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– ¡Churros, aguardiente y limoná! -gritó doña Agapita sumando su voz a la arenga.

La Justa se echó a reír y rellenó los vasos. En un convento cercano sonaron dos campanadas.

– No le haga caso -dijo la mujerona al inglés-. En oyéndole hablar cualquiera diría; pero en el fondo es un corderín. Y más bueno que el pan bendito.

– No empecemos, Justa. Estas historias no interesan a los forasteros.

– Pero a mí sí -repuso la Justa-, y estamos en mi casa. ¡A ver!

Y sin que sirvieran de nada las reconvenciones, interrumpida por el cacareo extemporáneo y senescente de la vecina, la Justa refirió a Anthony una historia larga y confusa, de la que aquél apenas comprendió el meollo. En su juventud, como tantas pueblerinas perdidas en el fárrago de la gran ciudad, había cometido un desliz y había acabado haciendo la calle, hasta que se cruzó en su camino un obrero guapo, cabal y concienciado, el cual, en un acto de desafío a la moral burguesa, la retiró de la mala vida y la llevó al altar. Al cabo de unos años de felicidad (y algunos sinsabores), el obrero murió por causas naturales o no (esto Anthony no llegó a entenderlo bien), dejando en el máximo desamparo a la Justa y a la niña nacida de aquella unión. Cuando el mundo parecía derrumbarse sobre sus pobres cabezas, se presentó de improviso en su casa Higinio Zamora, del que hasta entonces no habían oído hablar, y les dijo haber sido compañero de armas del difunto en la guerra de Marruecos, a donde habían ido, como tantos mozos, por sorteo, y donde éste había salvado la vida a aquél o viceversa, por lo que ahora Higinio, sabedor de la situación que aquejaba a la viuda y a la hija de su antiguo camarada, acudía a saldar la deuda o a cumplir la promesa hecha en el campo de batalla o la víspera del combate o en reiteradas ocasiones a lo largo de la infausta campaña.

Mientras la Justa relataba su historia, Higinio sonreía y movía la cabeza de lado a lado para rebajar sus méritos y quitar importancia a su intervención. Al fin y al cabo él se había limitado a hacer lo que habría hecho cualquiera en su lugar, sobre todo porque en aquella época se ganaba bastante bien la vida como auxiliar de fontanero y no tenía a nadie a su cargo, pues sus padres habían muerto, sus dos hermanos habían emigrado a Venezuela y no tenía pareja, por más que con sus prendas personales y sus ingresos no le habían faltado pretendientas. Aseguró no pertenecer a ningún sindicato ni militar en ninguna organización política, pese a lo cual creía con firmeza que los proletarios habían de ayudarse los unos a los otros. La Justa se apresuró a añadir que, a cambio de su ayuda, Higinio nunca pidió ni quiso aceptar recompensa de ningún tipo. En aquel momento, como si hubiera escuchado el relato o algún fragmento de él, revivió doña Agapita y proclamó que no había mejor galán que un soldado, como un novio que ella tuvo tiempo atrás.

– Aún me parece estarle viendo -dijo con repentina versatilidad-, con su mostacho y su ros azul y colorao. Cuando le conocí servía a Isabel II. Si en el real tálamo, eso no lo sé, ni él me lo dijo. Pero servir a la Señora, sí la sirvió. ¡Húsar de la Reina! Al abrazarle se me clavaban los entorchados en las mollas, y con el sable…, y con el sable… ¡churros, aguardiente y limoná!

La Justa se llevó el dedo índice a la sien con una sonrisa más misericordiosa que socarrona y dijo:

– No le haga mucho caso. Está de lo más menoscabada. Tuvo un mal de riñón y se quedó enganchada a la morfina. Pobre Agapita, ¡quién la ha visto y quién la ve! Y ese novio que dice que tuvo, sí le tuvo, sí; ahora, de servir a la reina, ni hablar del peluquín. Por borracho y pendenciero le expulsaron del cuerpo.

La bebida y el cansancio pasaban factura al inglés, que no se enteraba de nada. Con gran esfuerzo se levantó y pidió permiso para ir al lavabo. Después de orinar llenó la palangana con el agua helada del aguamanil y se la echó a la cara. Esto le aclaró un poco el entendimiento sin disminuir el agotamiento físico. Mientras se enjugaba con un trapo sucio, creyó oír el llanto de un recién nacido detrás de un tabique. No le extrañó, pero al regresar a la salita encontró allí a la Toñina, que se había unido al resto y acunaba en los brazos al pequeño llorón. La Toñina tenía un aspecto más enfermizo que en ocasiones anteriores, quizá por estar aún medio dormida. Un camisón de lana parda le cubría del cuello a los pies, enfundados en unos gruesos calcetines de hombre con generosos agujeros en las punteras y los talones. Nadie trató de explicarle de dónde salía aquel bebé ni Anthony tenía el menor interés en averiguarlo. Para no caer redondo se apoyó con las dos manos en la camilla haciendo oscilar peligrosamente la botella y el quinqué y anunció que se iba. Al oír su voz dejó de llorar el recién nacido y en su lugar se alzó un coro de protestas: ¡Cómo, marcharse a aquellas horas! ¡Era una imprudencia! ¡Ni soñarlo! ¡Eso no se lo iban a permitir! Además, no estaba en condiciones de andar solo por la calle. La Toñina pasó el fardo de la criatura a la Justa y ciñó con los brazos la espalda del inglés.

– Quédate y descansa -le susurró al oído-. ¿Qué prisa tienes? En el hotel no te espera nadie.

– La niña tiene razón -dijo Higinio-. Aquí está entre amigos.

Anthony trataba en vano de zafarse de los escuálidos brazos de la muchachita.

– Les agradezco sinceramente su hospitalidad y sus muestras de interés y no quisiera parecer descortés, pero a primera hora he de acudir sin falta a un sitio y antes debo dormir unas horas y acicalarme como es debido -dijo.

– Esto no tié complicación -dijo la Justa-. Usté duerme aquí y se le llama a la hora que nos diga; se toma un café con leche con un currusco y se va a hacer lo que haya de hacer.

– No, no -porfiaba el inglés-. Ustedes no me entienden. He de irme ahora. Lo que me reclama… lo que me reclama es muy importante. Un negocio de la máxima trascendencia. Ustedes son gente sencilla y no lo entenderían. Se trata de un cuadro… un cuadro incomparable, por su calidad y por su significación. Hay que sacarlo de España cuanto antes… como sea. Ustedes no, ustedes no lo entenderían…

Perdió el conocimiento y lo recobró en medio de la más completa oscuridad, tendido en una cama dura y cubierto con una manta apelmazada y maloliente. A su lado percibió la respiración profunda de otra persona. A tientas reconoció con alivio el contorno juvenil de la Toñina. Siguió palpando y se llevó una buena sorpresa al notar entre las cobijas la forma diminuta del bebé. Higinio está en lo cierto: España no tiene remedio, pensó antes de volver a caer en un profundo sueño.

Capítulo 13

El impacto del aire gélido de la mañana le permitió encontrar el camino de vuelta al hotel y hacer el trayecto con paso incierto, pero en derechura. Con el estómago revuelto, la boca seca, la laringe abrasada, el cuerpo embotado y la memoria imprecisa, le sorprendía no haber perdido ninguna de sus pertenencias, incluido el gabán, el sombrero y los guantes. El cielo estaba encapotado y el aire presagiaba nieve.

Al entrar en el hotel vio a un hombre que leía el periódico apoyado en la pared, en una actitud tanto más conspicua cuanto que leía con gafas de sol y conservaba puesta la gabardina y el sombrero. Al ver al inglés abandonó todo disimulo, dobló el periódico, se puso a su lado y en tono seco y apremiante le dijo:

– ¿Es usted por un casual el señor Antonio Vitelas?

No le pareció desacertada esta traslación de su nombre, pero algo en el comportamiento del hombre de la gabardina, le produjo inquietud. Miró de reojo al recepcionista y éste se limitó a levantar las cejas, entornar los párpados y mostrar las palmas de las manos, manifestando así que se inhibía de todo lo ajeno a sus estrictas funciones de recepcionista. Entre tanto, y sin aguardar confirmación a su pregunta, el hombre de la gabardina había agarrado el antebrazo de Anthony y le empujaba hacia la calle mientras mascullaba: