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Anthony Whitelands depositó el vaso de whisky en la mesa y se irguió en su asiento.

– Su actitud me parece deplorable, Parker -exclamó en tono seco-. No le consiento que menosprecie mis conocimientos, ni que ponga en tela de juicio mis afirmaciones, y menos que llame mequetrefe a Velázquez.

– ¿Qué afirmaciones?

– Mis afirmaciones sobre la importancia del cuadro. Escuche: lo que he visto hace unas horas no sólo es un auténtico Velázquez de la más alta calidad, lo cual por sí sólo ya sería un descubrimiento sensacional, sino una aportación extraordinaria a la historia de la pintura universal. Le pondré un ejemplo para que lo entienda. Imagine que un buen día cae en sus manos un manuscrito de Shakespeare, una obra de calidad comparable a Otelo o a Romeo y Julieta, y que, además, contiene elementos autobiográficos capaces de aclarar los enigmas que rodean la vida de El Bardo. ¿Le parecería interesante, señor Parker?

El joven diplomático, que había escuchado esta diatriba con los ojos bajos, levantó la mirada y la paseó por el salón. Luego, sin mirar a su interlocutor, respondió:

– Señor Whitelands, lo que a mí me interese o me deje de interesar es irrelevante. Yo no he abandonado las comodidades de mi hogar para adquirir nuevos intereses. Si estoy aquí es para averiguar lo que le interesa a usted. Y no sea tan susceptible ni tan impetuoso si no quiere ir contándole a todo el mundo lo que nadie debería oír. Por el amor de Dios, hasta un niño se habría dado cuenta de que le estoy poniendo a prueba. Si pierde la flema está perdido. Y ahora, si puede apartar por unos minutos el pensamiento de las ligerezas de su querido pintor, dígame qué papel desempeño yo en este enredo.

Anthony hizo una pausa para poner en orden sus ideas. El salón daba vueltas al compás de la música y gustosamente se habría entregado a aquella placentera sensación; pero quería expresarse con la máxima precisión en un asunto tan delicado.

– Verá, hay un individuo, conservador de la National Gallery, su nombre es Edwin Garrigaw; buena familia, máxima respetabilidad; fue profesor mío en Cambridge, ya debe de tener unos cuantos años. En Cambridge le llamaban Violet o algo parecido; si lo repite negaré haberlo dicho… Este caballero, Edwin o Violet, lo mismo da, es experto en pintura española: Velázquez, Murillo, Ribera, ya sabe; por este motivo nos hemos peleado en algunas ocasiones, no personalmente, claro; artículos en revistas especializadas y una vez cartas al Times, con rigor, pero con acidez, con sorna por su parte; él no me aprecia; sospecho que sospecha que me gustaría ocupar su cargo, y no niego que unos años atrás la idea me pasó por la cabeza… pero ahora no se trata de esto. En fin de cuentas, yo a él tampoco le tengo aprecio, lo considero una cacatúa engreída, si quiere saber mi opinión; pero le reconozco un alto grado de competencia en la materia, y por esto yo… yo le he escrito una carta…

Sacó un abultado sobre del bolsillo interior de la americana e hizo ademán de tendérselo a su acompañante, pero en el último momento retiró la mano y se quedó mirando el sobre fijamente con los ojos empañados en lágrimas.

– Por el amor de Dios, Whitelands, repórtese -murmuró el consejero al advertir la turbación de su interlocutor-. Su actitud es embarazosa. ¿Quiere otro whisky?

Hizo ademanes al camarero y éste, interpretando correctamente su intención, se apresuró a traer prontamente un vaso de whisky. Para entonces Anthony ya se había repuesto de su repentina agitación y procedía a limpiar los cristales de las gafas con el pañuelo.

– Perdóneme, Parker -dijo con voz entrecortada-. He tenido… he tenido un momento de flaqueza… pero ya estoy bien. La carta -prosiguió dando pequeños sorbos a su vaso-, la carta va dirigida a Edwin Garrigaw y sólo debe serle entregada si a mí me pasara algo. Ya me entiende. Se la confío con esta condición. Si a mí…, si me sucediera cualquier cosa, si un imprevisto me impidiera… Es de vital importancia que la carta llegue a manos de Garrigaw. Aquí se lo cuento todo… Me refiero al cuadro de Velázquez que le mencioné hace un rato. Bajo ningún pretexto y por ninguna causa ha de permanecer oculto más tiempo; el mundo ha de saber de su existencia y, sea como sea, el cuadro ha de acabar en Inglaterra. Edwin sabrá cómo hacerlo. Y si él no, que desentierren a lord Nelson o a sir Francis Drake, pero hemos de hacernos con ese maldito cuadro, Parker, a cualquier precio, ¿me comprende?, a cualquier precio. Ese cuadro vale más que las minas de Riotinto. ¿Lo ha entendido, Parker? ¿Ha entendido la naturaleza y el alcance de su misión?

– Sí, hombre. No tiene complicación. Darle esta carta a un tipo en Londres.

– Sólo si a mí me sucede algo, ¿eh? Si no, de ningún modo. Y si, por la razón que fuere, ha de entregarle la carta a Violet, no olvide decirle que fui yo quien descubrió el cuadro y quien determinó su autenticidad. No permita que él se quede con el cuadro y con la gloria. Si me sucediera algo… al menos, Parker, al menos sería recordado con dignidad…

– Descuide, Whitelands -se apresuró a decir el joven diplomático al advertir que las lágrimas asomaban de nuevo a los ojos de su interlocutor-. La carta está en buenas manos. Y confiemos en que no tenga que hacérsela llegar a su destinatario. Y ahora, dígame, ¿qué piensa hacer?

– La carta…

– Sí, sí, la carta; si a usted le ocurriera algo irreparable; eso ya lo he entendido. Pero de momento sigue vivo y no le pasará nada si no mete las narices donde no debe. Pero eso le pregunto, ¿qué piensa hacer? Con el asunto del cuadro, quiero decir.

Anthony se quedó mirando al consejero con expresión aturdida, como si la pregunta le pareciera absurda. Al cabo de un rato se pasó la mano por la cara y dijo:

– ¿Hacer? No… no lo sé. Todavía no lo he pensado.

– Entiendo, entiendo. Lo que usted haga no es de mi incumbencia. Pero, ya que me ha llamado para otorgarme su confianza, creo mi deber corresponder a esta confianza con un consejo de amigo.

– Ah, ya sé lo que me va a decir. Pero preferiría no escuchar su consejo. No se ofenda, Parker. Es usted una buena persona y le agradezco mucho su disponibilidad. En realidad… en realidad usted es el único amigo que tengo en el mundo…

Al ver que su atribulado confidente reanudaba los pucheros, el joven diplomático cogió la carta con suavidad, se la metió en el bolsillo, se levantó y dijo:

– En tal caso, Whitelands, le daré igualmente el consejo que pensaba darle: váyase al hotel y duerma la mona. Mañana lo verá todo más claro y conviene que esta noche no hable con nadie más.

Capítulo 12

Con el andar inseguro y ceremonioso de los beodos, Anthony Whitelands iba camino del hotel por las calles frías y desiertas del Madrid invernal, cuando oyó una voz que le interpelaba y un individuo con pinta de pordiosero, tocado con un anacrónico sombrero de ala ancha, se colocó a su lado y ajustó el paso al suyo. Como parecía un personaje salido de un cuadro, Anthony atribuyó su existencia a una alucinación y siguió caminando sin dirigirle la palabra ni la mirada, hasta que su espontáneo acompañante, agarrándole suavemente del codo, le obligó a detenerse bajo el cono de luz de una farola y le dijo en tono dolido:

– Pero bueno, ¿no me reconoce? Míreme bien: soy Higinio Zamora Zamorano, el que le guardó la cartera la otra noche.

Mientras hablaba se había levantado el ala del sombrero para permitir que la farola iluminara sus escuálidas facciones. Al verlas, el inglés dio un respingo y exclamó: