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– Por todos los diablos, don Higinio, deberá usted disculparme. El alumbrado público es deficiente y yo debo de haber olvidado mis gafas en el Ritz.

– No señor, las gafas las lleva puestas. Y no me llame don Higinio. Con Higinio a secas voy servido. ¿Se encuentra bien?

– Oh, sí, perfectamente, perfectamente. Y me alegro mucho de este encuentro fortuito, que me permite expresar a usted mi gratitud. He intentado en vano averiguar su paradero para ofrecerle una gratificación por haber llevado mis cosas a la Embajada.

Higinio Zamora Zamorano hizo una floritura con el sombrero antes de volvérselo a poner.

– De ningún modo. Faltaría más. Pero, dígame, ¿adónde va a estas horas, tan flamenco? Si se puede saber, por supuesto.

Anthony señaló calle arriba y dijo en tono resignado:

– Al hotel, a dormir la mona.

– Ah, ¿queda lejos?

– No. Si el sentido de la orientación no me falla, cae por allí.

Higinio Zamora volvió a sujetarle con más firmeza y dijo:

– Pues no debe ir en esa dirección. De allí vengo y he oído gritos y carreras. Los de la CNT y los falangistas están en plena batalla campal. Más nos vale esperar a que amaine la tormenta. Oiga, ¿por qué no vamos un rato adonde le dejé la otra vez? La Justa aún estará levantada y a la chavala, si hace falta, se la despierta. Allí al menos estaremos a resguardo del frío y de las algaradas y podremos tomar unas copitas de aguardiente para entrar en calor. ¿Qué me dice, eh? La noche es joven.

El inglés se encogió de hombros.

– Bueno -dijo-, la verdad es que no tenía muchas ganas de ir al hotel. ¿Le han dicho alguna vez que se parece mucho al Menipo de Velázquez?

– Ni una -repuso el otro-. Venga, iremos dando un rodeo y evitaremos las calles anchas: ahí es donde se producen los enfrentamientos.

Aunque aguzando el oído no percibía el fragor de la revuelta que su acompañante le predicaba, Anthony se dejó conducir mansamente, reacio a poner fin a una jornada tan singular. Agarrados del brazo atravesaron la plazoleta de la Vaquilla, tan animada en verano con los parasoles de los chamarileros y a la sazón desierta, y se adentraron en un dédalo de callejuelas tortuosas y oscuras. Al cabo de muy poco el inglés ya no sabía dónde estaba. Esto le hizo comprender qué poco conocía Madrid, a pesar de haber estado allí períodos relativamente largos. Ahora se sentía doblemente extranjero y aquella sensación le infundía una profunda melancolía y la excitación de lo desconocido. Pasaba sin transición de un entusiasmo infantil a una tristeza rayana en la desesperación. En ambos casos estaba aturdido y se habría dejado conducir a cualquier parte. Pero Higinio Zamora Zamorano sólo pretendía llevarle al lugar anunciado, y después de dar muchas vueltas, se encontraron nuevamente delante del viejo portón, dando palmas furiosas hasta que apareció el sereno arrebujado en su capote, arrastrando los pies y tiritando de frío. Bajo la gorra asomaban unos ojos enrojecidos y en la punta de la nariz se balanceaba una gota acaramelada.

Subieron hasta el segundo piso y tocaron el timbre. Transcurrido un rato se oyó susurro de pasos y abrió la puerta la mujerona en bata de felpa, babuchas y mitones. Al ver al inglés, se puso enjarras y exclamó con voz ronca:

– Pero, bueno, ¿no hay otro sitio adonde ir en to Madrid? ¡Estas no son horas, leñe! Y si no tié pa comer, vuélvase a su tierra. O a Gibrartá, que pa eso nos lo birlaron.

Anthony hizo una reverencia y se golpeó la frente contra la jamba de la puerta.

– Usted me malinterpreta, doña Justa -masculló recordando el nombre con que Higinio Zamora se había referido a ella poco antes-. Ya no soy pobre como la otra noche ni vengo a mendigar la sopa boba. Encontré la cartera y el dinero intactos, gracias a la probidad de este buen amigo que viene conmigo en calidad de invitado.

Sólo entonces reparó la Justa en la presencia de Higinio Zamora y sus facciones se suavizaron.

– Haber empezao por ahí. Los amigos del Higinio siempre tienen sitio en esta casa. Pero pasar, no sus quedéis en el rellano o sus dará un pasmo. Está la noche que ni te cuento. Bien que nosotras, con el brasero, nos apañamos.

Los dos hombres entraron en el saloncito que Anthony conocía de anteriores visitas. Sobre la camilla un quinqué alumbraba una botella mediada, dos vasitos y un plato cubierto de migas. A la mesa se sentaba una anciana de rostro apergaminado, tan menuda y abrigada que costaba distinguirla de los cojines y gualdrapas repartidas irregularmente por la pieza para disimular el deterioro del mobiliario. En el silencio de la noche se oía gotear un grifo y maullar un gato en el corral de vecindad. Higinio colgó del perchero el abrigo y el sombrero y ayudó al inglés a despojarse de su impedimenta. Luego fueron a calentarse bajo los faldones de la camilla mientras la señora Justa sacaba del aparador otros dos vasos y servía licor a los recién llegados.

– Ahora iré a despertar a la niña -anunció.

– Oh, no, si duerme no la moleste -murmuró Anthony con voz desfallecida-. Por mí no…, yo no venía a…

Intervino Higinio a favor de su amigo:

– Déjalo, Justa. Sólo venimos a hacer tiempo: en la calle había tiros otra vez.

– ¡Maldecía política!-gruñó la mujerona ocupando de nuevo su puesto en la camilla y dirigiéndose al inglés-. Antes venían por aquí los estudiantes. Armaban mucho alboroto y traían poco parné, pero algo era. Ahora, en cambio, prefieren ir a pegar y a que les peguen, si no es algo peor. En resumidas cuentas, que entre el frío y lo revuelto que anda tó, aquí no se apersona un cristiano. El país se viene abajo, mal rayo parta a don Niceto y a Ortega y Gasset.

– Ésos no tienen la culpa, mujer -terció Higinio. Y para cambiar de tema se dirigió a la anciana y levantando mucho la voz se interesó por su salud. La anciana pareció volver a la vida y abrió una boca desdentada como si quisiera decir algo, pero de inmediato la volvió a cerrar y se quedó traspuesta.

– Discúlpela -dijo la Justa a Anthony-. Aquí doña Agapita vive sola en la casa de al lado y a su edad chochea un poco. Sorda como una tapia, medio ciega y sin un real ni nadie que se ocupe de ella. Cuando hace tanto frío la invito a pasar, porque en su casa ni brasero tiene.

Anthony observó con compasión a la desvalida anciana y ésta, como si adivinara que por un instante se había convertido en el centro de atención, exclamó con voz de grajo:

– ¡Churros, aguardiente y limoná!

– ¿Y esos tiros? -preguntó la Justa desentendiéndose de su vecina.

– ¡A saber! -dijo Higinio. Y al inglés-: En España las cosas van mal desde hace siglos, pero en los últimos meses esto es la casa de tócame Roque. Los falangistas andan a tiros con los socialistas; los socialistas, con los falangistas, con los anarquistas y, de vez en cuando, entre sí. Y mientras tanto todos hablan de hacer la revolución. Menudo despropósito. Para hacer una revolución, de derechas o de izquierdas, lo primero es tomarse la cosa en serio: unidad y disciplina.

Anthony dio un sorbo a su vaso de cazalla y sintió que se le abrasaba el gaznate. Tosió y dijo:

– Es preferible que no haya revolución, aunque sea por desidia.

– Revolución no habrá -replicó Higinio-, pero habrá golpe de Estado. Y lo darán los militares, eso está cantado. Queda saber el cuándo: esta noche, mañana, de aquí a tres meses; el tiempo lo dirá.

– Bueno -dijo la Justa-, quizá con los militares se arreglen un poco las cosas. Tal y como estamos no se pué continuar.

– No digas insensateces, Justa -respondió Higinio muy seriamente-. Si hay un golpe militar, aquí se va a armar la gorda. El pueblo entero se levantará en armas para salvaguardar lo que es suyo.

La mujerona abarcó con un gesto amplio la pieza y a sus ocupantes y dijo:

– ¿Pa salvaguardar qué? ¿Esta roña?

Higinio apuró de un trago su vaso y lo dejó bruscamente en la mesa.

– ¡Para defender la libertad, leñe!