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– Celebro haber causado buena impresión a su familia -respondió el inglés-, pero me gustaría saber qué impresión le he causado a usted.

– Esto deberá averiguarlo por sus propios medios, señor Whitelands. Yo también me apodero de lo que me gusta, pero no dejo que nadie se apodere de mí.

Anthony abrió la puerta de la calle. En el umbral se detuvo, se volvió y dijo:

– ¿Volveré a verla mañana?

– No lo sé. Nunca hago planes a tan largo plazo -repuso ella cerrando la puerta.

Anthony Whitelands se encontró solo en el Paseo de la Castellana, por el que circulaban pocos coches y ningún peatón. La luz de las farolas, amortiguada por el aire frío y cristalino de la noche madrileña, apenas proyectaba círculos entre los árboles y los setos del bulevar. Cuando echó a andar, surgió de la oscuridad la figura de un hombre alto que parecía dirigirse resueltamente hacia el palacete. El inglés se paró y el desconocido, tal vez al saberse observado, pasó de largo y continuó su camino con las manos hundidas en los bolsillos del abrigo y las solapas levantadas sobre la cara, hasta desaparecer de nuevo en la oscuridad. Aunque ni antes ni ahora había podido verle el rostro, Anthony tuvo la certeza de que aquel individuo era el mismo que por la mañana había visto en el jardín, en íntimo cónclave con la enigmática mujer del vestido verde.

Capítulo 6

Al entregarle la llave de la habitación, el recepcionista del hotel le informó de que aquella misma tarde un señor había preguntado por él.

– ¿Está seguro?

– Completamente. Yo mismo le he atendido y él dio el nombre y apellido de usted. No dejó ningún recado ni dijo si volvería. Por el aspecto parecía extranjero, pero hablaba castellano tan bien como usted y con mejor acento, si me permite la observación.

Anthony subió a la habitación preguntándose quién podía ser aquel anónimo visitante y cómo había dado con él no habiendo comunicado a nadie dónde se alojaba. Ciertamente al llegar se había inscrito en el libro registro del hotel y tal vez la gerencia del hotel había comunicado a la policía la presencia de un nuevo huésped, extranjero por más señas. Por Madrid pasaban muchos extranjeros, pero ahora las circunstancias eran excepcionales, pensó. Ahora bien, si era un policía el que había preguntado por él, ¿por qué no se había identificado como tal? Y sobre todo, ¿qué interés podía tener la policía, o cualquier otra persona, en hablar con él? ¿Habría sucedido algo en Londres y la Embajada lo buscaba? Y, en última instancia, ¿a qué tanto secretismo?

Mientras iba dando vueltas al asunto, sacó un libro que ya había tratado en vano de leer en el tren. Tampoco en la soledad de la habitación consiguió concentrarse. Al cabo de un rato cerró el libro y salió a dar un paseo.

En la calle el frío era vivo, pero el centro de Madrid estaba abarrotado de gente. Viendo a los ciudadanos deambular sin prisa ni preocupación, enzarzado todo el mundo en las escaramuzas verbales típicas del ocurrente pueblo madrileño, el inglés olvidó todo recelo y se sintió contagiado de la alegría de vivir que flotaba en el aire y le hacía tan grata la estancia en España.

Callejeando sin rumbo se encontró frente a una taberna donde recordaba haber estado en algún viaje anterior. Voces y risas imitadoras traspasaban las puertas del establecimiento. Dentro no parecía haber espacio para una sola persona más, pero al cabo de muy poco consiguió abrirse paso y acodarse en la barra. Un camarero le atendió con una prontitud y una amabilidad sorprendentes en medio de la algarabía: era como si en toda la taberna no hubiera otro cliente. Anthony pidió una ración de gambas y un vaso de vino. Mientras esperaba recordó anteriores incursiones en aquella misma taberna, cuyas paredes estaban cubiertas de fotos de toreros, porque en aquel local tenía su sede una peña taurina muy nutrida y muy belicosa. A veces los propios toreros acudían a tomar unos vinos con sus peñas. En estas ocasiones se producía una tregua en las enconadas disputas, porque los toreros eran auténticos ídolos y nadie habría cometido la descortesía de expresar una opinión que pudiera molestar al diestro. Pese a las trifulcas, el ambiente era amigable y las veladas siempre acababan entre canciones, muy avanzada la noche. Anthony adoraba este ambiente. Una noche, años atrás, alguien le había señalado la presencia de un torero muy famoso, el legendario Ignacio Sánchez Mejías, un hombre ya maduro, de porte distinguido. Anthony lo conocía de nombre y sabía que era, además de un torero admirado, un intelectual y un poeta de mérito. Poco después de aquel encuentro fortuito, Anthony se enteró de la muerte del torero en el ruedo. Federico García Lorca le había dedicado un sentido poema y Anthony, a quien el suceso había impresionado vivamente, había hecho de aquel poema una traducción al inglés muy rigurosa desde el punto de vista gramatical, pero muy poco conmovedora desde el punto de vista poético.

Este recuerdo y la noción de su propia candidez le hicieron reír, a la vista de lo cual le dijo su compañero de barra:

– ¿Tanta gracia le hace?

– ¿Perdón?

– Usted es extranjero, a que sí.

– Sí, señor.

– Y según se echa de ver le divierte lo que está pasando.

– Disculpe, no sé a qué se refiere. Yo me reía de un recuerdo sin relación alguna con el presente.

Mientras se disculpaba, percibió la razón del malentendido. A sus espaldas dos grupos discutían de un modo violento y desabrido. Al principio pensó que se trataba de una de las habituales disputas taurinas, pero en esta ocasión no era la tauromaquia la causa del alboroto. De los dos grupos enfrentados, uno, más reducido en número, estaba formado por muchachos muy jóvenes, bien parecidos, bien vestidos y bien alimentados. El otro estaba integrado por tipos rudos, menestrales y obreros, a juzgar por la indumentaria, la gorra y el pañuelo de lunares anudado al cuello. El conflicto inicial había alcanzado ya la fase de los insultos. Los obreros gritaban: ¡Fascistas!, a lo que los otros respondían: ¡Rojos! Ambos coincidían en calificarse recíprocamente de ¡cabrones! Sin embargo, nada indicaba que de las palabras fueran a pasar a los hechos. Unos y otros sopesaban la fuerza del contrario y el resultado de este cálculo les disuadía mutuamente de ir más allá de los denuestos. En un momento dado uno de los jóvenes hizo ademán de llevarse la mano al bolsillo. Uno de sus compañeros, al advertir su intención, le detuvo, le dijo algo y echó a andar hacia la salida. Los demás le siguieron sin volver la espalda a la concurrencia, a la que miraban con expresión desafiante.

– Ya ve usted -dijo el vecino de Anthony cuando se hubo restablecido la calma en el establecimiento-, antes se venía aquí a pelear por si era mejor Cagancho o Gitani11o de Triana… Toreros, ¿me entiende?

– Sí, claro, soy aficionado a las corridas.

– No, si aún será usted simpático. Mateo, ponme otro tinto y lo mismo aquí al caballero. Que sí, hombre, que luego paga usted otra ronda y tan contentos. Pues, como le venía diciendo, esto era antes. Hoy: que si Mussolini, que si Lenin, que si la madre que los parió a todos, dicho sea con perdón de las ideas de usted. Por ahora, como ha visto, las cosas no pasan del toma y daca. A bravucones no nos gana nadie, pero a los españoles nos cuesta llegar a las manos. Ahora, el día que empecemos, esto no lo para ni Dios.

Los españoles tienen un oído fino para las conversaciones que no les conciernen y ningún reparo en interrumpirlas para exponer su opinión, que cada cual da no sólo por buena, sino por definitiva. De modo que a los pocos minutos se había formado un sonoro y sentencioso debate en el que varios parroquianos se disputaban la atención del forastero para ofrecerle su irrefutable diagnóstico sobre los males de España y su sencilla solución. Los ponentes eran en su mayoría obreros, pero no faltaban oficinistas, artesanos, comerciantes y currinches, unidos por una común devoción a los toros que derribaba todas las barreras sociales. Los que habían entrado en el local hacía un rato eran falangistas. Seguramente buscaban pelea, pero el aspecto pacífico de la concurrencia y el carácter apolítico del local les habían desanimado. Los falangistas, le contaron, eran pocos, en su mayoría jóvenes y, por consiguiente, impetuosos e irreflexivos; como su partido había salido mal parado en las últimas elecciones, ahora se dedicaban a la agitación. Se creían los dueños de la calle, sobre todo en Madrid, aunque a veces los socialistas o los anarquistas les zurraban la badana. En los últimos tiempos los enfrentamientos se habían radicalizado y no era raro que se saldaran con heridos e incluso con muertos. Los falangistas, dijo alguien, eran unos señoritos, unos hijos de papá; lo malo era que papá, no contento con darles dinero, les prestaba la pistola. Al parecer, aquella misma mañana un puñado de mocosos con camisa azul se había presentado en un mitin socialista y había descerrajado una perdigonada contra la tribuna de los oradores. Antes de que los asistentes se hubieran repuesto del susto, los agresores se habían dado a la fuga en un automóvil. Y si en aquel momento, continuó diciendo el parroquiano, hubiera acertado a pasar por allí un tipo con aspecto de capitalista o, peor aún, de cura, a buen seguro lo habrían hecho picadillo. De este modo, acabó diciendo, pagaban justos por pecadores.