Entonces pensó en otra cosa totalmente distinta. Oykib le había dado el índice. Sabía que Dza protegería a los niños, pero cuando llegó el momento de ocultar el índice del Alma Suprema, se lo dio a Chveya en vez de hacerlo él mismo. Y ni siquiera le había indicado dónde ocultarlo.
Todos estaban reunidos en la biblioteca. Era la única sala con tamaño suficiente para albergarlos, pues era una habitación amplia que ocupaba casi todo el ancho de la nave. Había bebés que lloraban y chiquillos de aspecto desconcertado y atemorizado. Chveya conocía a todos los pequeños. No habían cambiado, y estaban reunidos alrededor de las madres: Kokor, Sevet, Dol y Eiadh, la esposa de Elemak. Pero esta última no abrazaba a Zhivya, su hijo más pequeño. No, la tía Eiadh abrazaba a Spel, uno de los mellizos.
Y Elemak, de pie a un lado de la biblioteca, sostenía a Serp.
Nunca os perdonaré esto, pensó Chveya. Tal vez yo no pueda elaborar una teoría moral, pero habéis capturado a mis hermanos y amenazáis con causarles daño.
—Chveya —dijo Luet en cuanto la vio.
—Silencio —se impuso Elemak—. Ven aquí —le ordenó a Chveya.
Ella caminó hacia Elemak y se detuvo a varios pasos.
—Mírate —dijo Elemak con airado desdén.
—Mírate tú —replicó Chveya—. Amenazando a un bebé. Tus hijos deben estar orgullosos de su valiente padre.
Una oleada de furia sacudió a Elemak, y Chveya notó que su contacto con ella adquiría una fuerza casi negativa. Por un instante él deseó matarla.
Pero no hizo ni dijo nada hasta calmarse un poco.
—Quiero el índice —dijo Elemak—. Oykib dice que te lo ha dado a ti.
Chveya se volvió hacia Oykib, quien la miró impasible.
—Está bien —dijo Oykib—. Tu padre quiso esconderlo. Ahora el Alma Suprema le dice que entregue el índice a Elemak.
—¿Dónde está Padre? —le preguntó Chveya—. ¿Quién eres para hablar en su nombre?
—Tu padre está bien —le respondió Elemak—. Será mejor que escuches a tu fornido tío Oykib.
—Créeme —dijo Oykib—. Puedes decírselo. El Alma Suprema dice que está bien.
—¿ Cómo puedes saber lo que dice el Alma Suprema? —preguntó Chveya.
—¿Por qué no? —preguntó Elemak con sorna—. Todos lo saben. Esta sala está llena de gente a quien le gusta comunicar a los demás los deseos del Alma Suprema.
—Cuando lo oiga de labios de mi padre, te diré dónde está el índice.
—Tiene que estar en el centrífugo —dijo Vas—, si ha sido ella quien lo ha escondido. Oykib abrió mucho los ojos.
—Allí no hay lugar donde esconderlo. Elemak se volvió hacia Mebbekew y Obring.
—Id a encontrarlo —ordenó.
Obring se levantó al instante, pero Mebbekew lo hizo con deliberada lentitud. Chveya notó que su lealtad hacia Elemak era poca. Pero Mebbekew no sentía demasiada lealtad por nadie.
—Díselo, Veya —dijo Oykib—. Está bien, de veras.
No me interesa lo que digas tú, pensó Chveya. No he arriesgado el pellejo ocultándolo para que un traidor me convenza de entregarlo.
—No tiene importancia —dijo Oykib con desprecio—. El único poder del índice es que te capacita para hablar con el Alma Suprema. ¿Crees que el Alma Suprema tendrá algo que decirle, a un sujeto como él?
Elemak sonrió, caminó hacia Oykib, lo alzó de su silla con una mano y lo arrojó contra la pared. Oykib chocó, perdió el resuello y cayó al suelo, sujetándose la magullada cabeza.
—Eres alto y arrogante, mocoso —dijo Elemak—, pero no tienes con qué defenderte. ¿Nafai creyó que tendría miedo de un «hombre» como tú?
—Puedes decírselo, Chveya —dijo Oykib, sin responder a Elemak—. Él puede aporrear niños, pero no puede controlar el Alma Suprema.
Elemak apenas movió la mano, pero la cabeza de Oykib se estrelló contra la pared y el joven se desplomó.
Chveya vio las grandes y brillantes hebras de lealtad que la conectaban a Oykib. Nunca había sido así. Y comprendió que él soportaba la zurra de Elemak sólo para convencerla de que no era un traidor, de que decía la verdad. Podía entregar el índice a Elemak. Pero se resistía a hacerlo. Aunque Oykib tuviera razón y el índice fuera inútil, el tío Elemak no parecía pensar así. El quería tenerlo. Tal vez Chveya pudiera sacar partido de ello. Sin embargo, no podía permitir que Oykib recibiera más golpes.
—Te diré dónde lo he escondido. Obring y Meb se encontraban junto a la escalerilla del centro de la biblioteca.
—Cuando me permitas comprobar que Padre está bien —añadió Chveya.
—Ya te he dicho que está bien —dijo Elemak.
—Y sostienes a un bebé para salirte con la tuya —ironizó Chveya—. Eso demuestra que eres una persona noble que jamás diría una mentira. Elemak se sonrojó.
—Al crecer nos hemos vuelto insolentes, ¿eh? La influencia de Nafai sobre estos niños es maravillosa.
—Pero mientras hablaba, caminó hacia Luet y le entregó a Serp—. Yo no amenazo bebés.
—Ahora que has logrado que Padre se rinda —dijo Chveya.
—¿Dónde está el índice?
—¿Dónde está mi padre?
—A buen recaudo.
—También el índice.
Elemak se le acercó, se plantó ante ella.
—¿Tratas de regatear conmigo, niña?
—Sí —afirmó Chveya.
—Como dijo Oykib, el índice no me sirve de nada.
—Bien.
Él se inclinó y le susurró al oído:
—Veya, haré lo que sea para lograr mi propósito. En cuanto Elemak se apartó, ella dijo en voz alta:
—Me ha dicho: «Veya, haré lo que sea para lograr mi propósito.»
Los otros murmuraron. Tal vez les sorprendía que se atreviera a repetir en voz alta lo que Elemak le había susurrado. Tal vez les sorprendía la amenaza de Elemak. No importaba. La red de relaciones estaba cambiando. La influencia de Elemak sobre sus amigos se debilitaba. El temor aún los ligaba a él; se había fortalecido al zurrar a Oykib, pero la entereza de Chveya frente a sus amenazas había minado la lealtad de quienes le seguían voluntariamente.
Elemak pareció intuirlo. Había sido un recio conductor de hombres y guiado caravanas por comarcas peligrosas; supo que perdía terreno aunque no tuviera el don de ver los lazos de lealtad y obediencia, amor y temor. Así que cambió de táctica.
—Intenta lo que quieras, Veya, pero no puedes convertirme en el villano de esta escena. Tu padre y sus cómplices en esta confabulación traicionaron al resto. Tu padre mintió cuando prometió despertarnos en mitad del viaje. Tu padre privó a nuestros hijos de su derecho de nacimiento. Míralos. —Señaló a los pequeños que aún trataban de reconocer en aquellos altos adolescentes a los niños de su edad a quienes recordaban haber visto hacía sólo unas horas, antes de dormirse para el lanzamiento—. ¿Quién ha tratado mal a los niños? ¿Quién los ha explotado? Yo no.
Chveya notó que Elemak recobraba su ascendiente.
—¿Entonces por qué tu esposa sostiene a Spel? —preguntó.
Eiadh se puso de pie y escupió su respuesta:
—¡Yo no retengo bebés, mocosa insolente! Estaba llorando y lo he consolado.
—Tal vez su propia madre lo hubiese hecho mejor —dijo Chveya—. Tal vez tu esposo no quiere que le devuelvas el niño a su madre.
Eiadh miró a Elemak, quien reaccionó con un gesto que demostró que Chveya tenía cierta razón. A regañadientes, Eiadh entregó el niño a Luet, quien lo aceptó y lo sentó sobre su otra rodilla. Entretanto, Luet había guardado silencio. Por qué calla Madre, se preguntó Chveya. ¿Por qué estos adultos han dejado que Oykib y yo nos encarguemos de hablar?