—Me avergonzaría de él —dijo— si un hombre como tú no lo odiara.
¿Obring reía entre dientes a espaldas de Elemak? Elemak se volvió para ver, pero Obring era todo inocencia.
Ya has perdido, pensó Chveya. El Alma Suprema tenía razón. Ya te hemos derrotado. Ahora esperemos que nadie muera mientras tú te das por enterado.
8. LIBERADO
Luet estaba furiosa, pero no con Elemak. Para ella, Elemak era como una fuerza de la naturaleza: odiaba a Nafai y aprovecharía cualquier excusa para hacerle daño. Había muchas cosas entre ellos, demasiado resentimiento, demasiada culpa por los anteriores intentos de Elemak de matar a su hermano. No se afrontaba una situación así tratando de cambiar a Elemak. Se manejaba buscando el modo de no provocarlo.
Tú nos has llevado a esto, le dijo Luet al Alma Suprema. Fue idea tuya. Has forzado las cosas. Nos has manipulado a todos, a Nafai, a mí y a los padres de los otros niños, para que nos prestáramos a estos juegos con el tiempo.
(Y tenía razón.)
Pero no esperabas que despertaran, ¿verdad?
(Sigo teniendo razón. Todo se resolverá.)
Mis bebés tienen problemas para respirar. Apenas pueden comer porque tardan tanto en tragar que boquean tratando de aspirar en cuanto terminan. Estamos muriendo, y tú me dices que todo se resolverá.
(Faltan días para que haya peligro de que alguien muera.)
Bien, eso me tranquiliza.
(No soy Elemak. Yo no obligué a Elemak a hacer las cosas que hizo.)
Tú lo preparaste todo. Tú nos has puesto en esta situación.
(¿Crees que este día nunca hubiera llegado? ¿Que si os portabais bien Elemak nunca se alzaría contra vosotros? Mejor que haya sido aquí, donde tengo cierto dominio sobre la situación, que en la Tierra, con vosotros librados a vuestra suerte.)
No, en la Tierra no estaremos librados a nuestra suerte. Nos cuidará el Guardián de la Tierra. Y si nos tiene tanto aprecio como tú, todos habremos muerto en menos de un año.
(El Guardián es mucho más poderoso que yo.)
Me alegra saberlo.
(Entiendo tu furia, pero no dejes que enturbie tu lucidez.)
No, debemos conservar la lucidez mientras jadeamos para obtener oxígeno, mientras vemos que nuestros hijos se vuelven apáticos y letárgicos, mientras pensamos en un esposo atado y encorvado, con las manos y las muñecas agarrotadas por las cuerdas…
Así era la conversación de Luet con el Alma Suprema, hora tras hora. Luet sabía que después de descargar su rabia callaría, asumiría la situación y al fin aceptaría que las cosas habían salido del mejor modo posible. Pero aún no estaban resueltas. Y si esto era lo mejor, costaba imaginar qué sería lo peor, o siquiera lo aceptable. Eso era algo que nunca podía saberse: qué habría ocurrido. La gente hablaba como si se pudiera. «Si no hubiera sonado esa alarma.» «Si Nafai no hubiera sido tan bocazas cuando niño.» Ésta era la favorita de Nafai, ya que siempre se culpaba de todo.
Pero nada tiene una sola causa, pensó Luet, y con eliminar una no siempre se eliminan los efectos, ni siquiera mejoran las cosas.
Algún día dejaré de sentir esta rabia profunda e irracional contra el Alma Suprema, pero no ahora, no con el recuerdo de Nafai atado tan fresco en la memoria, tan vivo en mis pesadillas. No cuando mis hijos resuellan cada vez que tragan un bocado. No cuando el sanguinario Elemak controla a toda la gente de esta nave.
Si tan sólo nos hubiéramos resistido al Alma Suprema y no hubiéramos organizado esta escuela durante el viaje.
En el fondo de su corazón rabiaba, despotricaba contra el Alma Suprema, inventaba largos e incisivos discursos que nunca podría pronunciar ante Elemak, Mebbekew, todos sus simpatizantes.
Pero ante los demás se mostraba tranquila e impasible. Parecía confiada, serena, ni siquiera molesta. Sabía que esto afectaría a Elemak y a sus seguidores. Su despreocupación los preocuparía; era todo cuanto podía hacer, aunque no fuera mucho.
Ellos. Nosotros. Había dado en considerar a los seguidores de Elemak y sus familias como los «elemaki» —la gente de Elemak— y a los que habían participado en la escuela como los «nafari». Normalmente esos sufijos se usaban para referirse a naciones o tribus. Pero ¿no somos tribus en esta nave, por escasos que seamos en número?
Elemak había ordenado que las familias nafari comieran juntas en la biblioteca, y él o Meb escoltaban a cada familia de regreso a sus atestados aposentos y cerraban la puerta. Mientras ellos no estaban, Vas y Obring montaban guardia. Luet los estudiaba mientras comía en la biblioteca. No parecían cómodos con su función, pero ignoraba si era por vergüenza o porque no confiaban en su capacidad para imponerse en una confrontación física.
Algunas mujeres elemaki realizaban descorazonados intentos de conversar en la biblioteca durante las comidas, pero Luet, con su expresión impasible y su silencio, actuaba como si no existieran. Se iban enfadadas, especialmente Kokor, la hija menor de Rasa, que comentó incisivamente:
—Tú misma te has metido este aprieto, dándote aires porque te llamaban la vidente de las aguas.
Como aquello nada tenía que ver con el conflicto, era evidente que Kokor simplemente manifestaba su antiguo resentimiento contra Luet. Era difícil no reírse de ella.
El silencio de Luet ante las mujeres elemaki no estaba motivado por el rencor. Luet sabía que ellas no tenían nada que ver con las decisiones de los hombres; que Dol, la esposa de Meb, y Eiadh, la esposa de Elemak, estaban profundamente mortificadas por lo que hacían sus esposos. Pero si les demostraba comprensión, si les permitía cruzar la línea invisible que separaba a Elemak de Nafai, las haría sentirse mucho mejor. Haría que se sintieran cómodas, incluso nobles por haber ofrecido su amistad a la afligida esposa de Nafai. Luet no quería que se sintieran cómodas. Quería que se sintieran incómodas, que se quejaran a sus esposos hasta que la presión fuera tan fuerte que los demás comenzaran a temer la irritación y el desprecio de sus mujeres tanto como los de Elemak, y Elemak mismo pensara que con sus actos perdía más en el seno de su familia de lo que ganaba en esa zona tortuosa de su psique donde albergaba su odio por Nafai.
Siempre existía el peligro de que la presión adicional de su esposa volviera a Elemak más intransigente. Pero irritar a las mujeres elemaki era lo único que Luet podía hacer, y eso hacía.
Lo único raro era el extraño modo en que trataban a Zdorab y a Shedemei. Los vigilaban, los escoltaban a todas partes tal como a Luet, Hushidh e Issib, Rasa y Volemak. Pero en la biblioteca no eran sometidos al mismo control. Ellos y sus hijos se sentaban con Elemak, y podían hablar libremente.
Luet llegó a la ineludible conclusión de que la alarma que había abierto todas las cámaras de animación suspendida no había sido debida a un accidente, de que Zdorab se las había apañado para instalar no una sino dos señales, y que el Alma Suprema no había hallado la segunda. No era posible que Shedemei lo supiera; ya resultaba increíble que Zdorab lo hubiera sabido, pues él había colaborado en la instrucción de los niños, había formado parte de la escuela. Sus hijos habían crecido con los demás. ¿Tan retorcida era su mente, que le permitía aceptar la amistad de los nafari sabiendo que su señal de alarma pondría la vida de Nafai en peligro y dividiría a la comunidad como nunca? No, era inimaginable. Zdorab no podía haberlo hecho. Nadie podía actuar con tanta duplicidad, tanta…
Sin embargo Zdorab, con su hijo Rokya, estaba sentado frente a Dolya, la esposa de Meb. Shedemei, en cambio, permanecía apartada de los demás. Su vergüenza era casi palpable. Permanecía al lado de su hija Dabya, y hablaba sólo cuando le hablaban. No miraba a nadie, fijaba los ojos en el plato mientras comía y luego se marchaba cuanto antes. Luet ansiaba pedir a Chveya o a Hushidh que evaluaran las relaciones, para averiguar de qué parte estaba Zdorab. Pero le prohibían hablar con Hushidh, y tenían a Chveya aislada de los demás. Oykib también estaba aislado; los dos habían logrado llamar la atención de Elemak.