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– ¿Aboga usted por un régimen totalitario? -preguntó el inglés un tanto escandalizado.

– No -replicó su interlocutor-, todo lo contrario: hablo de defender a España de un totalitarismo mil veces peor que el de los regímenes citados. El totalitarismo soviético, que avanza a pasos agigantados con la connivencia de un gobierno y de un parlamento supuestamente elegidos por sufragio universal.

– Muy fuertes palabras son éstas, señor marqués -dijo Anthony.

– Más lo son los hechos -repuso el otro.

– ¿Aceptaría entonces una solución a la italiana?

– No: a la española.

No había en el tono general del diálogo crispación ni enfrentamiento, por lo que ambos interlocutores estimaron oportuno abandonar el tema en este punto, y el resto de la comida discurrió por caminos de educada trivialidad. Al concluir aquélla, se disculpó el marqués por haber de ausentarse precipitadamente, saludó con su característica afabilidad a todos los miembros de la familia, dio un fuerte apretón de manos al inglés y le dijo antes de partir:

– Ha sido un privilegio y un placer haberle conocido, señor Whitelands. Un amigo de esta familia, a la que quiero como a la mía propia, siempre será mi amigo. Me encantaría volver a verle, y confío en que así sea. Pero si ha de regresar a su tierra, le deseo un buen viaje y mucha suerte, y le ruego que recapacite sobre lo que hemos hablado.

Anthony se quedó a la sobremesa, pero a diferencia del día anterior, no hubo música ni animación. La marcha del apuesto marqués había dejado un vacío que nadie parecía capaz de llenar. Era como si al marchar, el ilustre huésped se hubiera llevado consigo el oxígeno del aire, dejando una atmósfera enrarecida. La duquesa, hasta entonces tan alegre ante la perspectiva de abandonar en breve el país, había caído en un mutismo melancólico, como si ya sintiera en su ánimo la triste condición del exiliado. El duque estaba distraído. Su hijo Guillermo, presa del nerviosismo y la irritación, se fue al cabo de unos minutos mascullando una excusa ininteligible. Las dos muchachas también daban muestras de abatimiento. Lilí lanzaba de cuando en cuando fugaces miradas lánguidas al inglés, y Paquita no disimulaba una profunda preocupación. Anthony supuso que ella sentía por el apuesto marqués un amor no correspondido. Nada más lógico: el marqués era guapo, distinguido, brillante y sin duda de temperamento ardiente. En Cambridge haría estragos, pensó. Luego, sin rechazar esta posibilidad, se dijo que los conocimientos que hasta el momento tenía de aquellas personas hacían muy fortuita cualquier conjetura. A una mujer de la inteligencia y posición de Paquita no habían de faltarle motivos de preocupación en la situación presente, no necesariamente de índole romántica. Y, en última instancia, se dijo, a mí ¿qué más me da? Mañana a estas horas estaré en el tren, camino de Hendaya, y nunca más volveré a ver a esta gente. Pero lo acertado y sensato de esta idea le causó un profundo desconsuelo. Cuando se encontrara de nuevo en la seguridad y el confort de su casa de Londres, ¿qué balance podría hacer de un viaje marcado por el fracaso profesional y la constatación de su estupidez personal? ¿Qué opinión se habrían formado de él, especialmente Paquita, y sobre todo, qué opinión se formarían cuando supieran que la peritación de los cuadros no abría el camino a la salvación de la familia? Como el médico que diagnostica una grave enfermedad y sabe que, sin tener culpa alguna, mal puede aspirar a la simpatía del enfermo, Anthony no se hacía ilusiones acerca de los sentimientos de Paquita hacia él, en la improbable hipótesis de un reencuentro. Bah, se dijo, al fin y al cabo, ¿qué me importa a mí el concepto en que me tenga esta mujer, por más que me resulte atractiva? Era absurdo especular con sus sentimientos hacia Paquita precisamente cuando acababa de poner punto final a su relación con Catherine. Salir de aquella casa cuanto antes, concluir la ridícula aventura madrileña y tratar de olvidar lo sucedido no era ya lo mejor, sino lo único razonable. Que los españoles se las arreglen entre ellos como les plazca o como puedan, pensó; aunque se maten los unos a los otros, cuando pase la tormenta, Velázquez seguirá aquí, esperando mi regreso.

Decidido a terminar con la situación y con sus cábalas, inició una despedida que preveía larga y resultó escueta. Sólo la señora duquesa retuvo las manos del inglés entre las suyas, extrañamente frías en la caldeada estancia, y murmuró:

– Si no volviéramos a vernos en Madrid, le esperamos en la Costa Azul. Allí nos instalaremos hasta que pase todo, ¿verdad, Álvaro?

Su excelencia el duque asintió gravemente. Paquita le tendió la mano y Lilí le estampó un húmedo beso en la mejilla. El duque se brindó a acompañarle a la puerta.

– Venga a verme mañana temprano y arreglaremos cuentas. No replique. Lo pactado es lo pactado, usted ha hecho bien su trabajo y yo siempre cumplo mi palabra y le agradezco especialmente su discreción: sé que a los ingleses no les gustan las mentirijillas.

Anthony se alejó del palacete con el paso cansino y el corazón encogido. Si hubiera tenido dinero, habría tomado el primer tren de regreso a Inglaterra. Pero esto era imposible. No sólo seguía impecune, sino indocumentado. Se maldijo mil veces por su estulticia. Luego, persuadido de la inutilidad de este desahogo, decidió hacer lo posible por recuperar la cartera y la documentación. Si el individuo que se las había sustraído era un delincuente profesional, como parecía indicar su método, probablemente actuaría en una demarcación fija, donde los lugares y las personas le resultaran familiares. Había anochecido y las tabernas empezaban a llenarse. Aunque era poco probable encontrarle de nuevo en el mismo sitio, Anthony decidió empezar por la peña taurina donde había trabado conocimiento con el mangante a raíz de la trifulca provocada por los jóvenes falangistas.

No lo encontró ni allí ni en los incontables establecimientos que recorrió. Como se había propuesto proceder de un modo sistemático, se metía allí donde veía animación. Unos locales estaban frecuentados por personas distinguidas, otros por oficinistas, otros por tipos patibularios de inimaginable profesión; los más, sin embargo, presentaban una mezcla diversa y decididamente democrática. En todos reinaba una algarabía ensordecedora y un trasiego incesante de vino y de viandas de increíble variedad. Todo el mundo vaticinaba un inminente estallido de violencia y Anthony no tenía motivo para dudar de lo acertado del vaticinio, pero hasta tanto no se produjera la tragedia, los españoles parecían decididos a divertirse.

De su prolongado periplo por la noche bohemia, Anthony sacó esta conclusión y nada más. Decidido a recorrer el mayor número posible de locales y sin dinero para consumir, apenas entraba en uno se dirigía derechamente al amo, a un empleado o a un parroquiano y le preguntaba si conocía a un individuo de las características del que la víspera le había robado. Su brusquedad, su acento y la imposibilidad de remunerar de algún modo la ayuda solicitada dieron al traste con todos los intentos. Su interés despertaba recelo y en algunos casos abierta animadversión. Más de una vez hubo de optar por una retirada prudente, cuando no vergonzosa. Finalmente, emprendió el regreso al hotel.

De camino, y antes de dar la empresa por perdida, decidió volver al escenario del crimen. No tardó en dar con el ruinoso portalón, batió palmas y esperó al sereno. Cuando éste asomó tambaleante por la esquina le dijo:

– ¿Me recuerda usted?