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(Porque tienen niños.)

El pensamiento llegó a su mente con tal claridad que supo que era el Alma Suprema. También comprendió de inmediato lo que quería decir. Como los adultos tienen niños pequeños, temen la reacción de Elemak. Sólo adolescentes como Oykib y yo estamos en libertad de ser valientes, porque no tenemos hijos que proteger.

(Sí.)

Si puedes hablar, y está bien que le entregue el índice a Elemak, ¿por qué no lo dices?

Pero no hubo respuesta.

Chveya no comprendió lo que hacía el Alma Suprema. ¿Por qué le decía a Oykib una cosa sin confirmársela a ella, sin decirle lo que ella necesitaba saber? El Alma Suprema podía intervenir para explicarle por qué los adultos no decían nada, pero no le ofrecía ningún consejo.

Tal vez eso significara que estaba haciendo lo correcto.

(Sí.)

—Llévame a ver a Padre —dijo Chveya—. Cuando vea que está ileso, te daré el índice.

—La nave no es tan grande —dijo Elemak—. Puedo encontrarlo sin tu ayuda.

—Puedes intentarlo —dijo Chveya—. Pero el solo hecho de que te niegues a mostrarme a mi padre demuestra que lo has lastimado y no deseas que esta gente se entere de lo violento, terrible y perverso que eres.

Por un momento pensó que la golpearía. Pero fue sólo por la expresión que cruzó los ojos de Elemak. Ni siquiera movió las manos.

—No me conoces —murmuró Elemak—. Eras una chiquilla cuando nos vimos por última vez. Es posible que yo sea como tú dices. Pero si fuera tan terrible, perverso y violento, ¿por qué no estás magullada y herida?

—Porque no te ganarás el respeto de tus matones si abofeteas a una niña —dijo fríamente Chveya—. El modo en que has tratado a Oykib demuestra lo que eres. El hecho de que no me estés tratando igual sólo demuestra que no estás seguro de dominar la situación.

—Claro que no domino la situación —respondió Elemak con serenidad—. Nunca pensé que fuera así.

Tu padre es el único que quiere dominar a la gente. Yo tengo que contenerlo, pues de lo contrario él usará ese manto para imponer a todos su voluntad. Sólo busco ecuanimidad. Por ejemplo, todos los niños que han crecido pueden dormir el resto del viaje mientras los nuestros aprovechan la oportunidad de alcanzarlos. ¿Es tan terrible, perverso y violento desear semejante cosa?

Chveya comprendió que Elemak era muy hábil en eso. Con solo unas cuantas palabras podía reconstruir lo que ella había derribado.

—Bien —dijo Chveya—. Eres un hombre tierno, razonable y decente. Entonces permitirás que Oykib, Madre y yo vayamos a ver a Padre.

—Quizá. En cuanto tenga el índice.

Por un momento Chveya pensó que Elemak había cedido. Que ella sólo tendría que revelarle dónde estaba el índice para que él le dejara ver a su padre. Pero Oykib intervino.

—¿Creerás a este embustero? El afirma que Nafai intenta imponer su voluntad con el manto, pero no quiere que nadie recuerde que él y Meb planeaban asesinar a Nafai. Eso es él, un asesino. Incluso traicionó a nuestro padre en Basílica. Le tendió una trampa para que Gaballufix lo matara, y si el Alma Suprema no hubiera avisado a Luet…

Elemak lo silenció asestándole un golpe brutal con el brazo. En la baja gravedad, Oykib voló por la sala y se golpeó la cabeza contra una pared. Aunque la gravedad era escasa la masa no disminuía —como habían aprendido todos los niños de la escuela—, así que Oykib chocó con todo su peso. Flotó inconsciente hacia el suelo.

Los adultos ya no guardaban silencio. Rasa gritó. Volemak se puso de pie y le gritó a Elemak:

—¡Siempre has sido un asesino en el fondo! ¡No eres mi hijo! ¡Te desheredo! ¡Todo lo que tienes ahora será robado!

Elemak le respondió con otro grito, perdiendo momentáneamente la serenidad:

—¡Tú y tu Alma Suprema! ¿Qué eres? ¡Nada! ¡Un gusano débil y quebrantado! Yo soy tu único hijo, el único hombre verdadero que has engendrado, pero siempre preferiste a ese embustero servil.

—Nunca lo preferí —respondió Volemak en voz baja—. Te lo di todo. Te lo confié todo.

—No me diste nada. Abandonaste nuestros negocios, nuestra riqueza, nuestra posición, todo. Por un ordenador.

—Y tú me entregaste a Gaballufix. En el fondo eres un traidor y un asesino, Elemak. No eres mi hijo.

Chveya comprendió que ya era suficiente. En aquel momento, aunque el miedo subsistía, se disipó toda lealtad a Elemak. La gente aún le obedecería, pero nadie lo haría voluntariamente. Aun su hijo mayor, Protchnu, un pequeño de ocho años, miraba a su padre con espanto y horror.

Rasa y Shedemei cuidaban de Oykib.

—Creo que se repondrá —dijo Shedemei—. Debe de tener una conmoción y quizá tarde en despertar, pero no hay nada roto.

El silencio se prolongó después de esas palabras. Oykib se repondría, pero nadie olvidaría quién había causado sus heridas. Nadie podría olvidar el salvajismo de ese golpe, la furia con que había sido asestado, ni al desvalido Oykib volando por el aire. Elemak sería obedecido, pero no amado ni admirado. No era el líder escogido por nadie. Nadie estaba de su parte.

—Luet —murmuró Elemak—, ven conmigo y Chveya. Issib también. Quiero que seáis testigos de que Nafai está bien. También quiero que seáis testigos de que no volverá a estar al mando de esta nave.

Mientras Chveya seguía a Elemak escalerilla abajo, hasta una de las bodegas, se preguntó por qué no la había llevado a ver a su padre cuando ella se lo había pedido. No tenía sentido.

(No te llevó porque se lo exigiste.)

Qué pueril.

(No, fue prudente. Si deseaba afianzar su autoridad, tenía que establecer un control total desde el principio.)

Pues eso ha hecho.

(Al contrario. Entre Oykib y tú, y Volemak al final, lo habéis quebrantado. Ya ha perdido. Tal vez tarde un tiempo en enterarse, pero ha perdido.)

Chveya sintió la euforia del triunfo mientras seguía a Elemak camino de la bodega donde estaba encerrado su padre.

La euforia se disipó pronto, sin embargo, cuando vio cómo lo habían tratado. Su padre yacía en el suelo en un compartimiento, con las muñecas brutalmente amarradas a la espalda. Chveya vio la hinchazón de la piel, la palidez de las manos. También le habían atado los tobillos, con la misma fuerza. Lo habían arqueado brutalmente, torciéndole las piernas hacia atrás de tal modo que le llegaban a la nuca. Luego habían llevado las cuerdas por el estómago hasta la ingle y las habían pasado entre las piernas, anudándolas detrás de las nalgas a las muñecas atadas. El resultado era que las cuerdas ejercían una presión constante. Su padre sólo podía aliviar la presión que sentía en los hombros y en la ingle alzando más las piernas o arqueándose más hacia atrás. Pero como ya estaba muy estirado en esa dirección, no había alivio. Tenía los ojos cerrados, pero su rostro enrojecido y sus jadeos indicaron a Chveya que estaba dolorido y que en esa postura imposible hasta respirar le resultaba penoso.

—Nafai —murmuró Madre. Nafai abrió los ojos.

—Hola —musitó Nafai—. ¿Ves cómo una pequeña tormenta en el mar puede dificultar la travesía?

—Qué bien lo has amarrado —rezongó Issib—. Qué torturador tan inventivo eres.

—Es un procedimiento bastante normal en el desierto ante la conducta pertinaz de alguien imprescindible —dijo Elemak—. No puedes matar al rebelde ni dejarlo libre. Un par de horas así suelen ser suficientes. Aunque Nyef siempre ha sido un joven muy porfiado.

—¿Puedes respirar, Nafai? —preguntó Madre.

—¿Tú puedes? —preguntó Padre. Sólo entonces Chveya se dio cuenta de que el aire estaba un poco enrarecido.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Elemak.