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– ¿De qué?

– De anoche.

– ¿Pues qué pasó anoche de memorable?

– Nada. Ábrame la puerta.

La misma mujerona se mostró amablemente sorprendida al ver a Anthony. No debían de abundar los clientes tan asiduos. Este recibimiento disipó las sospechas del inglés respecto de una posible complicidad entre la mujerona y el carterista. Ella le hizo entrar, cerró la puerta y sin dejarle hablar se volvió dando voces al negro pasillo de la casa.

– ¡Toñina, hija, sal corriendo, que ha vuelto tu galán! -y dirigiéndose a Anthony-: No tardará, señor. Se estará aciscalando. La pobrecilla está pirra por usté, eso se echa de ver. No sabe cómo la gustan los catalanes. ¡Toñina, leche, a ver si nos damos prisa! ¡Y ponte las enaguas negras que te regaló aquel viajante de Sabadel!

– Señora, yo no soy catalán -aclaró Anthony-. Soy inglés.

– ¡Joroba, disculpe usté el desliz! Como tiene ese acento tan raro y no dejó propina… Pero ya está aquí la mocita. ¡Mire usté qué ricura, Señor mío de mi alma!

Sobrio y abatido, Anthony advirtió por primera vez una mirada famélica en los ojos grandes de la niña.

– En realidad, señora, yo no he venido a lo que usted supone -dijo.

Con frases confusas refirió lo ocurrido, procurando tranquilizar a las dos mujeres respecto de sus intenciones. Ninguna sospecha recaía sobre las habitantes de aquella digna morada ni él pensaba acudir a las autoridades. Simplemente, estaba en una situación apurada, como extranjero sin dinero ni papeles, y quería saber si conocían al individuo que le había embaucado. Como era de prever, aquellas palabras no despejaron el temor de las dos mujeres. Juraron no saber nada del individuo en cuestión y la mujerona insistió en que no hacer preguntas ni recordar caras era norma estricta de la casa. Anthony dio las gracias y se despidió. Antes de salir dijo la mujerona:

– Si no tié parné, no habrá cenao.

– No, señora.

– Pues mire usté, aquí el que no paga, no moja, pero un trozo de pan no se le niega a un cristiano. Aunque sea inglés. ¿Es verdad que en su pueblo los hombres llevan faldas?

– En Escocia, y sólo los días de fiesta.

– Ja, me barrunto yo qué fiestas serán ésas -rió la mujerona.

Al cabo de un rato reapareció la Toñina con una escudilla de barro llena de un potaje aceitoso, una cuchara de madera y un vaso de agua. Mientras comía, Anthony Whitelands recordaba con detalle el cuadro de Velázquez titulado Jesús en casa de Marta y María.

Capítulo 10

A primera hora de la mañana, confiando en la laboriosidad de sus conciudadanos, Anthony Whitelands se encaminó a la Embajada inglesa, sita en el Paseo de Recoletos. Al funcionario que le detuvo en la entrada y le pidió su documentación, le explicó que precisamente el haberla perdido le llevaba a aquel lugar. El funcionario titubeaba. ¿No podía acreditarse como súbdito de la Corona? En tal caso, él no podía franquearle la entrada. Irritado al ver que no bastaban su aspecto y su inconfundible acento de Cambridge, Anthony exigió ver al embajador en persona o, cuando menos, a un diplomático de rango superior. El funcionario de la entrada le dijo que aguardara en el vestíbulo mientras iba a consultar.

Salió el funcionario. En una habitación contigua al vestíbulo, Anthony vio a una anciana pulcramente vestida que hacía calceta. Al verse observada, la anciana esbozó un saludo con la cabeza. Mientras intercambiaban comentarios sobre el tiempo, regresó el funcionario y con acusadora frialdad, como si por culpa del recién llegado hubiera recibido una reprimenda, indicó a éste que le siguiera. Por una escalera ancha y alfombrada subieron al primer piso. Recorrieron un corto pasillo y ante una puerta el funcionario tocó con los nudillos, abrió sin esperar respuesta y se hizo a un lado.

En un despacho de medianas proporciones, amueblado con estanterías llenas de libros de leyes, un pesado escritorio y varias sillas tapizadas, un hombre joven le recibió con claras muestras de alegría.

– Harry Parker, consejero de Embajada -dijo tendiendo una mano laxa a su compatriota-. ¿Qué puedo hacer por usted?

Sus modales eran suaves, pero su aspecto apático y una velada expresión de alarma en sus ojos indicaban la inseguridad del funcionario que sólo se siente a salvo cuando todo responde a un procedimiento claro e inamovible. Sus facciones todavía aniñadas permitían intuir la alopecia y la obesidad que los años le tenían preparadas. En un ángulo del escritorio había una foto enmarcada de Harry Parker estrechando la mano de Neville Chamberlain. Esto y la fotografía de Su Majestad el Rey Eduardo VIII en la pared era todo cuanto revelaba el despacho sobre la persona que lo ocupaba.

– Encantado de conocerle. Mi nombre es…

– Anthony Whitelands -se apresuró a decir el joven diplomático-. Y ha extraviado su cartera. Una circunstancia embarazosa, realmente embarazosa. De hecho, le esperábamos ayer, tan pronto como tuvimos noticia del percance. Me pregunto cómo pudo pasar el día entero sin un penique. Admirable. Por suerte, bien está lo que bien acaba, ¿no es así?

Mientras hablaba rebuscaba en un cajón del escritorio. Al final sacó la cartera, el pasaporte, el reloj y la pluma estilográfica de Anthony y se lo entregó.

– Compruebe que está todo, por favor. Entre nosotros no hace falta la verificación, naturalmente, pero la Embajada firmó un recibo y usted deberá contrafirmarlo. Si está de acuerdo, por supuesto.

Recuperado de su asombro, Anthony examinó el contenido de la cartera, comprobó que no faltaba nada y así se lo hizo saber al consejero. Luego le preguntó cómo habían llegado aquellos objetos a sus manos.

– Oh, del modo más sencillo -dijo el joven diplomático-. Ayer por la mañana vino un individuo de nacionalidad española y nos los entregó. Según dijo, usted mismo se los había dado al entrar en un burdel para que los custodiara. El individuo le estuvo esperando a la intemperie y al cabo de un buen rato, viendo que usted no salía, aterido de frío y debiendo regresar a su domicilio, algo alejado del centro, optó por marcharse con la intención de restituírselos al día siguiente. Sólo al llegar a su casa cayó en la cuenta de que desconocía su paradero. Como no sabía qué hacer, se le ocurrió traerlos a la Embajada, dando por supuesto que usted vendría aquí tarde o temprano. Obviamente, nosotros mismos nos habríamos puesto en contacto con usted de inmediato de haber sabido dónde se alojaba.

– Vaya -exclamó Anthony-, nunca habría imaginado este desenlace. Y ese individuo, ¿dejó algún nombre y dirección? Me gustaría expresarle mi agradecimiento y recompensar su integridad.

– El nombre consta en el recibo: Higinio Zamora Zamorano, pero las señas no. Creo recordar que mencionó un lugar llamado Navalcarnero, ¿le suena?

– Sí, es una población, muy lejos de Madrid. No creo que mi benefactor viva allí. Tal vez se trate de un domicilio anterior o del Ayuntamiento donde está censado. Sea como sea, no veo forma de ponerme en contacto con él, porque una vez recuperada la cartera y el pasaporte, y como nada me retiene aquí, me propongo regresar a Inglaterra hoy mismo. Si no recuerdo mal, a la una y media de la tarde sale un tren. Si me doy prisa, esta misma noche puedo estar en Hendaya.

Había tomado esta decisión de un modo precipitado e irreflexivo, pero el joven diplomático asintió como si ya contara con ella.

– Por supuesto -dijo-, tal como están las cosas en España, no es prudente prolongar la estancia sin un motivo poderoso. Y ya que hablamos de esto, ¿puedo preguntarle la razón de su presencia en Madrid, señor Whitelands?

– Asuntos privados. He venido a ver a unos amigos.

– Ya entiendo. Por supuesto, no es de mi incumbencia. En absoluto. Le deseo un feliz viaje. Sólo una pregunta más, si es tan amable. ¿Conoce a un tal Pedro Teacher? Puedo deletrearle el apellido.