Выбрать главу

– No tema -dijo-, nadie me ha seguido.

Ella le puso el dedo en los labios y susurró:

– ¡Chitón!

Luego le cogió la mano y tirando de él suavemente lo condujo a paso vivo por el sendero del jardín que conducía a la casa. Anthony sólo había tenido visiones fugaces del jardín desde las ventanas del palacete. Ahora, una vez en él, le parecía más grande y misterioso. Flotaba un aroma melancólico proveniente de la tierra mojada, en cuyo seno hibernaban las semillas. Bancos de piedra manchados de musgo aparecían entre los mirtos secos y los esquemáticos rosales. Entre las ramas desnudas de los árboles vislumbró las ventanas del palacete, en cuyos cristales se reflejaba el sol de invernó, dorado y mate. En un jardín cercano ladraba un perro. Ante una puerta de arco se detuvieron Paquita y el inglés. Al abrirla quedó visible un corredor oscuro. Antes de entrar, con un repentino impulso, ella le dio un abrazo. Anthony sintió contra su cara el ardor de las mejillas de la joven y el roce de unos labios helados. «Mi vida está en sus manos», creyó entender entre el susurro del viento. ¿Cómo debía interpretar aquellas palabras? Un pensamiento fugaz, resto de su cordura, le cruzó la mente: a estas horas yo debería estar abordando el tren de Hendaya. Esta reflexión se impuso sobre sus fantasías desbocadas y decidió esperar con todos los sentidos despiertos el desarrollo de aquel insólito lance. Sin soltarle la mano ni darle tiempo a pensar más, Paquita se adentró en el corredor. Al cerrar la puerta les envolvió la oscuridad hasta que sus ojos se habituaron a la escasa luz que difundía una bombilla de filamento suspendida del techo. En el corredor hacía un frío húmedo y desabrido. Anduvieron hasta llegar a otra puerta, que la joven abrió con gestos precisos y decididos. Entró y Anthony la siguió. Al cruzar el umbral se encontró en un almacén de amplias proporciones abarrotado de muebles antiguos, viejos arcones y bultos de varios tamaños protegidos con mantas. Las estatuas presentaban un aspecto fantasmal. Viendo que ella no decía nada ni hacía ningún movimiento, le preguntó:

– ¿Dónde estamos? ¿Por qué me ha traído aquí?

Desde un rincón oscuro respondió una voz grave:

– No tema nada, señor Whitelands, está entre amigos.

Mientras decía esto, apareció entre los bultos su excelencia don Álvaro del Valle, duque de la Igualada, cubierto con una gruesa bata y tocado con un gorro de fieltro verde con borla. Al verle, el inglés se quedó perplejo: las emociones que había suscitado en él el comportamiento de Paquita le habían hecho olvidar la razón de su presencia en el palacete.

– Le agradezco mucho que haya venido -siguió diciendo aquél-. Por momentos albergué el temor de que el pundonor le hiciera renunciar a nuestra cita. En cuanto al secreto que envuelve el encuentro, atribúyalo a un exceso de precaución. Es importante que nadie sepa de su presencia aquí, y sobre todo, de lo que vamos a hablar a renglón seguido. También habrá de disculpar la incomodidad de este lugar. Y ahora, si me lo permite y sin más preámbulos, le daré las explicaciones que sin duda le debemos y, si tiene usted la paciencia de escucharlas, comprenderá y absolverá un proceder tan melodramático. En primer lugar, amigo Whitelands, he de pedirle mil perdones por el engaño en el que deliberadamente le he mantenido hasta ahora. Mucho he debido violentar mi natural franqueza para fingir ante usted y más aún mi natural decoro, sabiendo que al hacerlo abusaba de su confianza y de su caballerosidad. De este remordimiento me alivia pensar que al fin y a la postre obtendrá usted una recompensa moral adecuada al agravio que le he infligido.

Se aproximó el señor duque a su perplejo huésped y poniéndole la mano en el hombro prosiguió en una voz más baja y confidencial.

– Aunque lego en cuestiones de arte, no soy tan ignorante ni tan presuntuoso como para fabular que los cuadros que le mostré ayer puedan tener un valor sustancial en el mercado extranjero. Jamás habría hecho venir a una autoridad como usted para tasar la modesta colección de un simple amateur. No se ofenda si le digo que le hice venir dos veces y participar del ambiente familiar con el único propósito de observarle. Tenía de usted las mejores referencias y ningún motivo para dudar de la probidad de usted; pero la naturaleza de nuestra relación requería una confianza que sólo podía engendrar el trato personal. Huelga decir que el resultado de este escrutinio no sólo ha sido satisfactorio, sino que ha superado con creces las expectativas más optimistas. Ahora sé que es usted un hombre inteligente, íntegro y ecuánime; sin vacilar pondría en sus manos mi vida y la de mi familia. A decir verdad, esto es lo que estoy haciendo.

Hizo una pausa emotiva, como si la mención del peligro que se cernía sobre sus seres queridos le robara el aliento. Aunque lanzaba de soslayo miradas cargadas de aparente temor, era evidente que encontraba un cierto placer en la escenificación de sus aprensiones.

– De lo que le estoy contando y de lo que le voy a contar a continuación, nadie está enterado, ni siquiera los miembros de mi propia familia, a excepción, naturalmente, de Paquita, aquí presente, la cual, a pesar de su condición femenina, posee una agudeza de juicio y un valor innegables. Para los demás, lo sucedido desde su llegada, incluida la mentira piadosa acerca del posible valor de los cuadros, de la que pronto serán desengañados, es la pura verdad. De este modo no sólo trato de ponerlos a salvo de posibles consecuencias adversas, sino algo más importante: si, como sospecho, estamos siendo espiados, quienquiera que lo haga sacará las mismas conclusiones que mi familia y las que, hasta este momento, pueda haber sacado usted. Y dicho esto, amigo Whitelands, voy a mostrarle el cuadro que ha motivado su viaje a Madrid. Nadie conoce su existencia y, por las mismas razones de prudencia antes expuestas, no se lo puedo mostrar fuera de este sótano, donde la luz es deficiente. Más adelante traeré una lámpara suplementaria. De momento, deberá conformarse con una triste bombilla. Pero no podía postergar por más tiempo esta conversación ni dejar de mostrarle el objeto de tanto enredo y tanta mistificación.

Calló el señor duque y, sin esperar respuesta, giró sobre sus talones y se dirigió al fondo del almacén. Le siguió el inglés más confuso que antes de recibir las aclaraciones de su anfitrión; Paquita, que las había escuchado en silencio, se colocó a su lado, con los brazos cruzados, la vista baja y una leve y enigmática sonrisa en los labios.

Apoyado contra un viejo armario de luna había un bulto rectangular de mediana altura cubierto por una gruesa manta parda. Con mucho cuidado fue retirando la manta el señor duque de la Igualada, hasta dejar al descubierto, ante los ojos incrédulos del inglés, un lienzo insólito.

Capítulo 11

Anthony Whitelands garrapateó un número de teléfono en una hoja de su cuaderno de notas y pidió a la telefonista del Ritz que estableciera la comunicación. Tuvo que repetir varias veces la petición, porque farfullaba en inglés y en español al mismo tiempo y de un modo entrecortado. Había entrado en el hotel con el propósito de hacer la llamada, pero también en busca de la protección que parecía brindarle el lujo sereno e impersonal del establecimiento. Allí se sentía momentáneamente fuera del mundo real. Para tranquilizar el ánimo y poner en orden las ideas, fue al bar y pidió un whisky. Después de tomárselo sintió apaciguarse el torbellino que le agitaba pero no vio con más claridad el camino que debía seguir en aquellas circunstancias sin precedentes. El segundo whisky tampoco disipó sus dudas, pero le reafirmó en la necesidad de asumir el riesgo. La telefonista, habituada a las excentricidades de algunas de las personalidades que componían la selecta clientela del hotel, marcó el número, esperó un rato y finalmente le señaló una cabina. Anthony se encerró en ella, descolgó el auricular y al oír la voz cansina de la secretaria dijo: