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Pero a veces los sueños evocaban otros tiempos, tiempos mejores. Se recordó levantándose por la mañana en casa de su padre, abriendo el agua fría de la ducha. En aquel tiempo lo detestaba, pero ahora lo recordaba con afecto. Una época inocente, cuando lo peor que podía hacerle a su hermano era una travesura que lo enfurecía tanto que en vez de reír la emprendía con él a empellones. Ahora nunca se reían, nunca perdonaban, y el agua fría no era nada, sería un placer recobrarla. ¿Cómo podía saber entonces, se preguntaba al despertar de esos sueños, que el fastidio de Elemak se transformaría en un odio tan enconado, que sufriríamos tantos males? Yo le hacía bromas porque buscaba su atención, eso era todo. El era como un dios, tan fuerte, y Padre lo amaba tanto. Sólo quería que él se fijara en mí, que me dijera que le agradaba, que pensara que un día cabalgaría con él en una caravana hasta una tierra lejana de la que regresaríamos con plantas exóticas para que Padre las vendiera. Sólo quería que me respetara y me apoyara el brazo en el hombro y se enorgulleciera de su hermano, que me considerase su mano derecha.

¿Quién otro pudo ser tu hermano, Elemak? ¿Meb? ¿Es el que has escogido? ¿Tan despreciable te resultaba que lo preferiste a él?

(Escogió a Meb porque podía dominarlo. A ti te odiaba porque eras más fuerte que él.)

Sí, con el manto de capitán soy más fuerte.

(Sabes que puedes vencerle en cualquier momento.)

Yo no puedo. El manto puede. Tú puedes. Pero yo no. Aquí estoy, atado, y me duelen las muñecas y los tobillos.

(Es tu elección no sanarlos. Sabes que el manto puede hacerlo en un santiamén.)

Él quiere que yo sufra. Si ve mi piel magullada y sangrante, tal vez quede satisfecho.

(Sólo quedará satisfecho con tu muerte.)

Así sea.

(No te dejaré morir. En cuanto pierdas la conciencia podré recobrar el control del manto, y te sanaré.)

Apártate de mí mientras duermo. No quiero tus sueños ahora, y mucho menos tu intromisión.

(¿Te gusta el dolor?)

Odio el dolor que me causa el odio de mi hermano. Y saber que esta vez quizá me lo merezca.

(Nunca te mereces sufrir por ayudarme.)

Vaya, y yo que pensaba que tú me ayudabas a mí al hacernos mantener a esos niños despiertos.

(Te ayudaba para que me ayudaras. No te hagas el tonto ni inicies una discusión pueril.)

¿De veras me estás hablando? ¿O esto también es un sueño?

(Sí a ambas cosas.)

Si es un sueño, ¿por qué no puedo despertar?

En cuanto dijo esto, Nafai despertó. Mejor dicho, soñó que despertaba, pues supo de inmediato que seguía dormido, quizá más profundamente que antes. Y en el sueño, pensando que estaba despierto, sintió que las cuerdas se derretían y él se levantaba. La puerta se abrió en cuanto la tocó. Recorrió los pasillos y por doquier vio gente agonizante, boquiabierta, jadeante. Nadie reparaba en él, como si fuera invisible. Ah, pensó. Ahora lo entiendo. Estoy muerto y mi espíritu camina por el pasillo. Pero en el sueño notó que le dolían las muñecas y los tobillos, y que le costaba caminar erguido, a pesar de la baja gravedad, así que no estaba muerto.

Llegó a la escalerilla y subió hasta el nivel superior de la nave estelar, donde se generaba el campo de protección. Pero la escalerilla no terminaba. Seguía ascendiendo, y la próxima compuerta no daba al liso suelo plástico de la nave, sino a un suelo de piedra. En ese suelo sintió que el cuerpo le pesaba, que le dolían los pasos, porque la gravedad era nuevamente normal. Era una caverna oscura. Oyó pasos, pero no se acercaban ni se alejaban. Era sólo un correteo, y él caminó un poco y luego oyó otro correteo. Está bien, pensó. Sígueme, no te temo. Sé que estás aquí pero también sé que no me causarás daño.

Llegó a un pasillo y vio una luz encendida en una cámara lateral de la cueva. Fue hacia allí, entró en la cámara y vio muchas estatuas, bellamente talladas en arcilla, en cada estante de roca y en el suelo. Pero al mirar con mayor atención, vio que todas las estatuas estaban desdibujadas, alisadas, y que los detalles se habían perdido. ¿Quién podía deformar un trabajo tan maravilloso? ¿Deformarlo, pero mantenerlo allí como si aquello fuera una cueva del tesoro?

Al fin reparó en una estatua alejada de la luz, más grande que las demás, intacta. No era la perfección de los detalles lo que le llamaba la atención, sin embargo, sino el rostro mismo. Pues a diferencia de los demás, que representaban animales o gárgolas, esta cabeza era humana. Y él conocía ese rostro. Vaya si lo conocía. Lo había visto en cada espejo desde que se había hecho un hombre.

Ahora los pasos se acercaban más, despacio, respetuosamente. Una mano pequeña le tocó el muslo. Nafai no miró; no era necesario. Sabía quién era.

Pero sólo lo sabía en el sueño. Ignoraba quién podía ser, y en el sueño intentó darse la vuelta, mirar hacia abajo, ver quién o qué lo había tocado. Pero no logró mirar, no logró arquearse. Sólo se arqueaba hacia atrás, y tenía el cuello apresado entre dos cuerdas, y se oían pasos, pasos fuertes, no correteos, y una luz se encendió y lo iluminó.

Abrió los ojos. Ahora estaba despierto de veras, no soñando que estaba despierto.

—¿Hora de mi paseo? —preguntó. Un sonido sibilante, un agudo dolor en el brazo. Contra su voluntad, soltó un grito.

—Uno —dijo la voz de Elemak—. Dime, Rasa, ¿cuántos has contado? ¿Cuántos prestaron el juramento?

—Haz tu propio trabajo sucio —respondió la voz de Madre.

—¿Cientos, acaso? —preguntó Elemak. De nuevo el sonido sibilante. De nuevo el dolor desgarrador, esta vez en las costillas. Una se rompió, y Nafai sintió que el hueso lo apuñalaba al respirar. Pero no podía dejar de respirar, porque ya estaba recibiendo poco oxígeno, ya le costaba retener el aire que necesitaba para conservar la conciencia.

(Cúrate.)

—No descontaré éstos del total hasta que me digas cuál es ese total —dijo Elemak.

—Cuenta —dijo Rasa—. Eran todos excepto Protchnu, Obring y Mebbekew. Todos, Elemak. Piensa en eso.

—Él no se está curando —dijo Luet.

Nafai oyó su voz y sintió furia contra Elemak. ¿Acaso la consideraba tan débil que quería doblegarla haciéndole presenciar el sufrimiento de su esposo? ¿Y qué se proponía ganar Elemak? Si quería algo, debía persuadir al Alma Suprema… o someterse a ella. Pero algo había ocurrido. Un juramento.

—Lo he notado —dijo Elemak—. Sus muñecas no han mejorado, ni sus tobillos. No sé si es porque el manto no funciona o porque él prefiere no sanar; así me dará lástima y le aflojaré las cuerdas para que pueda liberarse y matarme.

El silbido. Otro golpe, esta vez en la nuca. Nafai jadeó cuando el dolor le recorrió la espalda. Por un instante no sintió nada del cuello para abajo, y pensó que lo habían desnucado.

(Un golpe fuerte, es todo. Alguna lesión neural.)

¿Por qué no me mata ya?

(Porque todavía ejerzo cierta influencia sobre él. Suficiente para distraerlo cuando se propone acabar contigo.)

Bien, deja que me mate. Así tendrá su victoria y habrá paz. Será mejor para todos.

(Elemak no lo sabe, pero matarte es lo peor que podría hacer. Porque entonces nunca podría derrotarte.)

¿Qué, morir no es derrota?

(Él ansia ser el escogido de su padre. Y si te mata, Nafai, Volemak nunca lo escogerá por encima de ti. Siempre será la segunda opción.)

Entonces, si tienes alguna decencia, di a Volemak que diga la palabra mágica y termine con todo esto.

(He ahí el problema, Nafai. Elemak no lo creería aunque Volemak se lo dijera. Porque sabe que no es verdad. Sabe que no es un hombre tan bueno, tan cabal, tan sabio ni tan fuerte como tú, y aunque su padre le dijera que lo elige, lo consideraría una mentira, porque sabe que Volemak no es tan necio como para valorarlo a él más que a ti.)