El problema, dijo otro, era que a aquellas alturas ya no quedaban justos ni pecadores. Era fácil acusar a los falangistas de todo lo malo, pero no había que olvidar quién les había abonado el terreno; los atentados, las huelgas y los sabotajes, la quema de iglesias y conventos, las bombas y la dinamita, sin olvidar las taxativas afirmaciones de cuál era el objetivo último de todas estas acciones, a saber, la destrucción del Estado, la disolución de la familia y la abolición de la propiedad privada. Y esto con la tolerancia, cobarde o cómplice, de las autoridades. En vista de este panorama, no era de extrañar que algunos sectores de la sociedad hubieran decidido tomar medidas para hacer valer su voz o, cuando menos, para morir con las armas en la mano.
Sin dejarle terminar, intervino un hombre menudo, tocado con un bombín raído, que dijo llamarse Mosca y ser miembro de la UGT. En opinión del señor Mosca, la raíz del conflicto estaba en la actitud de los catalanes. Bajo la apariencia de modificar las estructuras administrativas del Estado español, los catalanes habían roto de hecho la unidad de España y ahora la nación se desmoronaba como un muro al que se le hubiera quitado la argamasa. Como entre los presentes no había catalanes, nadie le refutó el argumento ni le indicó la dudosa exactitud de la metáfora, con lo que el señor Mosca prosiguió diciendo que, al desaparecer el sentimiento de pertenencia a una patria común, cada ciudadano se apuntaba a la primera procesión que pasaba por delante de su casa y cada uno, en vez de ver un compatriota en el vecino, veía un enemigo. Antes de terminar, fue acallado por los gritos de otros parroquianos, deseosos de dar a conocer su propio análisis de la situación. Para hacerse oír, el señor Mosca se puso de puntillas y estiró mucho el cuello, pero sólo consiguió que los aspavientos de otro individuo hicieran salir volando su bombín.
Iba subiendo el tono de la polémica y Anthony, a quien el camarero no había dejado de llenar el vaso de vino, intervino para expresar su convicción de que todo se podía resolver mediante el diálogo y la negociación. Esto le granjeó la animadversión de la concurrencia, porque, al no defender la postura de nadie, todos lo consideraban un aliado del contrario. Finalmente, un hombre se colocó a su lado, le tomó del brazo y le indicó por señas que se dejara conducir a la salida. Anthony arrojó unas monedas sobre el mostrador e hizo lo que el otro le indicaba. Cuando ambos hubieron atravesado la barrera humana sin incidentes y se encontraron en la calle, el desconocido dijo:
– No hay motivo para que reciba usted un sopapo.
– ¿Cree que me lo habrían dado?
– Es probable. Usted es el más alto y, como forastero, no tiene quien devuelva los golpes en su nombre. Si quiere comprobarlo, vuelta a entrar. A mí, como comprenderá, me importa un rábano.
– No, tiene usted razón y le agradezco que me lo haya hecho ver así. Además, es tarde y debería regresar al hotel en vez de andar metiéndome donde nadie me llama.
Tendió la mano a su desconocido benefactor, el cual, en lugar de estrechársela, se metió las suyas en los bolsillos del abrigo y dijo:
– Mire, le acompañaré a su alojamiento. Las calles son peligrosas y a estas horas, más. Yo, por supuesto, no le puedo ofrecer ninguna garantía de seguridad, pero siendo de aquí, y gato viejo, me doy cuenta de cuándo hay que cambiar de acera y cuándo hay que salir por piernas.
– Es usted muy amable, pero no quiero causarle ninguna molestia. Mi hotel está cerca.
– En tal caso, poca molestia me causará. Y si en vez de ir directamente a su hotel prefiere pasar un rato en buena compañía, conozco un sitio a la vuelta de la esquina, muy higiénico, bien de precio y con un personal de primera.
– Ah -dijo el inglés sintiendo evaporarse los efectos del alcohol y despabilarse sus sentidos por el frío de la noche y el peligro reciente-, cuando era estudiante aquí en Madrid, alguna vez hice una visita a una casa de lenocinio.
– Pues el que tuvo, retuvo -repuso el otro.
Anduvieron un trecho por la Gran Vía y doblaron luego por un oscuro callejón lateral. Ante la puerta de una casucha estrecha, de paredes desconchadas, dieron palmas hasta que apareció el sereno haciendo eses y agitando un manojo de llaves. A distancia apestaba a vino y tenía los ojos entrecerrados. Muy servicial abrió la puerta, agradeció la propina con una reverencia y un eructo y se fue. Entraron en un oscuro zaguán y el amable cicerone dijo:
– Suba usted al segundo derecha y allí pregunte por la Toñina. Yo no le acompañaré porque hoy no tengo el ánimo para estas cosas, pero le esperaré aquí, tranquilamente, echándome un cigarrito. No tenga prisa; yo no tengo ninguna. Ah, y antes de subir, le sugiero que me deje la cartera, el pasaporte y cualquier artículo de valor que lleve encima, salvo el monto del servicio y un pellizco más, por si tiene un capricho. Las chicas son honradas, pero hasta en los mejores locales puede haber descuideros.
Anthony encontró razonable la propuesta de su acompañante y le entregó el dinero, la documentación, el reloj y la pluma estilográfica. Luego, a la débil luz de una lámpara de filamento que parpadeaba en el hueco de la escalera, subió hasta el segundo piso y llamó a la puerta. Le abrió una vieja en bata y chal. Cuatro mujeres más, de edad avanzada, escuchaban la radio y jugaban a la brisca en torno a una mesa camilla. El inglés dijo que quería ver a la Toñina. La vieja hizo un ademán de sorpresa, pero sin decir nada desapareció detrás de una cortina y regresó de inmediato acompañada de una joven muy delgada y muy guapa, a la que seguramente mantenían oculta por ser menor de edad. La niña cogió de la mano al inglés y lo condujo a un cuartucho con catre y palanganero, del que aquél emergió muy satisfecho al cabo de un rato. Cuando hubo pagado y bajó la escalera, no encontró a nadie esperándole en el zaguán ni tampoco en la calle. Todo estaba cerrado a cal y canto, de modo que regresó a buen paso al hotel y se metió en la cama. En el momento de apagar la luz le asaltó la sospecha de haber sido víctima de un timo, pero como estaba derrengado, cerró los ojos y se durmió en el acto.
Capítulo 7
Al abrir los postigos vio un cielo cubierto y una lluvia fina que humedecía los tejados; de repente recordó el nombre de aquel fenómeno en españoclass="underline" calabobos, un nombre adecuado a su persona. La resaca producida por los excesos de la víspera no le impedía percibir con nitidez lo dramático de su situación. El malestar físico y la angustia le produjeron náuseas. Le habría sentado bien comer algo sólido y tomarse un café bien cargado, pero descartó la idea porque se había quedado sin un céntimo y, sin pasaporte, no podía acudir a un banco. No le quedaba otra salida que acudir a la Embajada británica en busca de auxilio, por más que le avergonzara presentarse ante un displicente funcionario como el más inocente de los turistas.