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El inglés comprendió que las mujeres de la familia no intervendrían en las decisiones que allí se tomaran, lo que le contrarió ligeramente, porque en su experiencia, las mujeres eran más realistas a la hora de valorar el arte, quizá porque una íntima falta de orgullo familiar les permitía aceptar la necesaria componenda entre el valor estético de una obra, su valor sentimental y su valor como mercancía.

La entrada brusca de Guillermo del Valle interrumpió sus reflexiones. Se saludaron con fría cortesía y las miradas de ambos convergieron en el amo de la casa.

– Procedamos cuanto antes -dijo éste en el tono falsamente animoso de quien se dispone a ser intervenido quirúrgicamente-. Como ve, amigo Whitelands, con miras a facilitar su peritación, hemos reunido en el despacho las piezas más adecuadas a nuestros fines, según mi leal saber y entender. Son cuadros de tamaño medio, de temas decorativos, la mayoría de ellos firmados y autenticados. Écheles un vistazo y denos una primera impresión, tenga la bondad.

Anthony Whitelands limpió las lentes de sus gafas con el pañuelo y se acercó a los cuadros. El duque y su heredero permanecían a prudencial distancia, sin hacer ruido, con una expectación mal disimulada que le impedía concentrarse en un examen objetivo de las obras. De ningún modo quería defraudar las esperanzas de aquella familia noble y atribulada, a la que ya se sentía vinculado por varias razones; pero una primera impresión le hizo comprender que no iba a poder ofrecerles nada mejor que buenas palabras. Aunque su juicio ya estaba formado, se detuvo un rato delante de cada cuadro para descartar la remota posibilidad de que fuera una falsificación, para evaluar la calidad de la obra y examinar el estado de conservación de la pintura, todo lo cual no hizo más que reafirmarle en su opinión. Finalmente decidió afrontar la realidad sin dilación, porque también a él le invadía un creciente desasosiego, no sólo por la imposibilidad de colmar las esperanzas depositadas en su peritación, sino porque la idea de haber hecho en balde un viaje erizado de inconveniencias y probablemente de peligros reales le producía una creciente irritación contra sí mismo: nunca debería haber escuchado a un charlatán de la calaña de Pedro Teacher.

Estos sentimientos debieron de traducirse en su expresión cuando se volvió a su anfitrión, porque antes de abrir la boca dijo éste:

– ¿Tan malos le parecen?

– Oh, no. De ningún modo. Los cuadros conforman una espléndida colección. Y cada cuadro posee méritos propios, no me cabe duda al respecto. Mis reservas… mis reservas son de otra índole. No soy especialista en pintura española del siglo XIX, pero lo poco que sé me lleva a pensar que tal vez ése no pueda ser considerado su período más brillante. Es injusto, claro está, nada resiste la comparación con Velázquez, con Goya… Pero así son las cosas: fuera de España nombres de valía como los Madrazo, Darío de Regoyos, Eugenio Lucas y otros muchos, quedan eclipsados por las grandes figuras del pasado. Tal vez Fortuny, Sorolla… y poca cosa más…

– Sí, sí, entiendo lo que dice, amigo Whitelands -interrumpió discretamente el duque-, y estoy de acuerdo en todo, pero aun así, ¿cree usted que estas obras encontrarían comprador en Inglaterra? Y, en caso afirmativo, ¿a cuánto podría ascender el producto de la venta? No le pido cifras exactas, claro, sólo un cálculo aproximado.

Anthony carraspeó antes de decir entre dientes:

– Sinceramente, excelencia, yo no lo sé y no creo que nadie esté capacitado para hacer esta estimación de antemano. Ignoro quién puede estar interesado en este tipo de pintura fuera de aquí. Lo único factible, en mi opinión, es poner las obras en manos de una casa de subastas, como Christie's o Sotheby's. Pero esto, dada la situación…

El duque de la Igualada hizo un gesto amplio y benévolo.

– No se esfuerce, amigo Whitelands. Agradezco su delicadeza, pero creo haber entendido lo que trata de decirme. No es así como conseguiremos reunir un capital -ante el silencio de su interlocutor suspiró, sonrió con tristeza y añadió-: No importa. Dios proveerá. Lamento, créame, haberle hecho perder su valioso tiempo para nada, aunque su trabajo se le retribuirá como es debido. Y le prevengo: no tomaré en consideración una negativa por su parte: la amistad nunca debe interferir en los compromisos adquiridos, máxime si son de índole económica. Ustedes los ingleses han hecho de esta norma un auténtico dogma y esto los ha colocado a la cabeza del mundo civilizado. Pero ya tendremos ocasión de filosofar más adelante. Dejemos de lado este desgraciado asunto y vayamos a ver si ya está dispuesto el aperitivo. Contamos con usted para compartir nuestra modesta comida, como es natural.

Anthony Whitelands no contaba con esta invitación y al oírla creyó ver el cielo abierto, no sólo porque le brindaba la oportunidad de volver a ver a la encantadora Paquita, sino porque no había comido nada en todo el día y estaba a punto de desfallecer. Antes de aceptar, sin embargo, advirtió un gesto de contrariedad en el rostro de Guillermo del Valle. Era evidente que el joven heredero se sentía humillado por el juicio despreciativo de un extranjero sobre lo que él consideraba no sólo su legítimo patrimonio, sino el símbolo de la dignidad de su apellido.

– Papá -le oyó murmurar-, te recuerdo que hoy tenemos un invitado.

El duque miró a su hijo con reprobación y ternura y dijo:

– Ya lo sé, Guillermo, ya lo sé.

Se creyó en la obligación de intervenir el inglés a su pesar.

– En modo alguno quisiera…, precisamente tengo un compromiso…

– No mienta, señor Whitelands -repuso el duque-, y si miente, no mienta tan mal. Y tampoco haga caso a mi hijo. Todavía soy yo quien decide los comensales que se sientan a mi mesa. Ciertamente hoy tenemos un invitado, pero es persona de confianza, un buen amigo de la familia. Por lo demás, estoy convencido de que a él le agradará conocerle a usted, y a usted le resultará instructivo conocerle a él. Y no se hable más.

Tiró del cordón y a la entrada del mayordomo dijo:

– Julián, el señor se queda a comer. Y haga que, con el máximo cuidado, vuelvan a colocar los cuadros en su sitio.

Bien pensado, será mejor que yo supervise la operación. Guillermo, atiende a nuestro amigo.

Al salir el duque del gabinete se produjo un silencio tenso. Para salvar la situación, Anthony decidió abordar el tema sin rodeos.

– Lamento haberle decepcionado -dijo.

El joven Guillermo le dirigió una mirada hostil.

– En efecto -respondió-, me ha decepcionado, pero no por lo que usted cree. Yo nunca he tenido la intención de abandonar el país. Al contrario: éste es el momento de permanecer en nuestros puestos y empuñar las armas. No podemos dejar España en manos de los canallas. Pero me habría gustado ver a salvo a mi madre y a mis hermanas. Quizá también a mi padre: es un anciano y, a pesar suyo, una rémora. Ahora mi familia se convierte en un doble motivo de preocupación. Por ellos y porque cuando llegue el momento, tratarán de retenerme. Me consideran un niño, cuando ya tengo dieciocho años. Ahora, si me quedo, todo el mundo pensará que no es por decisión propia, sino por falta de medios, y esto me mortifica. Usted no lo entiende, porque no es español.

Después de decir esto se quedó aliviado, como si se hubiera quitado un peso de encima.

Capítulo 8

Al aproximarse a la sala de música llegaron a sus oídos las notas del piano y sobre ellas la inconfundible voz de Paquita, ronca e incitante, que desgranaba una alegre tonadilla.

Caballero del alto plumero,

¿Dónde camina tan pinturero?

Anthony Whitelands se detuvo ante la puerta, y lo mismo hicieron sus dos acompañantes. Con creciente emoción el inglés escuchó tras un gorjeo: