– No me malinterprete. En el fondo, estoy más de acuerdo con lo que usted dice que con lo que usted sugiere que yo he dicho. Podemos reconstruir la vida de Velázquez paso a paso, hasta los más mínimos incidentes. La vida en la corte de Felipe IV, como en todas las cortes de los grandes monarcas, era efectivamente un nido de falsedades, calumnias y murmuraciones, pero también, o quizá precisamente por esa causa, una fuente caudalosa de documentos oficiales, vigilancias minuciosas, informaciones pormenorizadas y chismorreo. De todo lo cual hay constancia escrita. Con mucha paciencia, medios adecuados y sentido común, no es difícil separar el grano de la paja. No obstante, por más que esto nos revela la realidad cotidiana, nada ni nadie nos revelará el último misterio del hombre y del artista. Cuanto más veo y más estudio los cuadros de Velázquez y al propio Velázquez, más cuenta me doy del profundo enigma que tengo ante mis ojos. De hecho, este enigma y la convicción de que nunca podré resolverlo es lo que hace apasionante mi trabajo y dignifica mi vida de humilde y fastidioso profesor.
Cuando acabó de hablar reinó un silencio tenso, como si en el discurso del inglés hubiera implícita una acusación. Por fortuna intervino de inmediato el duque con su bonhomía.
– Ya te dije que no te metieras con él, Paquita.
La joven dirigió al inglés una mirada cargada de significado y respondió:
– Ha sido convincente, pero las espadas siguen en alto.
– Pues yo propongo reemplazar esas espadas por la cuchara y el tenedor -dijo el señor duque señalando la puerta del comedor, que acababa de abrirse para dar paso a la criada pazguata y al anuncio de que la comida estaba servida.
Todos se dirigieron al comedor, pero en esta ocasión, por razones protocolarias, o por despecho, Paquita tomó del brazo al marqués de Estella, a cuyo oído susurró una frase ininteligible para el resto de la concurrencia.
Capítulo 9
Concluido el breve recogimiento impuesto por la bendición de alimentos, que en esta ocasión ofició el huraño y reservado padre Rodrigo, y mientras la sirvienta pasaba de uno a otro la sopera humeante, la señora duquesa se interesó por la tasación de los cuadros. El duque, de acuerdo con lo convenido, expresó una moderada satisfacción.
– El amigo Whitelands ha hecho honor a su fama: ni entusiasta ni derrotista, ha fijado lo que considera un justiprecio. También ha dicho que la transacción no será un camino de rosas. Corríjame usted si me equivoco interpretando su sentir.
– No, no -corroboró el inglés precipitadamente-, es tal cual lo explica su excelencia.
La duquesa, que sólo había entendido lo que quería entender, juntó las manos, levantó los ojos al cielo y exclamó:
– ¡Bendito sea Dios, por fin podremos dejar atrás este infierno! Mucho se lo he pedido en mis rezos al Sagrado Corazón y a la Virgen Santísima, y mis plegarias no han sido desatendidas. Y todo por mediación de usted, querido Antoñito, ¡nada menos que un protestante! Y, aun así, el instrumento de la divina protección. Dios escribe derecho con renglones torcidos, o al revés. Con los dichos me hago un lío. Pero sea como sea, en nombre de toda la familia y en el mío propio, yo le bendigo a usted desde lo más hondo de mi corazón.
Anthony emitió unos confusos sonidos con la esperanza de que fueran tomados por muestras de humildad o de cortesía, porque si bien estaba convencido de haber actuado con rectitud, experimentaba los lacerantes remordimientos del traidor neófito, y por más que la sustanciosa sopa le hacía recuperarse gratamente de su postración, con gusto habría renunciado a ella para salir huyendo del escenario de lo que se le antojaba una cruel mentira. Advirtiendo su desasosiego, intervino una vez más su excelencia el duque de la Igualada.
– Lo malo es que ahora, cumplida su misión, nuestro amigo regresará a su país, y quién sabe cuándo lo volveremos a ver.
– No digas eso, Álvaro -dijo la duquesa-; vayamos adonde vayamos, incluso en las Américas, Antoñito siempre será bien recibido, por mí y por todos nosotros.
Nadie se sumó a esta manifestación de afecto, pero el aludido creyó advertir un deje de sarcasmo en los bellos ojos de Paquita y una sincera tristeza en los de su hermana menor. Rompiendo el incómodo silencio, el apuesto marqués de Estella, que hasta aquel momento había permanecido callado, dijo en tono voluble:
– Pues yo también lamentaré su ausencia, aunque por motivos harto egoístas. Como todo madrileño de buena familia, he ido al Museo del Prado desde la más tierna infancia, no siempre de buen grado, debo admitir. Mis inclinaciones han ido siempre hacia la poesía. Sin embargo, un ayo nos llevaba a los museos, a mis hermanos y a mí, como parte de nuestra educación, aunque nunca nos enseñó nada. Mis conocimientos en la materia son prácticamente nulos, y para mí Velázquez es algo tan habitual como los árboles del Retiro. Ahora, oyéndole hablar a usted, me doy cuenta de que tengo a mi alcance una mina de metales preciosos por explotar. Y nada me gustaría tanto como explorarla en su docta compañía.
Anthony agradeció el cambio de rumbo que este comentario insustancial imprimía a la conversación y se apresuró a decir:
– Con sumo gusto lo haría si las circunstancias lo permitieran. Veo que es usted un hombre de cultura, pero intuyo que su vida discurre por otros caminos. ¿Es indiscreto preguntarle a qué se dedica, señor marqués?
– No lo es, puesto que mi profesión es notoria. Soy abogado y desde hace un tiempo me dedico a la política, en parte por tradición familiar, en parte por inclinación personal, y en parte por un sentimiento casi religioso de deber para con la patria.
– El señor marqués -intervino la duquesa- ha sido hasta hace poco diputado en Cortes por Madrid.
– ¡Qué interesante! -dijo Anthony.
– ¿Interesante?-dijo el marqués-. Tal vez lo sea. Pero también, en mi opinión, qué estéril. Cierto, fui diputado, pero lo fui sin fe y sin respeto. En España el experimento de la democracia liberal ha fracasado con estrépito. La Historia no nos ha preparado para este sistema, cuyos méritos no niego, siempre que sea lo que ha de ser, y no una mera excusa para el sectarismo, la demagogia y la corrupción. Un fracaso y un estrépito que se hace sentir a diario por las calles de Madrid.
Asintió calladamente el inglés para evitar una discusión sobre temas de los que lo ignoraba todo y sobre los que no creía correcto pronunciarse por su condición de extranjero. Pero Paquita, siempre maliciosa, no estaba dispuesta a dejarle en paz.
– Me sorprende usted, señor Whitelands -dijo con fingida inocencia-. Como inglés, debería defender la democracia parlamentaría. ¿O es tan escéptico en la materia como lo era Velázquez?
– Disculpe, señorita Paquita, pero yo no creo que Velázquez fuera escéptico -repuso Anthony con seriedad-. Simplemente, era leal a un Rey que, a su vez, le correspondía con su favor y con su amistad personal. En estas circunstancias, no tiene nada de particular una actitud en apariencia acomodaticia por parte de Velázquez, como tampoco tiene nada de particular mi actitud con respecto a mi país y a mi rey, contra los que no tengo motivo alguno de rebeldía. Dicho esto, reconozco que no tiene mérito ser leal en tiempos de prosperidad y de paz social.
– Ha hablado usted bien -convino el marqués de Estella-. Un abismo separa nuestros dos países y por esta misma razón el sistema político que Inglaterra se puede permitir aquí ha fracasado. La democracia y el igualitarismo de ustedes se sustenta en unas relaciones sociales satisfactorias para todas las partes, lo que a su vez sólo es posible gracias a las riquezas provenientes de su vasto imperio colonial. Lo mismo, en cierta medida, se puede decir de Francia. Pero a los países que no disponen de esta fuente de riqueza que todo lo arregla y todo lo suaviza, ¿de qué les sirve la pantomima de unas elecciones? ¿Acaso no hay otras formas más lógicas de regir los destinos de una nación? Vea el caso de Alemania, vea el caso de Italia…