Le despertó una violenta sacudida. El tren se había detenido en una estación importante. Por el andén se apresuraba renqueando un ferroviario con capote, bufanda y gorra de plato. En la mano enguantada se balanceaba un candil de latón apagado.
– ¡Venta de Baños! ¡Cambio de tren para los viajeros que van a Madrid! ¡El expreso en veinte minutos!
El inglés bajó su maleta de la redecilla, se despidió de sus compañeros y salió al pasillo. Le flaquearon las piernas, entumecidas por tantas horas de inmovilidad. Aun así, saltó al andén, donde fue recibido por una ráfaga de aire helado que le cortó el resuello, y buscó en vano al ferroviario: cumplida su misión, éste había regresado sin demora a su oficina. El reloj de la estación se había parado y marcaba una hora inverosímil. De un asta colgaba una harapienta bandera tricolor. El inglés ponderó la conveniencia de buscar refugio en el tren expreso, pero en vez de hacerlo recorrió la estación en dirección a la salida. Se detuvo ante una puerta de cristal velado por la escarcha y el hollín, sobre el que un letrero rezaba: Cantina. Dentro un chubesqui irradiaba poco calor y hacía el aire denso. El inglés se quitó las gafas empañadas y las limpió con la corbata. En la cantina un único cliente acodado en el mostrador sorbía una copa de licor blanco y fumaba un charuto. El mozo del establecimiento lo miraba con una botella de anís en la mano. El inglés se dirigió al mozo.
– Buenos días. Tengo necesidad de expedir una carta. Tal vez ustedes tengan sellos de correos. En caso contrario, dígame si la estación dispone de una expendeduría.
El mozo se le quedó mirando boquiabierto. Luego murmuró.
– No sabría decirle.
El solitario parroquiano intervino sin levantar los ojos de la copa de anís.
– No seas cateto, leche. ¿Qué impresión se va a llevar de nosotros este caballero? -y al inglés-: Disculpe al chico. No ha entendido una palabra de lo que le decía. En el vestíbulo de la propia estación tiene usted un estanco donde comprar sellos y un buzón. Pero antes tómese una copita de anís.
– No, muchas gracias.
– No me la rechace, yo le invito. Por la cara que trae, necesita un reconstituyente.
– No calculé que hiciera tanto frío. Al ver el sol…
– Esto no es Málaga, señor. Es Venta de Baños, provincia de Palencia. Aquí cuando aprieta, aprieta. Usted es forastero, según se echa de ver.
El mozo sirvió una copa de anís, que el inglés ingirió con prisa. Como estaba en ayunas, el licor le quemó la tráquea y le abrasó el estómago, pero un agradable calor le recorrió todo el cuerpo.
– Soy inglés -dijo respondiendo a la pregunta del parroquiano-. Y he de apresurarme si no quiero perder el expreso de Madrid. Si no es molestia, dejaré aquí la maleta mientras voy al estanco para ir más ligero.
Dejó la copa sobre el mostrador y salió por una puerta lateral que comunicaba con el vestíbulo de la estación. Dio varias vueltas sin dar con el estanco hasta que un factor le señaló una ventanilla cerrada. Llamó con los nudillos y al cabo de un rato se abrió la ventanilla y asomó la cabeza un hombre calvo con expresión alelada. Al explicarle el inglés su propósito, cerró los ojos y movió los labios como si estuviera rezando. Luego se agachó y al volver a incorporarse puso en la repisa de la ventanilla un libro enorme. Lo estuvo hojeando con detenimiento, se fue y regresó con una pequeña balanza. El inglés le entregó la carta y el funcionario de correos la pesó cuidadosamente. Volvió a consultar el libro y calculó el monto del franqueo. El inglés pagó y regresó corriendo a la cantina. El mozo miraba el techo con un trapo sucio en la mano. A la pregunta del inglés respondió que su consumición había sido pagada por el otro cliente, conforme a lo convenido. La maleta seguía en el suelo. El inglés la recogió, dio las gracias y salió corriendo. El expreso de Madrid iniciaba su lenta marcha entre nubes de vapor blanco y bocanadas de humo. A grandes zancadas alcanzó el último vagón y subió al tren.
Después de recorrer varios vagones sin encontrar un compartimento vacío, decidió quedarse en el pasillo, a pesar de la corriente de aire frío que lo atravesaba. La carrera le había hecho entrar en calor y el alivio de haber enviado la carta le compensaba el esfuerzo. Ahora la cosa ya no tenía remedio. ¡A la porra las mujeres!, pensó.
Quería estar solo para disfrutar de su recién ganada libertad y contemplar el paisaje, pero al cabo de un rato vio venir dando tumbos al individuo que le había invitado en la cantina. Le saludó y el otro se colocó a su lado. Era un hombre de unos cincuenta años, bajo, enjuto, con la cara surcada de arrugas, bolsas debajo de los ojos y una mirada inquieta.
– ¿Consiguió echar la carta?
– Sí. Al volver a la cantina usted ya se había ido. No tuve ocasión de agradecerle su amabilidad. ¿Viaja en segunda?
– Viajo donde me da la gana. Soy policía. Y no ponga esa cara: gracias a eso nadie le ha robado la maleta. En España no se puede ser tan confiado. ¿Se queda en Madrid o sigue viaje?
– No, voy a Madrid.
– ¿Puedo preguntarle el motivo de su visita? A título personal, se entiende. No responda si no quiere.
– No tengo el menor inconveniente. Soy especialista en arte y más concretamente en pintura española. No compro ni vendo. Escribo artículos, doy clases y colaboro con alguna galería. Siempre que puedo, con motivo o sin él, voy a Madrid. El Museo del Prado es mi segundo hogar. Quizá debería decir el primero. En ninguna parte he sido más feliz.
– Vaya, parece una bonita profesión. Nunca lo habría dicho -comentó el policía-. ¿Y eso le da para vivir, si no es indiscreción?
– No da mucho -admitió el inglés-, pero disfruto de una pequeña renta.
– Los hay con suerte -dijo el policía, casi para sí. Luego agregó-: Pues si viene tanto a España y hablando tan bien nuestra lengua, tendrá muchos amigos por aquí, digo yo.
– Amigos, amigos, no. Nunca he pasado una temporada larga en Madrid, y los ingleses, ya sabe, somos gente reservada.
– Entonces mis preguntas le parecerán una extorsión. No se lo tome a mal; es deformación profesional. Observo a las personas y trato de averiguar su oficio, su estado civil y, si puedo, hasta sus intenciones. Mi trabajo consiste en prevenir, no en reprimir. Estoy adscrito al servicio de seguridad del Estado y los tiempos están revueltos. No me refiero a usted, naturalmente; interesarse por una persona no es sospechar de esa persona. Detrás de la persona más vulgar puede esconderse un anarquista, un agente al servicio de una potencia extranjera, un tratante de blancas. ¿Cómo distinguirlos de la gente honrada? Nadie lleva un rótulo que anuncie su condición. Y sin embargo, todo el mundo oculta un misterio. Usted mismo, sin ir más lejos, ¿por qué tanta prisa por echar una carta que habría podido echar en Madrid con toda calma dentro de unas horas? No me diga nada, estoy seguro de que todo tiene una explicación bien sencilla. Sólo le ponía un ejemplo. Mi misión es ésta, ni más ni menos: descubrir el verdadero rostro detrás de la máscara.
– Hace frío aquí -dijo el inglés tras un silencio-, y yo no voy tan abrigado como debería. Con su permiso, voy a buscar un compartimento con un poco de calefacción.
– Vaya, vaya, no le entretengo más. Yo iré al vagón restaurante, a tomar algo y a charlar un rato con el servicio. Hago esta línea con frecuencia y conozco al personal. Un camarero es una fuente de información valiosísima, sobre todo en un país donde se habla a grito pelado. Le deseo buen viaje y una feliz estancia en Madrid. Seguramente no nos volveremos a ver, pero le dejo mi tarjeta, por si acaso. Teniente coronel Gumersindo Marranón, para servirle. Si necesita algo, pregunte por mí en la Dirección General de Seguridad.
– Anthony Whitelands -dijo el inglés guardándose la tarjeta en el bolsillo de la americana-, también a su disposición.