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La mayoría de los presentes sabían que escuchaban una distorsión de la verdad. Pero querían que fuera creída, querían que al menos Elemak la creyera, porque así contaría con un modo de rendirse sin perder nobleza ni heroísmo ante sus propios ojos. Que Elemak se crea esta versión de la historia, para que nuestra historia pueda continuar.

—¿Crees que me engañaré cuando Nafai comience a pavonearse de nuevo? El y su manto chispeante, incrustado en su carne, dándole aspecto de máquina… agradeceré poder regresar a la animación suspendida el resto del viaje, así no tendré que mirarlo. Cuando despierte, que sea en la Tierra, contigo y nuestros hijos. Ellos crecerán. El tiempo pasará. Y tú todavía serás mi esposo y un gran hombre a los ojos de los que saben la verdad.

Elemak la miró de hito en hito, o al menos eso intentó, porque a veces veía la imagen desenfocada.

Ella quiso hablar de nuevo, pero Protchnu le apoyó una mano en el hombro y Eiadh se echó hacia atrás, acuclillándole, mientras Protchnu se adelantaba y hablaba en voz baja, para que sólo Elemak pudiera oír.

—Escoge el momento de la batalla —murmuró—. Eso me enseñaste en Vasadka. Escoge el momento de la batalla.

Elemak respondió con otro murmullo.

—Ellos ya han vencido, Protchnu. Cuando desperté ya te habían despojado de tu patrimonio. Mírate, tan pequeño.

—Haz lo que sea necesario para sobrevivir, Padre. Un día ya no seré pequeño, y entonces nos vengaremos de nuestros enemigos.

Elemak le estudió el rostro.

—¿Nuestros enemigos?

—Aquello que le han hecho al padre se lo han hecho al hijo —susurró Protchnu—. Nunca perdonaré, nunca jamás.

Elemak se llenó de esperanza al ver tanta determinación, tanto odio en la voz de su hijo.

Se puso de pie. Todos lo miraron mientras él cogía la mano de Protchnu y lo conducía a la escalerilla.

—Meb. Obring —llamó Elemak. Ambos se levantaron despacio.

—Venid conmigo.

—¿Y quién vigilará a esta gente? —le preguntó Obring.

—No me importa —dijo Elemak—. Estoy harto de mirarlos.

Bajó por la escalerilla seguido por Protchnu, y luego por Obring y Meb.

En cuanto ellos se fueron, las mujeres se reunieron en torno a Eiadh.

—Gracias —murmuraron—. Has sido muy valiente.

—Ha sido maravilloso.

—Gracias.

—Gracias.

Hasta Luet cogió las manos de Eiadh.

—Hoy has sido la más grande de las mujeres. Ya ha terminado, gracias a ti.

Eiadh sólo pudo hundir la cara entre las manos para llorar. Pues había oído las palabras que Protchnu decía a Elemak, había notado el odio en su voz, y sabía que en ese momento Protchnu no estaba fingiendo como ella. Protchnu llevaría el odio de su padre a la próxima generación. No había servido de nada. Se había humillado para nada.

—Para nada —murmuró.

—No para nada —dijo Luet—. Por nuestros hijos. Por todos los niños. Lo repito, Eiadh. Hoy has sido la más grande de las mujeres.

Luet se arrodilló junto a ella. Eiadh le apoyó la cara en el hombro y sollozó.

La puerta se abrió y se encendió la luz. Los ojos de Nafai se adaptaron rápidamente. Elemak, Mebbekew, Obring y Protchnu, el hijo de Elya.

Notó el odio en los ojos de todos ellos.

Han venido a matarme.

Para sorpresa de Nafai, el pensamiento no lo alivió. A pesar de las palabras desesperadas que le había dicho al Alma Suprema, no quería morir. Pero lo haría, se resignaría a ello, si así se lograba la paz.

En cambio, Elemak se arrodilló y comenzó a desatarle los nudos de los tobillos. Mebbekew se puso a trabajar en los nudos de las muñecas.

Allí tenía la piel magullada, y la fricción le causó dolor. Después de la tunda, cuando el Alma Suprema lo curó por medio del manto, Nafai dejó que las ampollas de los tobillos y las muñecas quedaran sin sanar, y el momento de la liberación era desgarrador.

—Hemos prestado un juramento —dijo Elemak en voz baja—. Padre tomó ese juramento a todos los moradores de esta nave. Él es el único amo de la colonia. Nadie será su lugarteniente ni su consejero, ni ninguna otra cosa que otorgue poder. El gobernará. He prestado juramento, y también Meb y Obring y mi hijo Protchnu. Mientras Volemak viva le obedeceremos, a él y a ningún otro.

—Es un buen juramento —murmuró Nafai. No añadió: Ojalá lo hubieras prestado antes y lo hubieras respetado, como hice yo desde mi infancia. Nos hubiera ahorrado muchos problemas.

—Ahora es tu turno de prestarlo —dijo Meb.

Las cuerdas que le apretaban el cuello, que lo mantenían encorvado, se aflojaron de pronto. El dolor le atenazó la espalda. Nafai gimió.

—Basta de teatro —dijo Meb con desdén—. Sabemos que podrías curarte al instante si quisieras. Tenía los pies y las manos agarrotadas, y no le respondían. Rodó sobre el estómago, sintió dolor en la espalda y apenas pudo ponerse de rodillas. Apoyándose en la pared, logró erguirse sobre unas piernas temblorosas.

—¿Dónde está Padre? —preguntó—. Debo ir a prestar el juramento.

—Oykib y Chveya tampoco lo han hecho —dijo Obring.

—Tráelos, pues —replicó Elemak con desdén—. ¿Todavía esperas mis órdenes? Ya no estoy al mando.

—Tampoco yo —dijo Nafai. Pero lo estaba. El manto ya le estaba dando la información que necesitaba.

—En la reserva hay oxígeno suficiente para volver a la normalidad durante dos horas. Eso será suficiente para oxigenar la sangre de todos y para que todos entremos en animación suspendida. Entonces la nave podrá reaprovisionarse antes de que alguien despierte.

Elemak rió con sorna.

—¿Qué, no nos prometerás que permanecerás dormido hasta llegar a la Tierra?

—Retomaré la escuela donde la dejamos —dijo Nafai—, si Padre no se opone.

—Dirá lo que tú quieras que diga, no lo dudo.

—Pues entonces no lo conoces a él ni me conoces a mí. Porque Padre sólo dirá lo que el Alma Suprema quiera.

—Oh, no discutamos, Nafai —dijo Elemak con exagerada jovialidad—. Ahora debemos ser amigos.

Nafai caminó en silencio, apoyándose en las paredes del pasillo, agradeciendo la baja gravedad.

—¿Esto es lo que quieres para Protchnu, Elemak? ¿Alimentarlo con esta dieta continua de odio?

—El odio es la comida más sabrosa —dijo Elemak—. Te hace fuerte, te llena de poder. Y tengo todo un banquete que ofrecer a mis hijos.

—Que haya paz entre tus hijos y los míos, Elya.

—¿Entre tus hijos mayores y mis hijos pequeños? —preguntó Elemak—. Claro que habrá paz, la misma paz que entre el león y la mosca.

Llegaron a la puerta de la habitación de Volemak y Rasa cuando Obring regresaba con Oykib y Chveya. Chveya abrazó en silencio a su padre, y él se apoyó en ella cuando entraron en la habitación.

Nafai se arrodilló y juró, sosteniendo la mano de su padre. Chveya y Oykib le siguieron.

Débilmente, Volemak habló desde la cama.

—Ya está hecho. Todos han jurado. Ahora danos oxígeno, y volvamos a dormir.

En pocos segundos comenzaron a notar la diferencia. Ahora aspiraban bocanadas más profundas, y en pocos minutos sus jadeos y resuellos los embriagaron de oxígeno, los marearon. Cuando sus cuerpos se adaptaron, volvieron a respirar normalmente, y fue como si nada hubiera ocurrido. Las madres lloraban al ver que sus hijos al fin respiraban bien. Los niños comenzaron a reír, gritar y correr, pues al fin podían hacerlo.

Pero mucho antes del fin de esas dos horas, las risas y gritos habían cesado. Los padres pusieron a sus hijos a dormir. Zdorab y Shedemei pusieron a todos los adultos a dormir, excepto a Nafai, que había permanecido apartado de los demás para no ofender innecesariamente a Elemak y a quienes lamentaban su derrota.