las máquinas de ejercicios, y éstas no ofrecían ningún escondrijo. Se calzó el índice bajo el brazo y aguardó su turno en la escalerilla.

Entonces vio, allí donde el suelo del centrífugo se curvaba para trazar su círculo en torno al centro de la nave, la juntura en la moqueta que indicaba la puerta de acceso. Cuando el centrífugo estaba detenido, podía abrirse la puerta para que alguien descendiera al sistema de engranajes que hacía girar el centrífugo. El problema era que el centrífugo tardaría media hora en detenerse aunque lo apagara en aquel mismo momento. Y luego tardaría otra hora en cobrar velocidad. Elemak comprendería que habían detenido el centrífugo por alguna razón. No podía contar con que no lo notara. Aunque nunca hubiera estado despierto durante el viaje, eso no significaba que no pudiera detectar ciertas anomalías en el funcionamiento de la nave.

En cambio, el solo hecho de que el centrífugo no se hubiera detenido le sugeriría que allí no había nada escondido.

Chveya corrió hacia la puerta de acceso y tiró de ella. No logró abrirla. El sistema de cierre la mantenía trabada mientras giraba el centrífugo. Corrió al botón de emergencia más próximo y lo pulsó. Sonó una alarma que se confundió con el bramido de la sirena principal. Ahora podía abrir la puerta de acceso, aunque el centrífugo giraba rápidamente. Alzó la puerta, y por la abertura vio los engranajes del centrífugo y algo que rodaba debajo. De pronto su perspectiva cambió, y comprendió que ella estaba en la superficie giratoria y el resto era la estructura de la nave, fija bajo las ruedas. En el tope de la escalerilla, la rotación parecía mucho más lenta. Las mismas revoluciones por minuto, pero tan cerca del centro la velocidad parecía disminuir.

Si suelto el índice, ¿se aplastará?

Más aún, si me caigo o siquiera rozo esa superficie, ¿me mataré o sólo quedaré mutilada y tullida de por vida?

Sudando de terror, extendió una y otra pierna, bajando por la abertura hasta llegar al soporte de los engranajes más próximos. Aferrándose con la mano derecha, apoyó el índice en la puerta mientras le ponía la mano debajo. Sosteniendo el índice con la palma, lo metió despacio en la abertura y estiró la mano hasta el tope del otro conjunto de engranajes, bajo el suelo del centrífugo. En un lugar donde cuatro barras de metal formaban un cuadrado, soltó el índice con cuidado, de modo que éste rodó hasta calzarse en un sitio. Allí estaba a buen recaudo: nada podía destruirlo y era demasiado ancho para caer más. Y nadie podía verlo a menos que descendiera hasta tener la cabeza bajo el nivel del suelo del centrífugo. Lo más probable era que Elemak, antes de llegar allí, pensara que era demasiado peligroso ocultar el índice en aquel lugar y se fuera a buscar a otra parte.

Y ahora que lo pensaba, era peligroso de veras. Y tenía que subir y encender de nuevo el centrífugo para que la alarma dejara de sonar antes de que se callara la sirena principal. Salir no era tan fácil como entrar, y ahora que no se concentraba en ocultar el índice tuvo tiempo de coger verdadero miedo. Despacio, se dijo. Con cuidado. Un resbalón y tardarán un mes en recoger los pedazos.

Al fin salió, estirándose sobre la abertura. Caminó como una araña hasta alejarse, se levantó de un brinco y cerró la puerta. El pestillo se trabó con un chasquido, y Chveya pudo encender el centrífugo. Apenas notó su aceleración: estaba tan bien diseñado que la fricción apenas lo había detenido mientras el motor permanecía apagado.

La sirena se apagó. El silencio fue como un puñetazo. Le vibraban los oídos. Lo había logrado con quince segundos de diferencia.

En el silencio, oyó una voz en la escalerilla.

Miró hacia arriba. Piernas. No eran las de Padre. No eran las de un niño. Si la encontraban allí, Elemak se preguntaría por qué no se había ido con los otros niños.

Sin ni siquiera pensarlo, se aplastó contra el suelo, adoptó la postura fetal, hundió la cara entre las manos y se puso a gimotear, temblando de miedo. Que pensaran que era presa del pánico, que estaba paralizada, aterrada por ese ruido estridente. Que pensaran que era débil, que no podía controlarse. La creerían, porque nadie sabía que era una persona capaz de realizar peligrosas piruetas bajo un centrífugo. ¿Cómo iban a saberlo? Ni siquiera ella lo había sabido, y ni siquiera ahora podía creerlo.

—Levántate —dijo el hombre—. Cálmate. Nadie va a hacerte daño.

No era Elemak. Era Vas, el padre de Vasnya y Panya. El esposo de la tía Sevet. Conque no sólo Elemak estaba despierto.

—No te avergüences —dijo Vas—. Este ruido afecta a la gente. Deberías ver a los más pequeños. Tardaremos horas en tranquilizarlos.

—¿Los pequeños? —Chveya comprendió al instante que no se refería a los de doce y trece años—. ¿Se han despertado los chiquillos?

—Todos están despiertos. Cuando suena la alarma.

—¿Y por qué ha sonado?

Una sombría expresión de cólera cruzó el rostro del tío Vas.

—Pues tendremos que averiguarlo. Pero si no nos hubiera despertado, no habríamos tenido la oportunidad de verte con tus… ¿catorce años?

—Quince.

—Feliz cumpleaños —gruñó Vas—. Sin duda mi hija Vasnaminanya, con sus ocho años, estará encantada de ver a su querida prima Veya. Te gustará jugar a las muñecas con ella, ¿verdad?

Chveya sintió vergüenza. Vasnya había sido su amiga, la única niña del primer año que la había tratado bien y la incluía en sus juegos aun cuando Dza decretaba que Chveya era una intocable. Pero como los padres de Vasnya eran amigos de Elemak, y no de Nafai, Vasnya se había quedado en las cámaras.

Chveya ya tenía seis años y medio más. Nunca volverían a ser amigas. ¿Y por qué? ¿Era por algo que había hecho Vasnya? No, ella era buena persona. Pero la habían dejado en su cámara.

—Lo lamento —murmuró Chveya.

—Bien, ya sabemos quién es culpable de esto, y por cieno no es un niño. Elemak ha tomado el mando. Debió haberlo hecho hace tiempo.

Trataba de parecer amable y no asustarla, pero Chveya no era tonta.

—¿Qué le habéis hecho a Padre?

—Nada —dijo Vas con una sonrisa—. Pero no parecía muy interesado en cuestionar la autoridad de Elemak.

—Pero él tiene el manto del…

—El manto del piloto. Sí, todavía lo tiene.

Los mellizos, Serp y Spel. Los hermanos menores de Chveya, tan pequeños que no se los podía incluir en la escuela. Elemak debe usarlos como rehenes, y amenaza con lastimarlos si Padre no accede a sus deseos.

—¿Conque usa niños para salirse con la suya? —preguntó Chveya con desdén.

Vas adoptó una expresión sumamente desagradable.

—¡Oh, qué cosa tan terrible! Algún día me explicarás por qué es tan malo que Elemak use a los niños para salirse con la suya, cuando está bien que tu padre haga exactamente lo mismo. Ahora ven conmigo.

Mientras subía por la escalerilla, Chveya trató de encontrar una clara diferencia entre usar a los niños como rehenes, como Elemak, y dar a los niños la libre opción de unirse a Nafai para controlar la colonia. Porque a fin de cuentas se trataba de eso, ¿o no? De usar a los niños para obtener y mantener el control de toda la colonia.

Pero claro que era distinto; había una evidente diferencia moral, y si recapacitaba sería capaz de explicarla y todos comprenderían que la escuela era algo decente, mientras que usar a los mellizos como rehenes era una atrocidad indecible. Ya pensaría en ello.