Cobijándose de la lluvia bajo los aleros echó a andar por la calle del Prado, mientras iba pensando en la mejor manera de darse a conocer en la Embajada, careciendo como carecía de documentación acreditativa de su identidad. Bastaría con dar su nombre si algún funcionario conocía sus escritos sobre pintura española del Siglo de Oro; en caso contrario, se vería obligado a recurrir a sus amistades en el Foreign Office, si bien esta eventualidad le producía cierta inquietud, porque su amigo en el Foreign Office era un antiguo condiscípulo de Cambridge, en la actualidad el marido de Catherine, con quien le había estado engañando los últimos años y de la que, si la carta de ruptura ya había llegado a sus manos, cabía esperar una reacción airada o tal vez la confesión de su aventura amorosa. En cualquiera de ambos casos, invocar la autoridad de su amigo no parecía una buena idea. Por otra parte, la estancia de Anthony Whitelands en Madrid obedecía a un propósito que requería la máxima discreción. El inglés se preguntaba si la índole del encargo no le imponía un estricto secreto profesional y, por consiguiente, le imposibilitaba dar a conocer su presencia al servicio exterior de su país. Pero, si no le amparaba la Embajada, ¿cómo resolver una situación que se le antojaba desesperada? La única alternativa era contarle lo ocurrido al duque de la Igualada y ponerse bajo su protección. Claro que esta medida suponía perder toda respetabilidad y todo crédito a los ojos del duque y de su familia. Un color se le iba y otro le venía sólo con imaginar la expresión de Paquita cuando tuviera noticia de sus andanzas. Todo se conjuraba en su contra, pensó.
Había llegado a Neptuno cuando arreció la lluvia. No sabiendo dónde refugiarse, ganó en dos zancadas la escalera del Museo del Prado y se dirigió a la taquilla. Dado lo temprano de la hora y la escasez de visitantes, la taquillera lo reconoció y, con una amabilidad que en medio de su desamparo le resultó conmovedora, le dejó pasar sin pedirle una credencial que también le había sido robada. Ya bajo techo, y todavía irresoluto sobre el camino a seguir, dejó que sus pasos le llevaran una vez más a la sala de Velázquez. Iba a ver Las hilanderas, pero al pasar por delante de Menipo se detuvo en seco, conminado por la mirada de aquel personaje, mitad filósofo, mitad granuja. Siempre le había parecido extraña la elección del asunto por parte de Velázquez. En 1640 Velázquez pintó dos retratos, Menipo y Esopo, destinados competir en el favor del rey con dos retratos muy parecidos de Pedro Pablo Rubens, a la sazón en Madrid. Rubens pintó a Demócrito y a Heráclito, dos filósofos griegos de fama universal. Por el contrario, Velázquez eligió dos personajes de escasa relevancia, uno de ellos casi desconocido. Esopo era un fabulista y Menipo un filósofo cínico del que nada seguro ha llegado hasta nosotros, salvo lo que cuentan Luciano de Samosata y Diógenes Laercio. Según éstos, Menipo nació esclavo y se afilió a la secta de los cínicos, ganó mucho dinero por métodos de dudosa rectitud y en Tebas perdió cuanto tenía. La leyenda refiere que ascendió al Olimpo y descendió al Hades y en los dos lugares encontró lo mismo: corrupción, engaño y vileza. Velázquez lo pinta como un hombre enjuto, entrado en años, pero todavía lleno de energía, vestido de harapos, sin hogar ni posesiones materiales y sin más recursos que su inteligencia y su serenidad frente a las adversidades. Esopo, su pareja pictórica, sostiene un grueso libro en la mano derecha, en el que sin duda están escritas sus célebres aunque humildes fábulas. A Menipo también le acompaña un libro, pero está en el suelo, abierto y con una página rasgada, como si todo cuanto se hubiese escrito careciera de interés. ¿Qué habría querido decir Velázquez al elegir este personaje evanescente, siempre en camino hacia ninguna meta, salvo el incesante y reiterado desengaño? En aquellos años Velázquez era justamente lo contrario: un joven artista en busca del reconocimiento artístico y, sobre todo, del encumbramiento social. Tal vez pintó a Menipo como advertencia, para recordarse a sí mismo que al final del camino hacia la cumbre no nos espera la gloria, sino el desencanto.
Inspirado por este pensamiento, el inglés salió precipitadamente de la sala y del museo, decidido a resolver los problemas del modo más práctico. La lluvia había cesado y el sol asomaba entre las nubes. Sin vacilar se encaminó a casa del duque de la Igualada. En la Cibeles se hizo a un lado para dejar pasar a un nutrido grupo de obreros con gorra y mandil que se dirigía a una manifestación o un mitin, a juzgar por las pancartas y banderas que algunos llevaban enrolladas. Gracias a su aventajada estatura, Anthony pudo ver estacionados en la Gran Vía a unos jóvenes con camisa azul que contemplaban la escena con aire de desafío. Los obreros les lanzaban miradas rencorosas. Recordando lo sucedido la noche anterior en la peña taurina, Anthony se propuso evitar todo enfrentamiento y regresar a Londres sin tardanza una vez resuelto el asunto que le retenía en Madrid. Al mismo tiempo, la sensación de violencia y peligro le producía una excitación del todo insólita en un hombre que siempre se había tenido a sí mismo por metódico, previsor y pusilánime. Al despedirse de él, Paquita le había dicho que en momentos de tanta incertidumbre, cuando el azar preside la vida y la muerte de las personas, éstas se comportan con peculiar arrebato. Ahora comprendía el sentido de estas palabras y se preguntaba si la hermosa y enigmática joven no las había pronunciado para incitarle a dejarse llevar por sus impulsos, sin parar mientes en las consecuencias inmediatas o futuras.
Llegó a la mansión y tocó a la puerta con renovada energía. Como en la ocasión anterior, el incongruente mayordomo le abrió la puerta, le hizo pasar al vestíbulo y fue a avisar al señor duque. Éste acudió de inmediato y saludó al inglés con el tono afectuoso y natural de quien recibe a un amigo al que acaba de ver hace muy poco.
– Esta vez no le haré perder el tiempo -dijo, y dirigiéndose al mayordomo agregó-: Julián, avise al señorito Guillermo. Estaremos en mi despacho. Quiero que mi hijo esté presente -aclaró dirigiéndose a Anthony-, y lamento que mi otro hijo no pueda intervenir también en la operación. Tengo una concepción tradicional del patrimonio. Nunca consideré que mis fincas y mis bienes fueran realmente míos, sino parte de una cadena sucesoria de la que cada generación es un eslabón y, como tal, depositaría de ese patrimonio, que debe conservar, incrementar en la medida de lo posible y, llegado el momento, transmitir a la generación siguiente. Cuando se piensa así, la riqueza se convierte en una obligación y las satisfacciones que proporciona vienen compensadas por un sentimiento de responsabilidad que les quita buena parte de su atractivo. No diré que envidio a los pobres; el hombre feliz, que según el cuento no tenía camisa, no habría sobrevivido al invierno de Madrid. Le digo esto para que se haga cargo de la angustia con que me dispongo a liquidar una parte importante de mi hacienda.
Mientras hablaban habían llegado al despacho del duque, dónde éste le había dado cuenta de sus infortunios en la anterior reunión. Ahora una docena de cuadros se alineaban en el suelo, apoyados contra la pared.
– Mi hijo no tardará -dijo el prócer.