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– Tenga la bondad de acompañarme. Capitán Coscolluela, otrora del cuerpo de infantería, ahora adscrito a la Dirección General de Seguridad. No tiene nada que temer si colabora.

Cojeaba ostensiblemente y al hacerlo su rostro se contraía y adoptaba una expresión pesarosa. Era evidente que el defecto le mortificaba en su dignidad.

– ¿Me lleva detenido?-preguntó el inglés-. ¿De qué se me acusa?

– De nada -repuso el agente sin dejar de caminar-. No va detenido, y como no va detenido, no hay causa. Yo le he dicho que viniera, usted viene y aquí paz y después gloria.

– Al menos, déjeme subir a mi habitación a lavarme y cambiarme de ropa. Así no puedo ir a ninguna parte.

– Adonde vamos, sí -dijo tajante el hombre de la gabardina sin soltarle el brazo.

Estacionado frente al hotel había un coche negro con un conductor al volante y la portezuela abierta. Entraron y el coche se puso en marcha y se detuvo al cabo de un rato ante el edificio de la Dirección General de Seguridad, sito en la calle de Víctor Hugo esquina Infantas. Anthony respiró aliviado, porque en su aturdimiento había olvidado exigir al hombre de la gabardina que acreditase la condición de agente de la autoridad que se arrogaba y durante el trayecto le había asaltado el temor de estar siendo secuestrado, aunque no podía imaginar por qué ni por quién. Ahora su temor se diluía al ver que se apeaban del coche y entraban en el edificio sin hacer caso de los Guardias de Asalto apostados en la entrada y sin ser interceptados por éstos.

En el vestíbulo reinaba una suave penumbra y, contra todo pronóstico, una calma absoluta. En un extremo cuchicheaba un corrillo compuesto por varios hombres y una mujer bastante gorda, vestida de luto, que llevaba un cartapacio. Flotaba en el aire un olor agrio a tabaco frío. Sin que nadie les dirigiera la mirada, Anthony y su acompañante cruzaron el vestíbulo y, antes de llegar a la escalinata, se metieron por una puerta lateral, subieron un tramo de escalera estrecha y lóbrega hasta el primer piso; allí anduvieron por varios corredores hasta llegar a la puerta de un despacho en el que entraron sin llamar. El despacho era una pieza cuadrada, exigua, donde difícilmente convivían un archivador de madera clara, una enorme mesa de trabajo y unas cuantas sillas, un perchero, una escupidera de loza y una papelera de alambre. Un ventanuco enrejado daba a un patio oscuro. En una pared había un plano de Madrid sujeto con chinches, alabeado, amarillento y muy sobado en la parte central. La mesa estaba cubierta de documentos desparramados de cualquier manera. También había un flexo, una escribanía, un teléfono y un extemporáneo ventilador. Sobre este caos, absorto en la lectura de uno de aquellos papeles, se inclinaba un individuo cuyo aspecto, pese a tener la cara en sombra y escorzada, produjo en Anthony una insólita sensación de familiaridad. No sabía dónde ni cuándo, pero tenía la certeza de haber visto anteriormente al hombre bajo cuya jurisdicción se encontraba en aquel momento.

Transcurrido un período de inmovilidad, el ensimismado lector levantó los ojos del papel, examinó atentamente al inglés y dijo:

– Siéntese.

Luego se dirigió al hombre de la gabardina, que se disponía a salir del despacho.

– No se vaya, Coscolluela. Mejor dicho, hágame un favor: vaya a buscar a Pilar y dígale que vuelva con el dossier que le acabo de dar. Y si es tan amable y me trae un café con leche y unos churros, se lo agradeceré mucho.

Con un breve gesto de asentimiento, el hombre de la gabardina salió y cerró la puerta. Cuando se quedaron solos, y como el otro persistiera en observarle sin pronunciar palabra, dijo Anthony:

– ¿Puedo inquirir el motivo de mi presencia en este lugar, señor…?

– Marranón. Teniente coronel Gumersindo Marranón, para servirle. Pensaba que a lo mejor se acordaba usted de mí, como yo me acuerdo de usted. Pero no le censuro el olvido: recordar caras es parte de mi trabajo, no del suyo. Si le sirve de ayuda, nos conocimos hace unos días, en el tren. Usted venía de la frontera y, según me dijo, de su Inglaterra natal. Coincidimos en la estación de Venta de Baños y mantuvimos una conversación breve pero cordial. Por eso mismo, al enterarme casualmente de su paradero, fui anoche al hotel con la intención de saludarle y ponerme a su disposición. Le estuve esperando y al fin, como no regresaba y yo no podía desplazarme de nuevo, opté por enviar esta mañana a uno de mis colaboradores y rogarle que viniera. Yo, como ve, estoy abrumado de trabajo. El capitán Coscolluela es, a mi entender, hombre despierto y educado. Luchamos juntos en África. Una herida en la pierna lo incapacitó para el servicio activo. Conducta heroica; estuvieron a un tris de concederle la Laureada de San Fernando, pero sus ideas políticas…, ya sabe. Confío en que le habrá tratado con la debida gentileza.

– Oh, sí, sí, por supuesto -se apresuró a decir Anthony-. Sin embargo, esta… visita…, por lo demás muy grata, me resulta en extremo inconveniente a estas horas. Precisamente había quedado con unas personas…

– Caramba, en eso no había pensado yo. Una torpeza por mi parte, le pido mil disculpas. Por suerte, la cosa tiene fácil arreglo. Coja mi teléfono, llame a sus amigos y dígales que se demorará unos instantes. Ellos comprenderán: por desgracia en España no somos tan exigentes con la puntualidad como ustedes. Y si no sabe el número de teléfono, dígame el nombre de la persona o personas en cuestión y yo lo averiguaré en un santiamén.

– No, muchas gracias -se apresuró a decir Anthony-. En el fondo, no era una cita en firme. No merece la pena que se tome tantas molestias.

Repiqueteó el teléfono. El teniente coronel lo descolgó y lo volvió a colgar sin responder a la llamada y sin apartar los ojos de su interlocutor.

– Como usted quiera -dijo alegremente el teniente coronel Marranón-. Ah, ya tenemos aquí a Pilar. Pilar, le presento al señor Vitolas. Es inglés, pero habla español mejor que usted y yo juntos.

Anthony advirtió que Pilar era la mujer gorda que había visto al entrar y también el cartapacio que acarreaba parecía ser el mismo. De esta doble coincidencia dedujo que el procedimiento a que estaba siendo sometido había sido preparado minuciosamente con anterioridad. Mientras Pilar dejaba sobre la mesa de su jefe el cartapacio y éste desataba las cintas y hojeaba su contenido, entró nuevamente el capitán Coscolluela con una bandeja de alpaca en la que había un tazón humeante y un cucurucho del que sobresalían churros aceitosos y azucarados. Entre todos hicieron sitio a la bandeja en la mesa, removiendo los papeles. Luego Coscolluela se quitó la gabardina y el sombrero y los colgó del perchero. Acto seguido se sentó y Pilar hizo lo propio. Del bolso sacó un cuaderno de taquigrafía y un lápiz como si se dispusiera a tomar nota de la conversación. Concluido este ceremonial, el teniente coronel miró fijamente a Anthony y dijo:

– No sé si el capitán Coscolluela le habrá explicado con claridad que su presencia en estas dependencias no responde a ninguna razón de carácter oficial. Es más, que su presencia aquí es totalmente voluntaria y, por decirlo de algún modo, amistosa. Esto ha de quedar muy claro. De cuanto aquí se hable no quedará constancia -añadió como si no hubiera advertido los preparativos de Pilar, la cual, por otra parte, permanecía con el lápiz en alto, pero sin anotar nada-. De lo que acabo de decirle se desprende -prosiguió el inspector- que es usted muy dueño de marcharse cuando le plazca. No obstante, yo le rogaría que nos dedicara unos minutos de su tiempo. Entre amigos, por supuesto. A decir verdad, el café con leche y los churros que tan amablemente ha traído el capitán Coscolluela son para usted. En cuanto le he visto entrar me he dicho a mí mismo: este hombre está en ayunas. Dígame si me equivoco. No, claro, éstas son cosas que nunca se le escapan a un policía. De modo que no haga cumplidos, señor Vitelas, y tómese en buena hora este modesto refrigerio.