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– Quiero hablar con el señor Parker. Mi nombre es…

– No se retire -atajó la secretaria con repentina viveza.

Al cabo de unos segundos sonó al otro extremo del hilo la voz de Harry Parker.

– ¿Es usted?

– Sí…

– No diga el nombre. ¿Desde dónde me llama?

– Desde el hotel Ritz, enfrente del Museo del Prado.

– Sé dónde está. ¿Ha estado bebiendo?

– Un par de whiskies, ¿se me nota?

– No, qué va. Tómese otro mientras llego, y no hable con nadie, ¿me ha entendido? Con nadie. Estaré ahí en menos de diez minutos.

Anthony regresó al bar y pidió otro whisky, contento y a la vez arrepentido de la llamada que acababa de hacer. Apenas lo había consumido cuando vio entrar en el bar a Harry Parker. Antes de saludar a su compatriota, el joven diplomático dejó sobre una butaca el sombrero, el abrigo, la bufanda y los guantes y llamó por señas a un camarero. Cuando éste acudió le tendió un billete y le dijo:

– Tráigame un oporto y otro whisky para este caballero. Mi nombre es Parker, como las plumas estilográficas. Si alguien pregunta por mí, venga a decírmelo en persona, sin vocear mi nombre. No quiero que voceen mi nombre por ningún concepto. ¿Está claro? -El botones se guardó el billete en el bolsillo, hizo un movimiento de cabeza y se marchó. El joven diplomático se dirigió a Anthony.- Aquí todos vigilan a todos: los alemanes, los franceses, los japoneses, los otomanos. Es broma, naturalmente. Por suerte una propina soluciona cualquier problema de un modo satisfactorio. En este país todo se arregla con una buena propina. Cuando llegué me costaba entenderlo pero ahora me parece un sistema magnífico: permite mantener los sueldos bajos y al mismo tiempo escenifica la jerarquía. El trabajador cobra la mitad y la otra mitad se la tiene que agradecer al amo redoblando el servilismo. Y usted, ¿qué me cuenta? Si no recuerdo mal, la última vez que nos vimos estaba a punto de tomar el tren de vuelta a Londres. ¿Qué le ha hecho cambiar de planes?

Anthony vaciló antes de contestar.

– Sucedió algo… No sé si he hecho bien en llamarle.

– Eso nunca lo sabremos. Lo que habría sucedido si hubiéramos actuado en forma distinta, ¿eh? Un acertijo insoluble. De momento, lo único que sabemos es que usted me ha llamado y yo estoy aquí. Tómeselo con calma y empiece a contarme desde el principio la razón de su llamada.

El camarero trajo las bebidas. Cuando se hubo ido, dijo Anthony:

– No le pediré su palabra de caballero de que todo lo que le voy a contar ha de permanecer en secreto, pero quisiera encarecerle la extrema confidencialidad de este encuentro. No recurro a usted en calidad de diplomático acreditado, sino en calidad de compatriota y de hombre capacitado para comprender la trascendencia del asunto. También quiero decirle -añadió tras cierto titubeo- que esta mañana no le mentí al decir que no participaba en ninguna transacción comercial. A decir verdad, fui llamado para mediar en una posible compraventa de cuadros, pero la operación se deshizo antes de empezar.

– ¿Cómo se llama la persona que le llamó? ¿Y su nacionalidad?

– Oh, señor Parker, no puedo revelar la identidad de esa persona. Es un secreto profesional.

El consejero dio un sorbo a su copa de oporto, cerró los ojos y murmuró:

– Me hago cargo. Prosiga.

– La razón por la que fui llamado era la que usted insinuó: vender cuadros fuera de España para disponer de dinero en el extranjero y de este modo poder exiliarse la persona en cuestión con toda su familia si así lo aconsejaban las circunstancias políticas del país.

– Pero usted acaba de decir que la operación no se llevó a cabo.

– En efecto. Inicialmente yo mismo desaconsejé la venta de los cuadros, no tanto por motivos legales cuanto por la escasa posibilidad de encontrarles comprador en ningún país de Europa o América. Este mediodía, sin embargo, las cosas han cambiado… de un modo radical.

– ¿De un modo radical?-repitió el joven diplomático-. ¿Qué significa un modo radical?

Anthony se aclaró la garganta antes de responder y fijó la mirada en el vaso de whisky. Estaba a punto de hacer la revelación más importante de su vida y le entristecía hacérsela a un desconocido que obviamente carecía de la sensibilidad necesaria para apreciar su enorme importancia, y en un lugar bien distinto del escenario que él había imaginado para su encumbramiento.

– Se trata de un Velázquez -dijo al fin con un largo suspiro.

– Ah, vaya -dijo Harry Parker sin manifestar el menor entusiasmo.

– No es sólo eso -siguió diciendo Anthony Whitelands con desaliento-. Es un Velázquez no catalogado, totalmente desconocido hasta el momento. Nadie sabe de su existencia, salvo sus propietarios, y ahora usted y yo.

– ¿Esto lo hace más valioso?

– Mucho más valioso, por supuesto. Y no sólo desde el punto de vista económico. Porque hay más. ¿Es usted experto en arte, señor Parker?

– Yo no, pero usted sí; dígame todo lo que deba saber.

– Trataré de explicarle lo esencial del modo más breve. De la vida pública de Velázquez se sabe todo: nació y se formó en Sevilla, de joven vino a Madrid y fue nombrado pintor de corte por Felipe IV. Murió a los sesenta y un años de muerte natural. Nunca participó en intrigas palaciegas ni tuvo roces con la Inquisición. Esto, como le digo, por lo que atañe a su vida profesional. De su vida privada se sabe poco, aunque no parece que haya mucho por saber. Se casó en Sevilla a los diecinueve años con la hija de su maestro, tuvo dos hijas; su matrimonio fue ejemplar, no se le conocen aventuras. De haber habido alguna irregularidad de este u otro tipo, los rivales de Velázquez, los que envidiaban su éxito y sus prebendas, no habrían dejado de propagarla para hacerle caer en desgracia. Por otra parte, Velázquez, a diferencia de otros muchos pintores de género, nunca retrató a su mujer, ni la utilizó como modelo, ni siquiera en los inicios de su carrera, cuando pintaba escenas cotidianas sirviéndose de personas de su entorno. En dos ocasiones viajó a Italia; en la primera estuvo ausente un año, en la segunda, casi tres años. No llevó consigo a su mujer y no se ha encontrado correspondencia entre los esposos. Velázquez era un hombre apuesto y gozaba de grandes privilegios; y es evidente que era sensible a la belleza femenina, como se puede advertir contemplando la Venus ante el espejo en la National Gallery de Londres.

Hizo una pausa para cerciorarse de que su interlocutor seguía con atención sus explicaciones, pero el joven diplomático había entrecerrado los ojos y parecía dormitar.

– Parker-exclamó Anthony Whitelands, desconcertado-. ¿No le interesa lo que le cuento?

– Oh, sí, sí, perdone. Acabo de recordar una gestión, una gestión pendiente, para mañana, para mañana por la mañana, ya sabe, la rutina del trabajo…, pero le escucho, le escucho. ¿Qué me decía de la National Gallery?

– Déjese de tonterías, Parker. Le estoy hablando de la vida privada de Diego de Silva Velázquez.

– Oiga, Whitelands, ¿de veras me ha hecho salir a la calle a una hora intempestiva, en pleno invierno, con el máximo apremio, para insinuar que tal vez Velázquez no era tan buen marido como dicen los biógrafos? Debo admitir que los diplomáticos nunca desdeñamos los secretos de alcoba, pero, sinceramente, no veo qué interés pueden tener los líos de faldas de un mequetrefe que estiró la pata hace tres siglos.