– No hace falta. Pedro Teacher es un marchante de arte en Londres. Yo soy experto en arte y, dada mi profesión, es natural que conozca de nombre al señor Teacher. ¿Desea saber algo más?
Harry Parker miró hacia la ventana, que enmarcaba el cielo azul y sin nubes, se encogió de hombros como si diera por concluido el tema, y sin apartar los ojos de la ventana dijo:
– Todo me hace suponer, señor Whitelands, que usted conoce bien este país. Si es así, no le habrá pasado por alto la precaria situación en que se encuentra. No hace falta añadir la preocupación del Gobierno británico por el posible desarrollo de los acontecimientos, en la medida en que podrían tener serias repercusiones a escala continental. Esta preocupación concierne de un modo especial a nuestra Embajada. En primer lugar, por cuanto pueda afectar a la seguridad de los muchos súbditos de la Corona residentes o de paso en España; en segundo lugar, por lo que pueda afectar a nuestros intereses, tanto estratégicos como económicos. De estas materias de la máxima gravedad se encargan el señor embajador y los agregados correspondientes, claro está. A mí me corresponden asuntos de menor importancia, pero no insignificantes. Es mi territorio y debo estar informado, ¿no le parece?
Apartó los ojos de la ventana y miró fijamente a Anthony con la misma expresión de inocencia.
– No es un secreto -siguió diciendo- que en estos tiempos de incertidumbre muchas familias están tratando de poner a salvo sus bienes, por si se ven obligadas a salir del país. Nada más natural, desde todo punto de vista. Nada más natural. Pero precisamente en estos tiempos de incertidumbre nuestro Gobierno desea evitar pequeños roces por cuestiones de contrabando, usted ya me entiende. Confidencialmente le diré que hace un tiempo tuvimos noticias de que el señor Pedro Teacher, marchante de arte en Mayfair, como ya sabe, había estado mediando en… contactos… Nadie pone en duda la honorabilidad del señor Teacher, por supuesto. Sin embargo, el señor Teacher no es… ¿cómo le diría? No es inglés al cien por ciento. Tampoco en eso hay nada malo: uno no tiene capacidad para decidir sus orígenes. Yo me refería sólo a, ya sabe, lealtades divididas… Dilemas morales, si podemos llamarlos así. Bien es cierto que los dilemas morales no son de mi incumbencia. Usted es experto en arte, según me acaba de decir…
– Oiga, señor…
– Parker. Harry Parker.
– Señor Parker, puedo darle mi palabra de caballero de que no estoy involucrado en ninguna operación de compraventa de objetos de arte en Madrid, y mucho menos en una compraventa ilegal de cuadros.
– Oh, por supuesto -dijo el joven diplomático con expresión de alarma-, por supuesto. Yo no quería insinuar tal cosa. Uno piensa, sabe usted, y a veces piensa que la frontera entre lo legal y lo… ligeramente ilegal es difusa. Pero es sólo una hipótesis. No es su caso, claro, especialmente si no ha venido a Madrid para intervenir en ninguna transacción, ni legal ni ilegal. ¿Decía que regresaba hoy mismo a Inglaterra?
– Si no encuentro obstáculo.
– No hay razón para que le salga ninguno al paso. Los trenes españoles no son puntuales ni limpios ni confortables, pero funcionan bastante bien cuando no hay huelgas o sabotajes. De todos modos, si por cualquier motivo decidiese permanecer en Madrid, le agradecería que me avisara. Le dejo mi tarjeta. Harry Parker. El número de teléfono es el de la Embajada; puede llamar a cualquier hora, siempre hay alguien de guardia y esa persona se pondrá en contacto conmigo. No tenga reparo en llamar a cualquier hora, señor Whitelands.
Al salir de la Embajada Anthony dio un hondo suspiro: todos sus problemas se habían resuelto en un momento. Había podido ocultar el motivo de su viaje sin faltar a su palabra, puesto que en sentido estricto no había participado en ninguna transacción, y como ya disponía de documentación y dinero, podía regresar a Inglaterra sin necesidad de percibir el estipendio que tan noblemente le había ofrecido el duque. Abandonar Madrid sin volver a ver a la acogedora familia de aquél le producía tristeza, pero aún era mayor su alivio. Con el pensamiento bendijo la honradez ejemplar de aquel humilde representante del pueblo español cuyo nombre ya había olvidado, el cual, pudiendo obtener sin riesgo alguno una ganancia, había preferido devolverlo todo, había tenido ingenio suficiente para ocurrírsele ir a la Embajada y se había tomado la molestia de llevar personalmente los objetos sin esperar ninguna recompensa.
El aire era frío; la gente se apresuraba por las calles con las manos en los bolsillos, la gorra calada y las solapas levantadas. En el horizonte se perfilaban las cumbres nevadas de la Sierra de Guadarrama. Eran las diez y media: tenía tiempo sobrado para regresar al hotel, hacer el equipaje, ir a la estación de Atocha y tomar el tren.
Al entrar en el hotel comunicó al recepcionista que dejaba la habitación. El recepcionista hizo la oportuna anotación en el libro registro. Luego le entregó la llave y un sobre.
– Lo han traído hace un rato.
El sobre estaba cerrado y no llevaba remitente ni destinatario.
– ¿Quién lo ha traído? ¿El mismo que vino ayer preguntando por mí?
– No. Éste era un tipo joven, chulapo, parecía gitano. No ha dicho su nombre ni nada de nada. Sólo que le diera a usted la carta en propia mano en cuanto le viera. Que era importante. Eso ha dicho.
– Está bien -dijo Anthony Whitelands metiéndose la carta en el bolsillo-. Voy a hacer el equipaje. Usted vaya preparando la cuenta. No tengo tiempo que perder.
Subió a la habitación, colocó la maleta sobre la cama y abrió la puerta del armario, dejando a la vista sus escasas pertenencias. Antes de empezar a trasladar el contenido del armario a la maleta, sacó el sobre del bolsillo, se acercó a la ventana, abrió el sobre y desplegó una hoja de papel escrita con letra grande, educada, femenina. El texto decía así:
Apreciado Anthony:
Sé que mi padre y usted tienen cita concertada esta mañana, pero el noble carácter que nuestro breve trato me ha permitido discernir en usted me hace temer que desista de acudir a ella. Por favor, no lo haga: es necesario de todo punto que volvamos a vernos. Necesario para mí y, si mi instinto y mi razón no me engañan, también para usted.
Por este imperioso motivo me permito escribirle. Nuestro mayordomo, a quien ya conoce, le hará llegar mi carta, de cuyo contenido nada sabe, pues ignora incluso la mano que la ha escrito. Si le ve, no la lea en su presencia ni le pregunte nada. Rómpala después de haberla leído.
Cuando venga a casa no llame a la puerta de la entrada. Rodee el muro hasta que encuentre en la calle lateral una puertecita estrecha de hierro que da al jardín. A las doce en punto golpee tres veces y yo le abriré. Cuando venga asegúrese de no ser seguido ni observado. A su debido tiempo le explicaré la causa de tantas precauciones.
Confía siempre en usted,
Paquita
Releyó la carta sin entender su significado. Aun así, y por más que eso echase a rodar sus planes, no podía desoír un llamamiento tan apremiante. Bajó a la recepción y anunció que se quedaría en el hotel un día más. El recepcionista tachó el asiento anterior e introdujo el nuevo dato en el registro sin hacer ningún comentario, lo que a Anthony se le antojó sospechoso: el sigilo impuesto por la carta y sus reiteradas advertencias le tenían en un estado de alarma exacerbada.
Regresó a su habitación, guardó la maleta y cerró el armario. Eran las once. Sobraba tiempo para llegar a la cita, pero como su inquietud no le permitía permanecer encerrado, se echó a la calle. En una cervecería de la plaza de Santa Ana se tomó una caña y una ración de calamares, porque todavía no había desayunado. Luego se puso en camino, dando complicados rodeos. Para cuando se adentró en la calleja que bordeaba el palacete estaba seguro de no haber sido seguido o de haber desorientado a cualquier posible seguidor. Una vez allí no le costó dar con la puerta de hierro descrita en la carta. Llamó con los nudillos y resonó el metal con acentos lúgubres. Al instante giró la llave en la vetusta cerradura y la puerta se abrió chirriando. El inglés se introdujo por la abertura y cerró rápidamente una figura femenina protegida del frío y de la curiosidad ajena por un amplio capote de cazador; un chal le ocultaba las facciones. En los ojos profundos de Paquita, entrevisto entre los pliegues del chal, advirtió Anthony el fulgor febril de la aventura. En los nudillos de la mano que sostenía la enorme llave vio enroscado un rosario a modo de talismán.